CAPÍTULO CUATRO

El sargento Lloyd Hopkins celebró el diecisiete aniversario de su ingreso en el Departamento de Policía de Los Ángeles, del mo­do habitual: cogió una copia de computador de los crímenes más recientes y de los informes de los interrogatorios de la División Rampante, y se dirigió a su viejo barrio para respirar el pasado y el presente desde la ventaja que le conferían sus diecisiete años de protector de la inocencia.

Aquel día de octubre había amanecido con niebla y escaso de calor. Sacó su coche del parking de Parker Center y se dirigió a Sunset, hacia el oeste. Por el camino, evocaba los recuerdos de una década y media y la realización de sus sueños más importan­tes: su trabajo, su esposa y sus tres maravillosas hijas. El trabajo, emocionante y triste en exceso; su matrimonio, firme, consecuente con lo firmes que se habían vuelto él y Janice; sus hijas, puro gozo, y en sí mismas una razón de existir. Lo único que echaba en falta eran los sentimientos exultantes, pero había asumido su ausencia con la magnanimidad de la nostalgia. Tenía cuarenta años y no veintitrés. Si había aprendido algo en sus diecisiete años de policía era que las propias esperanzas disminuían cuando uno se daba cuenta de lo absolutamente jodida que estaba la gran masa de la humanidad, y que uno tenía que armarse de cientos de dis­cursos aparentemente contradictorios para mantener vivos los sue­ños más importantes.

Que estos discursos fueran siempre mujeres, y una violación di­recta de los votos de su matrimonio presbisteriano, constituía la ironía fundamental, pensó, mientras se paraba en el semáforo de Sunset y Echo Park y subía la ventanilla para no oír el ruido de la calle. Una ironía que la firme y fiel Janice nunca sería capaz de comprender. Con la sensación de que sus pensamientos se esta­ban precipitando, embistió hacia adelante, y con voz ansiosa, para sí mismo, dijo: «No funcionaría entre nosotros, Janice, si no pu­diera descargarme de este modo. Se irían acumulando pequeñeces y yo explotaría. Y tú me odiarías, y las niñas también. Es por esto que lo hago. Es por esto que… »; Lloyd no fue capaz de pro­nunciar un «te engaño».

Apartó de su mente aquellas disquisiciones y aparcó frente a una tienda de licores, luego extrajo de su bolsillo las copias del infor­me y se puso a pensar.

Las hojas eran de un rosa pálido, con letras negras, y unas per­foraciones aparentