Lloyd estaba sentado en su oficina de Parker Center jugueteando con los dedos sobre el montón de papeles que había en su escritorio. Era el 3 de enero de 1983, y desde su cubículo en la sexta planta se veía cómo unas nubes oscuras y tormentosas barrían el cielo hacia el norte. Deseaba que se desencadenara una tormenta de lluvia. Cuando el mal tiempo arremetía se sentía cómodo y resguardado.
El relativo aislamiento de su despacho, situado entre las salas de mecanografía y de fotocopias, le era grato, pero la principal razón por la que lo había escogido había sido su proximidad a la oficina de Comunicaciones, tres puertas más abajo. Más pronto o más tarde, todos los informes de los homicidios que tenían lugar dentro de la jurisdicción del Departamento de Policía de Los Ángeles, pasaban por sus líneas telefónicas, bien se tratara de agentes que solicitaban asistencia o de los propios interesados que pedía ayuda a gritos. Lloyd había instalado una línea especial en su propio aparato, y cada vez que una nueva llamada llegaba a la centralita se encendía una luz roja en su contestador, y así podía escuchar la conversación, lo que le convertía en el primero en obtener información crucial sobre cualquier asesinato; ello constituía un seguro antídoto contra la pesadez y el aburrimiento de escribir informes, cargos y procesos judiciales. Así pues, cuando vio que se encendía la lucecita de su contestador su corazón dio un ligero vuelco y levantó el auricular para escuchar.
—Departamento de Policía de Los Ángeles al habla, sección de Robos y Homicidios —dijo la voz de la telefonista.
—¿Es aquí donde se denuncia una asesinato? —balbuceó un hombre al otro extremo de la línea.
—Sí, señor —respondió la operadora—. ¿Se encuentra usted en Los Ángeles?
—Estoy en Hollywood. Tía, no te creerías lo que acabo de ver… —Lloyd empezó a sentir curiosidad. Parecía como si aquel hombre hubiese visto una aparición.
—¿Desea usted denunciar un asesinato, señor? —La mujer hablaba en tono brusco, incluso algo grosero.
—Tía, no sé si era verdad o una jodida alucinación. Llevo tres días poniéndome morado de coca y anfetas.
—¿Dónde se encuentra usted?
—No estoy en ningún lado. Pero haga que manden a la policía a los Apartamentos Aloha, en la esquina de Leland y Las Palmas. Apartamento 406. Dentro hay algo que parece salido de una peli de Pekinpah. No sé, tía, o bien tengo que dejar la coca o tenéis un buen mogollón entre manos. —El hombre sufrió un ataque de tos y susurró—: ¡Maldito Hollywood, tía, maldito…! —Y colgó de golpe.
Lloyd casi pudo percibir el aturdimiento de la operadora, que al parecer no sabía si se trataba de una broma o de un caso real. Musitó: «¡Maldita sabandija!» y desconectó la línea. Lloyd se puso en pie de un salto y se puso su chaqueta deportiva a toda prisa. Él lo sabía. Corrió hacia su coche y marchó a toda velocidad hacia Hollywood.
El Aloha Regency era un edificio de cuatro plantas, de estilo colonial, pintado de un azul eléctrico y cubierto de moho. Lloyd atravesó la desnuda entrada para dirigirse al ascensor, catalogando rápidamente el edificio como una vieja gloria de Hollywood ahora en la ruina. Sabía que los inquilinos del Aloha Regency debían ser una curiosa mezcla de inmigrantes ilegales, borrachos y familias en paro. La tristeza que emanaba de aquellos pasillos cubiertos de una moqueta destrozada era casi palpable.
Entró en el ascensor y apretó el botón del cuarto piso, luego desenfundó su pistola del 38 mientras sentía que su piel se ponía tirante ante la proximidad de la muerte. El ascensor se paró con una sacudida y Lloyd salió al pasillo. El ascensor lo examinaba, se dio cuenta de que las puertas del lado que llevaba al 406 daban muestras de haber sido forzadas con palanca. Después del 406 ya no había más marcas. La madera de los montantes de las puertas había sido astillada recientemente, sin muestras de alabeo, lo que quería decir que habían sido forzadas aquella misma mañana. Mientras ya iba elaborando su hipótesis, Lloyd apuntó a la puerta del 406 con su pistola y la abrió de una patada.
Mientras sostenía su pistola al frente como si se tratara de un detector, entró en una pequeña sala de estar rectangular guarnecida de estantes para libros y enormes plantas. En una de las esquinas había un escritorio colocado en diagonal y tres sillones dispuestos en un semicírculo abierto hacia las vistas de la ventana. Lloyd anduvo por la habitación saboreando sus sensaciones. Giró lentamente hacia la izquierda para encontrarse frente a la pequeña cocina. Las baldosas y el linóleo estaban recién fregados, y los platos estaban apilados ordenadamente junto al fregadero. Sólo quedaba el dormitorio, separado del resto del apartamento por una puerta pintada de verde intenso y adornada con un póster de Rod Steward.
Lloyd bajó la mirada hacia el suelo y sintió cómo se le revolvía el estómago. Frente a la rendija de la puerta había un montón de cucarachas muertas, anegadas en un charco de sangre coagulada. Abrió la puerta de una patada, murmurando: «El conejo va agujero abajo», con los ojos cerrados hasta que asimiló el hedor abrumador de carne en descomposición. Cuando sintió que sus temblores se hacían internos y vio que no podría pararlos, abrió los ojos y dijo, en voz muy baja: «¡Oh, Dios! ¡No, por favor!».
Desde una de las vigas del techo, una mujer desnuda colgaba de una sola pierna, directamente sobre la cama. Le habían desgarrado el vientre desde la pelvis hasta la caja torácica, y sus intestinos se desparramaban desde su torso abierto, extendiéndose hasta cubrir su rostro ensagrentado. Lloyd memorizó la escena: la pierna suelta de la mujer colgaba, hinchada y amoratada, en ángulo recto; los pechos estaban cubiertos de sangre coagulada, y las partes de su cuerpo que no estaban ensagrentadas tenían un tinte blanco azulado; la colcha de la cama estaba empapada en tal cantidad de sangre que se cuarteaba en capas; la sangre invadía el suelo, las paredes, el armario y el espejo, enmarcando a la mujer muerta en una perfecta simetría de devastación.
Lloyd regresó a la sala de estar y encontró un teléfono. Llamó a la comisaría de Hollywood para hablar con el Holandés Peltz, y le dijo simplemente:
—6819 de la calle Leland, apartamento 406. Homicidio. Manda una ambulancia y un médico. Te llamaré más tarde para contártelo.
El Holandés respondió:
—De acuerdo, Lloyd. —Y colgó.
Lloyd recorrió el apartamento por segunda vez, deseoso de que su mente estuviera en blanco para poder pensar con claridad. Paseó la mirada por toda la estancia hasta que vio un bolso de cuero en el suelo, junto a un cactus. Se agachó para recogerla y vació el contenido sobre el suelo. Había un equipo de maquillaje. Excedrina y algunas monedas. Abrió una cartera de bolsillo. La mujer se llamaba Julia Lynn Niemeyer. La fotografía y los datos de su permiso de conducir le afligieron: era bonita, 1,67 de estatura, 58 kilos, fecha de nacimiento: 2-2-54, por lo que hubiera estado a punto de cumplir veintinueve años.
Lloyd dejó caer la cartera y examinó los estantes de libros. Predominaban las novelas populares y de amor. Se fijó en que los libros de los estantes superiores estaban cubiertos de polvo, mientras que los de los inferiores estaban limpios.
Se agachó para examinarlos más de cerca. En el estante de abajo había libros de poesía, desde Shakespeare, Byron, hasta poesía feminista. Lloyd extrajo tres libros al azar y los hojeó, mientras crecía su respeto hacia Julia Lynn Niemeyer —había leído buenos libros en los días anteriores a su muerte—. Dejó aparte los clásicos y extrajo un volumen de tamaño desmesurado, encuadernado en rústica, que tenía por título Furor en el vientre. Una antología de prosa feminista. Al abrirlo se quedó paralizado cuando vio las manchas oscuras que había en el interior de la cubierta. Cuando empezó a correr las páginas vio que algunas estaban pegadas con sangre coagulada y manchas sangrientas que se tornaban más débiles hacia el final del libro. Al llegar a la cubierta posterior descubrió con sorpresa que había, perfectamente enmarcadas en blanco, dos huellas dactilares parciales, un índice y un medio, lo bastante claras para poder ser identificadas.
Lloyd profirió un grito, envolvió el libro con su pañuelo y lo depositó con cuidado sobre uno de los sillones. Siguiendo un impulso, regresó junto a la estancia y pasó la mano entre el suelo y el último estante. Encontró un puñado de hojas de revista con anuncios de contactos personales: el L. A. Nite-Line, L. A. Grope, y el L. A. Swinger.
Tomó los anuncios y se dirigió hacia la silla para sentarse y leerlos. Se sentía entristecido por aquellos textos fantasiosos y por las desesperadas máximas que contenían. «Atractiva divorciada, 40 años, busca hombre blanco bien dotado para amor a media tarde. Mandar cara y foto en erección a Apdo. 5816, Gardena, 90808, California»; «Guapo chico gay, 24 años, en plena forma, busca chicos forzudos, estudiantes, y sin bigote. Llamar a cualquier hora al 709-6404»; «¡Mi nombre es Gran Pollón y follar es mi afición! ¡Ofrezco mi amor con todo tesón! ¡Unámonos para una noche en duetto, mi polla es dura si tu coño es prieto! Mandar foto abierta de piernas a Apdo. 6969, L. A., 90069, Calif.».
Lloyd se disponía a dejar de lado los anuncios y a pronunciar un alegato de misericordia para la raza humana cuando su mirada advirtió un anuncio rodeado de un círculo rojo. «¿Tu fantasía o la mía? Unámonos y juguemos. Toda persona sexualmente liberada queda invitada a escribirme al Apdo. 7512, Hollywood 90036, Calif. Soy una mujer atractiva de 28 años).» Apartó la hoja de revista y miró las dos restantes. En ambas aparecía el mismo anuncio.
Se metió las hojas en el bolsillo de la chaqueta, regresó al dormitorio y abrió las ventanas. Julia Lynn Niemeyer osciló con la corriente de aire, girando sobre su eje de una sola pierna, mientras la viga del techo crujía bajo su peso. Lloyd la tomó de los brazos con gentileza.
—¡Oh, cariño! —susurró—. ¡Oh, pequeña! ¿Qué buscabas? ¿Tuviste que luchar? ¿Gritaste?
Casi a modo de respuesta, el frío brazo izquierdo de la mujer fue alcanzado por una ráfaga de viento y se desasió de la mano de Lloyd. Él lo agarró de nuevo y sostuvo la mano con firmeza, mientras su mirada recorría las largas venas azules hasta la corva del codo. Se quedó sorprendido. En la mitad de la vena más gruesa había un par de marcas de aguja, claramente alineadas. Revisó el otro brazo y no encontró nada. Entonces restregó los restos de sangre seca de los tobillos y la corva de las rodillas, pero tampoco encontró rastro de pinchazos. Habían sedado con profesionalidad a la mujer en el momento de su profanación.
Lloyd oyó pasos en el pasillo y segundos más tarde irrumpieron en el apartamento un policía de paisano y dos agentes de uniforme. Entró al salón para saludarles y señaló con el dedo gordo por encima de su hombro para decirles:
—Por aquí, muchachos. —Estaba observando el cielo oscuro a través de la ventana cuando oyó las primeras exclamaciones de horror, seguidas de expresiones de náusea.
El policía de paisano fue el primero en recuperarse. Se dirigió hacia Lloyd y le soltó con descaro:
—¡Uay, vaya pastel! Usted es Lloyd Hopkins, ¿verdad? Yo soy Lundquist, de la comisaría de Hollywood.
Lloyd se giró para mirar a aquel hombre joven y alto, prematuramente canoso, e hizo caso omiso a la mano que le tendía. Le examinó abiertamente y decidió que era tonto e inexperto.
Lundquist se inquietó ante la mirada de Lloyd.
—Creo que estamos ante un robo chapucero, sargento —dijo—. Vi marcas de palanca en la puerta. Creo que tendríamos que empezar nuestra investigación averiguando qué ladrones usan métodos viol…
Lloyd sacudía la cabeza, lo que hizo callar al joven detective.
—Falso. Estas marcas de palanca son recientes. Los desgarros se habrían cubierto de moho si el presunto robo hubiera coincidido con el asesinato. La mujer lleva muerta por lo menos dos días. No, el ladrón era el tipo que llamó para denunciar el cadáver. Ahora escuche, el bolso de la mujer está sobre aquella silla. Tiene RH positivo. Aquí tengo también un libro con dos huellas dactilares parciales imprimidas en sangre. Llévelo al laboratorio y dígales a los técnicos que me llamen a casa tan pronto como obtengan los resultados, cualesquiera que sean. Quiero que se encarguen de los trámites y que luego precinte la casa. No quiero periodistas ni a los imbéciles de la tele. ¿Ha entendido?
Lundquist asintió con la cabeza.
—Bien. Ahora quiero que llame a la central y solicite un forense y un equipo de detección de huellas para que empolven este lugar de arriba a abajo. Quiero un trabajo completo. Luego dígale al forense que me llame a casa para darme el informe de la autopsia. ¿Quién es el mandamás de la comisaría de Hollywood?
—El teniente Perkins.
—Bien. Le llamaré. Dígale que llevo este caso como robo-homicidio.
—De acuerdo, sargento.
Lloyd regresó al interior del dormitorio. Los dos agentes miraban fijamente el cadáver y hacían bromas.
—Una vez tuve una novia que se le parecía —decía el policía de más edad—. Blood Mary. Sólo podía estar con ella dos semanas de cada mes, tanto le duraban las reglas.
—Eso no es nada —dijo el más joven—. Yo sé de un ayudante de la morgue que se enamoró de un cadáver. No quería permitir que el coronel la rajara; dijo que estropearía su romance.
El otro agente se echó a reír y encendió un cigarrillo con manos temblorosas.
—Mi mujer estropea el romance cada noche.
Lloyd se aclaró la garganta; sabía que los dos hombres bromeaban para mantener a raya su horror, pero de todos modos se sentía ofendido y no quería que Julia Lynn Niemeyer escuchara tales cosas. Revolvió en el interior del armario hasta encontrar una bata de terciopelo. Luego se dirigió a la cocina y cogió un cuchillo de sierra. Cuando regresó al dormitorio y se subió de pie sobre la cama, el policía joven dijo:
—Es mejor que la deje como está hasta que venga el coronel, sargento.
Lloyd respondió:
—Cállate la boca. —Y cortó la cuerda de nilón que ataba a Julia Niemeyer por el tobillo. Sostuvo sus miembros inertes y su torso violado entre sus brazos y se bajó de la cama, acunando la cabeza sobre su hombro. Sus ojos estaban inundados de lágrimas.
—Duerme, preciosa —dijo—. Yo encontraré a tu asesino. —Lloyd la depositó en el suelo y la cubrió con la bata. Los tres policías le miraron incrédulos—. Encárguense de los trámites —ordenó Lloyd.
Tres días más tarde, Lloyd se encontraba en la oficina central de Correos de Hollywood con la vista pegada a la pared que albergaba los casilleros de los apartados de correos que iban del 7500 al 7550, con el conocimiento de que Julia había mandado sus anuncios en compañía de una mujer alta y rubia de unos cuarenta años. El personal de las oficinas del L. A. Nite-Line y el L. A. Swinger habían identificado a la mujer asesinada a partir de la fotografía de su permiso de conducir, y recordaba claramente a su acompañante femenina.
Lloyd se inquietaba, pero controlaba su enojo reconsiderando todas las evidencias médicas sobre el asesinato. Primer hecho: Julia Lynn Niemeyer había muerto a causa de una dosis masiva de heroína, y mutilada después de muerta. Segundo hecho: Ninguno de los inquilinos del Aloha Regency había notado señales de lucha, ni tampoco sabían gran cosa sobre la víctima, que al parecer vivía de una renta que le habían dejado sus padres, muertos en un accidente de tráfico en 1978. Esta información se la había proporcionado el tío de la joven, que se había enterado del asesinato a través de los periódicos de San Francisco y había descrito a Julia como «una chica muy profunda, muy callada y muy inteligente, que no necesitaba gente a su alrededor».
El asesinato había tenido una gran repercusión en la prensa y se habían señalado similitudes con la matanza de Tate-LaBianca de 1969. Aquello había provocado un verdadero torrente de información no solicitada que desbordó la centralita del Departamento de Policía de Los Ángeles, y Lloyd había asignado a tres oficiales para que entrevistasen a aquellos informadores que no parecían ser chiflados. Las huellas dactilares impresas en sangre sobre la cubierta del libro, la única laguna de las pruebas físicas, habían sido analizadas por los expertos. Los resultados fueron introducidos en los ordenadores y mandados a los departamentos de policía de todos los estados de la nación, con resultados sorprendentemente negativos: Aquellos dedos índice y pulgar no podían ser atribuidos a nadie ni a ningún lugar, lo que representaba que el asesino nunca había sido arrestado, nunca había prestado servicio militar o civil, no se había casado ni había solicitado un permiso de conducir en treinta y siete de los cincuenta estados de Estados Unidos.
Lloyd se dio cuenta de que su hipótesis iba tomando la forma de lo que él llamaba el «Síndrome de la Dalia Negra», refiriéndose a un famoso asesinato con mutilación, en 1947, que nunca había sido resuelto. Estaba convencido de que Julia Lyn Niemeyer había sido asesinada por un hombre inteligente, de mediana edad, que nunca había cometido ningún asesinato, un hombre de escasa capacidad sexual que de algún modo había contactado con ella, cuya personalidad debía de haber despertado su psicosis oculta y que le condujeron a planear cuidadosamente el crimen. También sabía que el hombre era fuerte y capaz de maniobrar entre diversos estratos de niveles sociales: un ciudadano medio que también era capaz de conseguir heroína.
Lloyd se sentía tan impresionado por el asesino como por el reto que representaba su captura. Inspeccionó al azar la multitud que pululaba por la oficina de Correos y desvió de nuevo su mirada sobre el casillero 7512. Sentía crecer su impaciencia. Si la «mujer alta y rubia» no aparecía antes de la hora de comer, estaba decidido a forzar el buzón y arrancar la puerta de las bisagras.
Una hora más tarde apareció. Lloyd supo que era ella tan pronto como cruzó las amplias puertas de cristal y se dirigió con nerviosismo hacia las filas de casilleros. Era una mujer alta y de facciones marcadas cuyo aspecto era de un nerviosismo contenido con dificultad. Casi pudo sentir la tensión del cuerpo de la mujer cuando ésta miró con temor en todas las direcciones e introdujo la llave para sacar la correspondencia y salir a toda prisa.
Lloyd la alcanzó en el momento en que abría la puerta de un Pinto Hatchback aparcado en doble fila. Ella se giró al oír pasos tras de sí, y se cubrió la boca con una mano cuando vio la placa que Lloyd había puesto ante sus ojos. Trastornada por la placa, se desplomó sobre el coche y dejó caer las cartas sobre el asfalto.
Lloyd se agachó y las recogió.
—Oficial de policía —le dijo con calma.
—¡Dios mío! —exclamó ella—. ¿Brigada Antivicio?
—No, Homicidios. Es sobre el asesinato de Julia Lynn Niemeyer.
El rostro de la mujer se sonrojó de enojo.
—¡Jesús —dijo—, qué alivio! Pensaba llamarles. Imagino que debe usted querer charlar un rato, ¿verdad?
Lloyd sonrió; la mujer tenía un cierto ramalazo.
—No podemos hablar aquí —le dijo—, y no quiero obligarla a ir a una comisaría. ¿Le importa que vayamos a algún lado?
—No —respondió ella, y añadió «oficial» con un ligero desdén.
Lloyd le indicó que dirigiera su coche en dirección sur hasta Hancock Park. Por el camino se enteró de que ella se llamaba Joanie Pratt, de 42 años de edad, que había sido bailarina, cantante, actriz, camarera, Conejita del Playboy y modelo.
—¿Y ahora a qué se dedica? —le preguntó mientras entraban en el aparcamiento de Hancock Park.
—Es ilegal —dijo Joanie Pratt, sonriendo.
—No me importa —respondió Lloyd, devolviéndole la sonrisa.
—De acuerdo. Yendo Quaaludes y folio con tipos mayores y selectos que no quieren comprometerse.
Lloyd rió y señaló hacia una colección de dinosaurios de escayola que había sobre una loma cubierta de césped a poca distancia de los depósitos de asfalto.
—Vamos a charlar un rato —dijo.
Una vez estuvieron sentados sobre la hierba, Lloyd fue directo al grano y describió el cadáver de Julia Niemeyer con detalles espantosamente gráficos. El rostro de Joanie Pratt se tornó blanco, después rojo y empezó a sollozar. Lloyd no hizo nada por consolarla. Cuando calmó sus lágrimas, le dijo con suavidad:
—Quiero atrapar a ese animal. Estoy al tanto de los anuncios que usted y Julia publicaban en las revistas de sexo. No me importa si entre las dos se han follado a medio Los Ángeles, a los canguros del zoo de San Diego o la una a la otra. No me importa si vende droga, se la esnifa o se la chuta, o si se la da a los niños. Quiero saber todo cuanto usted sabe sobre Julia Niemeyer; su vida amorosa, su vida sexual y por qué puso los anuncios en aquellas revistas. ¿Ha comprendido?
Joanie asintió en silencio. Lloyd extrajo un pañuelo del bolsillo de su abrigo y se lo ofreció. Ella se secó el rostro y dijo:
—De acuerdo, es más o menos así. Hace unos tres meses me encontraba en la Biblioteca de Hollywood, devolviendo unos libros. Me fijé en una chica bonita que se encontraba junto a mí, mirando todos estos libros escolares de sexo: el Kraft-Ebbing, el Kinsey, el
Informe Hite. Le solté una broma a la chica, que resultó ser Julia. Bien, pues salimos, nos fumamos un cigarrillo y charlamos… sobre sexo. Julia me dice que está investigando sobre la sexualidad, que quiere escribir un libro. Yo le cuento mi curioso pasado y el negocio que me llevo entre manos: fiestas de folleteo. Es una especie de chapuza. Conozco a unos cuantos peces gordos, agentes de la propiedad inmobiliaria, a los que vendo droga a cambio de que me dejen subarrendar una de estas fantásticas casas cuando los propietarios están de viaje. Entonces pongo los anuncios en las revistas: fiestas sexuales de alto standing. Doscientos dólares por pareja, para que no venga gentuza. Les proporciono buena comida y drogas, música y algún espectáculo. Bueno, pues Julia… está obsesionada con el sexo, pero no folla…; es una escolar del sexo…
Joanie hizo una pausa y encendió un cigarrillo. Cuando Lloyd le dijo con nerviosismo «Continúe», ella prosiguió:
—Bueno, pues Julia dice que quiere entrevistar a la gente que va a mis fiestas. Yo le digo que «ni pensarlo». Esa gente paga un buen dinero por venir, y no quiero que una entrevistadora obsesa les importune. Así que Julia me dice: «Mira, tengo un montón de dinero. Yo pagaré a la gente para que venga a las fiestas y les entrevistaré como pago de admisión. De este modo les podré observar». De cualquier modo, ésta es la razón por la que Julia puso aquellos anuncios. La gente se puso en contacto con ella y se ofreció a pagarles la asistencia a las fiestas si consentían en ser entrevistados.
Lloyd se había quedado de piedra, mirando fijamente a los ojos pálidos de Joanie hasta que ésta empezó a agitar una mano frente a su rostro.
—Aterrice, sargento. Parece que acaba de llegar de Marte.
Lloyd sintió cómo los datos se ajustaban en su teoría. Apartó la mano de Joanie y le dijo:
—Prosiga.
—De acuerdo, hombre de Marte. Sea como fuera, Julia hizo las entrevistas y observó a la gente follar hasta ponerse morada. Escribió montones de notas y ya había completado el primer esbozo de su libro cuando le robaron los manuscritos, las notas y sus archivos. Ella dijo…
—¡¿Qué?! —gritó Lloyd
Joanie dio un salto hacia atrás, sobresaltada.
—Quieto ahí, sargento. Déjeme acabar. Ocurrió más o menos hace un mes. Le saquearon los manuscritos. También le robaron el estéreo, la tele y cien dólares en efectivo. Ella…
Lloyd la interrumpió.
—¿Informó a la policía?
Joanie sacudió la cabeza.
—No, yo le dije que no lo hiciera. Le dije que siempre podría reescribir su libro de memoria y hacer nuevas entrevistas. No quería que ningún policía metiera las narices en nuestros asuntos. Los polis son todos unos moralistas y me habrían desmontado la parada. Pero escuche: una semana antes de su muerte, Julia me dijo que tenía la impresión de que la estaban siguiendo. Siempre veía al mismo hombre en los lugares más extraños… en la calle, en restaurantes, en el mercado. Nunca la miraba ni nada parecido, pero ella tenía la impresión de que la perseguía.
Lloyd se quedó helado.
—¿Reconocía al hombre de alguna de las fiestas?
—Dijo que no podía estar segura.
Lloyd permaneció en silencio durante un largo rato.
—¿Tiene alguna de las cartas que Julia recibió?
Joanie sacudió la cabeza.
—No, sólo las que acabo de recoger.
Lloyd alargó la mano y Joanie sacó las cartas de su bolso. Él la miró fijamente mientras se daba golpes en la pierna con las cartas.
—¿Cuándo va a dar su próxima fiesta?
Joanie bajó la mirada.
—Esta noche.
Y Lloyd dijo:
—Bien. Voy a asistir. Usted será mi pareja.
La fiesta tenía lugar en un edificio de tres plantas cobijado al final de una calle sin salida en el lado de Valley de las colinas de Hollywood. Lloyd se había vestido con pantalones de pinzas, un cárdigan, camisa polo a rayas y un jersey de cuello barco anudado sobre su pistola recortada del 38, lo que hizo que Joanie exclamara:
—¡Por Dios, sargento! Esto es una fiesta de sexo y no un guateque de colegio. ¿Dónde está mi corsé?
—En mis pantalones —dijo Lloyd.
Joanie se echó a reír y le miró de arriba a abajo de reojo.
—Estupendo. ¿Quiere follar esta noche? No le faltarán ofertas.
—No, me reservo para la promoción de veteranos. ¿Quiere enseñarme el lugar?
Dieron una vuelta por la casa. Habían colocado todo el mobiliario del salón del comedor frente a las paredes, y las alfombras enrolladas y amontonadas en vertical junto a una hilera de mesas con entremeses, canapés y cócteles. Joanie dijo:
—Buffet y pista de baile. Hay un estupendo sistema de estéreo con altavoces repartidos por toda la casa. —Señaló con el dedo las instalaciones de luz que colgaban del techo—. El estéreo va conectado a las luces, así que ambos se ponen en funcionamiento al mismo tiempo. Es fantástico. —Tomó a Lloyd de la mano y le condujo escaleras arriba. Los dos pisos superiores albergaban dormitorios y salitas a ambos lados de un amplio distribuidor. Sobre las puertas abiertas había luces rojas que se apagaban y encendían, y Lloyd pudo ver que todo el suelo del espacio de cada habitación estaba cubierto de colchones con sábanas de seda color rosa.
Joanie le dio un golpecito en las costillas.
—Todo esto lo alquilo en un mercado que hay en Skid Row. Ellos se encargan de todo el trabajo pesado. Les doy diez dólares antes de la fiesta y veinte dólares más y una botella de tequila cuando vuelven a colocarlo todo en su sitio. ¿Qué pasa, sargento? Está frunciendo el ceño.
—No sé —dijo Lloyd—, pero es curioso. He venido en busca de un asesino, esta fiesta va probablemente contra la ley, y creo que estoy más feliz de lo que lo he estado durante mucho tiempo.
Media hora más tarde comenzaron a llegar los participantes. Lloyd le explicó brevemente a Joanie lo que quería: ella tenía que circular por la fiesta y señalarle todas aquellas personas que recordara que habían sido entrevistadas o que hubieran parecido interesadas en Julia Lynn Niemeyer. Tenía que informarle de todos los hombres que mencionaran a Julia o su reciente fallecimiento. También tenía que informarle de cualquier cosa que le pareciese oscura o incongruente, cualquier detalle que se escapara de su propia definición del carácter de su fiesta, «Buena música, buenas drogas y buen folleteo»; nadie tenía que enterarse de que él era un oficial de policía.
Lloyd se situó entre dos fornidos guaperas que supervisaban a los invitados que iban llegando y recogían sus invitaciones. Los asistentes, que acudían por parejas para asegurar una buena proporción de participantes, se le antojaron como la representación en microcosmos del millonario aburrido. Los mejores trajes de última moda, cuerpos en tensión, hombres de mediana edad temerosos de serlo, mujeres de aspecto duro y competitivo, descaradas como travestis. Mientras los matones cerraban las puertas tras los últimos invitados, Lloyd sintió que acababa de presenciar una perfecta representación impresionista del infierno. Como reacción se le había crispado la rodilla izquierda, y al regresar junto al buffet supo que iba a necesitar todo el amor de su moral protestante para no acabar odiándoles.
Decidió jugar el papel de macho cachondo. Cuando Joanie Pratt se le aproximó, le susurró al oído:
—Haz que parezca que estamos juntos.
Joanie cerró los ojos y Lloyd se inclinó despacio para besarla. Extendió las manos, la tomó por la cintura y la levantó unos centímetros sobre el suelo. Sus labios y lenguas se unieron y jugaron en perfecta unión. Una avalancha de silbidos y comentarios divertidos ahogaron el furioso latir del corazón de Lloyd, y cuando dio el beso por acabado y depositó a Joanie sobre el suelo, supo que había conquistado con amor a toda la asamblea.
—Eso es todo, amigos —dijo en tono socarrón, mientras daba golpecitos a Joanie en el hombro—. Que lo paséis muy bien. Yo tengo que subir arriba y descansar. —La ironía fue recibida con aplausos, y Lloyd subió corriendo las escaleras.
Encontró un dormitorio en el extremo más alejado del pasillo de la tercera planta y se encerró con llave por dentro. Se sentía orgulloso de su actuación, aunque algo avergonzado por lo fácil que había resultado y confundido por el hecho de que empezaba a gustarle lo que estaba ocurriendo abajo. Se sentó sobre las sábanas rosas y extrajo de su bolsillo las cartas que le había dado Joanie, la última correspondencia que había llegado al apartado 7512; había planeado repasarlas más tarde, con la ayuda de Joanie, pero ahora necesitaba trabajar para mantener a raya su angustiante ambivalencia.
Los dos primeros sobres contenían propaganda porno, desde cartas que anunciaban vibradores eléctricos hasta vestimentas sadomaso, el tercer sobre estaba escrito a mano. Lo observó más de cerca y vio que las letras estaban perfectamente encuadradas, escritas con bolígrafo y regla. Su mente se disparó y tomó el sobre por los bordes, con cuidado, y lo abrió con un gesto diestro con la uña. Dentro había un poema, escrito con trazos gruesos en tinta marrón. Lloyd inclinó la página a ambos lados. Había algo en la tinta que le inquietaba. Dejó que la hoja de papel se balanceara ante sus ojos y se dio cuenta de que la tinta parda empezaba a descamarse, dejando un rastro más claro. Deliberadamente rascó una estrofa, se olió el dedo y notó que su mente se encendía otra vez: el poema estaba escrito con sangre.
Lloyd forzó su mente a mantener la calma utilizando su método de respirar profundamente y obligándose a sí mismo a concentrarse en las líneas verticales de la manta que Penny le había tejido hacía dos Navidades. Después de mantener la mente en blanco durante varios minutos, empezó a leer las palabras trazadas en sangre:
Yo te liberé de tu pesar,
yo te robé como un ladrón,
yo te presto mi corazón,
para darte misericordia.
Tú me suplicaste que
pusiera fin a tu porfía
y a cambio yo te di mi vida.
Tu corazón es mi esposa,
tu perversión, mi carga
tu muerte, mi vida.
Leo tus palabras:
una senda hacia el infierno.
Apenado en lo más hondo
por el horror que has hallado;
por ti he sufrido más
que por ninguna otra.
Tú, la más inteligente,
la más amable, la peor
y la mejor.
Desfallecí en el momento
en que te otorgué el descanso.
Tributo de anónimo tránsito,
vivida vida encerrada
en el cáncer de una célula.
Sólo el amor de mi navaja
lo dispensa.
Indultado desde las puertas
de este ensangrentado
infierno.
Lloyd leyó el poema tres veces más y lo memorizó, apropiándose de las permutaciones de las palabras y regulando el latido de su corazón, el fluir de su sangre y sus ondas cerebrales. Recorrió la habitación y contempló su imagen en el espejo que cubría por completo la pared del fondo. No era capaz de decidir si era un guerrero protestante irlandés o una gárgola, pero tampoco le importaba; se veía situado en el vértice de las compulsiones del mal y por fin sabía precisamente por qué le había sido otorgada la condición de genio.
A medida que el poema le iba calando más hondo, empezaba a asumir dimensiones musicales, cadencias de las melodías pachangueras de todos aquellos antiguos programas de televisión que Tom le había hecho…
Las cadencias se acrecentaban y aquel «Vivida vida encerrada en una célula cancerosa» se transformó en una improvisación del tema para big-band de la canción «Texaco Star Theatre». De repente vio ante sí a Milton Berle, haciendo girar un cigarro puro contra sus dientes ennegrecidos. Lloyd dio un grito y cayó de rodillas, cubriéndose los oídos con ambas manos.
Se produjo un ulular y la música paró. Lloyd apretó con más fuerza las manos contra los oídos. «Cuéntame el cuento del conejo que desciende por el agujero», se repitió a sí mismo beatíficamente hasta que escuchó el crujido de ruidos parásitos que provenían del altavoz montado en una de las paredes del dormitorio. Sus gemidos se transformaron en risotadas de alivio. Se trataba de una radio.
En la mente de Lloyd se asentaron pensamientos racionales de lucha. Si desconectaba unos cuantos cables y hacía girar unos pocos botones, podría desarmar la fuente central de música. Los participantes podían perfectamente follar sin la música; de cualquier modo, todo aquello era ilegal.
Dobló el poema con cuidado para introducirlo en el sobre, lo guardó en su bolsillo y se dirigió hacia las escaleras, con las manos apretadas contra sus caderas, retorcidas en los bolsillos de su pantalón. Hizo caso omiso a las parejas que fornicaban de pie en los umbrales de las puertas y se concentró en los temblorosas luces carmesí que iluminaban el pasillo. Las luces eran la realidad, la antítesis benigna de la música, y si conseguía que le guiaran hasta el sistema estereofónico, estaría a salvo.
La planta baja era un remolino macizo de cuerpos desnudos que se movían al compás de la música. Miembros rítmicos y abandonados oscilaban en el aire, sin prestar atención al compás, acariciando pieles, deteniéndose en breves caricias antes de ser arrastrados por el remolino general. Lloyd se abrió paso entre la barahúnda de manos y brazos que le tocaban y le tiraban. En el extremo opuesto del salón vio el aparato estereofónico y a Joanie Pratt que escudriñaba entre una pila de discos; estaba completamente vestida y se le antojó como un faro de salvación en un mundo de ruidos dementes.
—¡Joanie!
Le espantó el tono de alarma de su propia voz. Se abrió camino a sacudidas para huir de la música, entre cuerpos que se apartaban a su paso. Atravesó la cocina a toda prisa, recorrió pasillos apenas iluminados y salió a un patio sumido por completo en la oscuridad y envuelto en un silencio estremecedor. Cayó de rodillas y se dejó abrazar por el silencio de la noche y el aroma de los eucaliptos.
—¿Sargento?
Joanie Pratt estaba arrodillada a su lado. Le acarició la espalda y le dijo:
—¡Dios mío! ¿Se encuentra usted bien? La cara que ponía en la pista de baile… Nunca había visto nada igual.
Lloyd se esforzó eri reír.
—No se preocupe por esto. No puedo soportar los ruidos fuertes ni la música. Es una vieja manía.
Joanie señaló con un dedo a su sien y le dio vueltas.
—Tiene unos cuantos tornillos sueltos. ¿Lo sabía?
—No me hable de este modo.
—Lo siento. ¿Tiene esposa e hijos?
Lloyd asintió con la cabeza y se puso en pie. Ayudó a Joanie a levantarse y dijo:
—Diecisiete años de matrimonio y tres hijas.
—¿Va bien?
—Las cosas están cambiando. Mis hijas son maravillosas. Yo les cuento historias, pero mi mujer me odia por hacerlo.
—¿Por qué? ¿Qué clase de historias?
—Da igual. Cuando tenía ocho años mi madre me contaba historias que me salvaron la vida.
—¿Qué clase de…?
Lloyd sacudió la cabeza.
—No, déjeme cambiar de tema. ¿Ha oído algo en la fiesta? ¿Ha mencionado alguien a Julia? ¿Se ha fijado en algo extraño, fuera de lo normal?
—No, no y no. Julia utilizaba un nombre falso para entrevistar a la gente, y en los periódicos publicaron una foto muy mala. Dudo de que alguien haya relacionado el caso.
Lloyd tomó en consideración aquellas palabras.
—Lo creo —dijo—. Mi instinto me dice que el asesino no vendría a este tipo de fiestas. Le parecerían horribles. Aún así, quiero cubrir todos los ángulos. En una de las cartas que me dio había un poema. Lo había escrito el asesino, estoy seguro. El poema hacía vagas referencias a otras víctimas, así que estoy seguro de que ha matado a más de una mujer. —Cuando vio que el rostro de Joanie se quedaba atónito, prosiguió—: Necesito que me haga una lista de los habituales en sus fiestas.
Joanie ya estaba sacudiendo la cabeza con frenesí. Lloyd la agarró por el hombro y le dijo con suavidad:
—¿Quiere que este animal vuelva a cometer otro asesinato; y lo que es más, salvar vidas inocentes o el anonimato de un puñado de imbéciles viciosos?
Unas risotadas histéricas que provenían del interior de la casa acompañaron la respuesta de Joanie.
—No hay elección, sargento. Vayamos a mi casa; tengo un archivo dé todos mis clientes habituales.
—¿Y qué hay de su fiesta?
—Al infierno con ella. Voy a encerrar con llave a los invitados. ¿Su coche o el mío?
—El mío. ¿Es una invitación?
—No, es una proposición.
Más tarde, cuando ambos ya estaban demasiado llenos el uno del otro como para dormir, Lloyd jugaba con los pechos de Joanie, los apretaba y empujaba, dándoles diferentes formas y recorría sus dedos con suavidad alrededor de los bordes de los pezones.
Joanie se rió y dijo sotto voce:
—Du-ua, ua-ua, du-ran-ran.
Lloyd le preguntó qué significaban aquellos extraños ruidos y ella respondió: «Había olvidado que nunca escucha música».
—De acuerdo. Llegué aquí desde Saint Paul, Minnesota, en 1958. Tenía dieciocho años. Lo tenía todo planeado: Iba a ser la primera estrella femenina del rock and roll. Era rubia, tenía tetas y creía que sabía cantar. Me bajo del autobús en Fountains and Vine y me pongo a andar hacia el norte. Detrás del bulevar veo la torre de Capitol Records y me imagino que es un mensaje, así sin pensármelo dos veces subo al edificio con la maleta en la mano, vestida con un traje de fiesta con miriñaque y zapatos de tacón en el día más frío del año.
Como sea, me siento en la sala de espera y me pongo a mirar todos aquellos discos de oro que tenían en las paredes. Pienso: «Algún día…». Como sea, aparece un tipo y me dice: Soy Pluto Maroon. Soy agente. Capital Records no está hecho para ti. Vamos a dar una vuelta». Yo dijo: «¿Qué?», y nos vamos a dar una vuelta. Pluto me dice que un colega-guay suyo está rodando una peli-guay en Venice. Nos vamos para allí en su Cadillac. El colega de Pluto es Orson Welles. No mierda, sargento. Es el jodido Orson Welles. Está rodando Touch of Evil y Venice está literalmente invadida por la gente de su equipo.
»Enseguida me doy cuenta de que Orson es condescendiente con Pluto, que le tiene por un majara, una especie de bufón picaresco y divertido. De cualquier modo, Orson le dice a Pluto que le consiga unos cuantos extras, gente del lugar que esté dispuesta a andar todo el día por ahí a cambio de unos cuantos dólares y comida. Así que Pluto y yo nos vamos andando por el paseo marítimo. ¡Qué revelación! ¡La inocente Joanie de Saint Paul entre beatniks, jonkis y genios!
»En fin, que entramos en una librería beatnik. Detrás del mostrador hay un chico que parece el Hombre Lobo. Pluto le dice: ‘¿Quieres trabajar para Orson Welles y ganarte una pasta?’. El chico dice: ‘De puta madre’, y nos largamos por el paseo recolectando por el camino a una tribu increíble de colgados.
»Bueno, pues el Hombre Lobo me echa el ojo encima y me dice: ‘Soy Marty Mason’, dice: ‘Soy cantante’. Yo pienso: ‘Mira por donde’, y le dijo: ‘Yo soy Joanie Pratt, y también soy cantante’. Marty dice: ‘Canta du-ua, ua-ua, du-ran-ran’ diez veces. Lo hago y él me dice: ‘Esta noche toco en San Bernardino. ¿Quieres hacer los coros?’ Yo le dijo: ‘¿Qué tengo que hacer’, y Marty dice: ‘Cantar du-ua, ua-ua, du-ran-ran’.
»Y así lo hice. Durante diez años canté: ‘Du-ua, ua-ua, du-ran-ran’. Me casé con Marty, y él se convirtió en Marty Monster Mason y montó el grupo de los Monster Stomp, aprovechando su aspecto de hombre lobo. Durante un par de años fuimos la pareja ideal. Luego, Marty se colgó del caballo y nos divorciamos. Ahora yo soy una especie de mujer de negocios y Marty está en tratamiento de mantenimiento con metadona y trabaja de cocinero en un Burger King de Valley, y todavía sigue el ‘du-ua, ua-ua, du-ran-ran’.»
Joanie suspiró, encendió un cigarrillo y le lanzó aros de humo a Lloyd, que estaba trazando dibujos en sus muslos y pensando en la lección de existencialismo que acababa de escuchar. Deseoso de saber la interpretación de Joanie, le preguntó:
—¿Qué quiere decir?
Ella respondió:
—Cuando las cosas andan mal o me dan miedo, o que tal vez vayan a ir mejor, me pongo a cantar «dua-ua, ua-ua, du-ran-ran», y todo parece volver a tener sentido, o por lo menos ya no me da tanto miedo.
Lloyd sintió que una pequeña parte de su corazón se separaba y se desplazaba a Venice en el invierno del 58.
—¿Puedo volver a dormir contigo alguna otra vez?
Joanie le tomó la mano y la besó:
—Siempre que quiera, sargento.
Lloyd se levantó y se vistió, luego tomó el archivo y lo apretó contra su pecho.
—Seré muy discreto con esto —dijo—. Haré que todos los interrogatorios necesarios los hagan agentes muy educados y competentes.
—Confío en usted —dijo Joanie.
Lloyd se iclinó y la besó en la mejilla.
—He memorizado tu número de teléfono. Te llamaré.
Joanie se reclinó con el beso.
—Tenga cuidado, sargento.
El amanecer llegaba y Lloyd se dirigió hacia el centro de la ciudad, hasta Parker Center, sintiéndose bullir de determinación. Tomó el ascensor hasta el cuarto piso donde se encontraba la sala de computadores. Había un solo operador de servicio. El hombre levantó la vista de su libro de ciencia ficción cuando vio que Lloyd se acercaba y se preguntó si tendría ocasión de conversar con el gran detective al que llamaban el Cerebro. Cuando vio la mirada de Lloyd decidió que no era el momento oportuno.
Lloyd le dijo con brusquedad:
—Buenos días. Quiero copias de todos los homicidios de mujeres no resueltos en el condado de Los Ángeles en los últimos cinco años. Voy a estar arriba, en mi despacho. Llame a la extensión 1179 tan pronto como tenga la información.
Lloyd se despidió y subió andando los dos tramos de escalera que le separaban de su despacho. El cubículo estaba oscuro y silencioso. Se dejó caer en la silla y se durmió de inmediato.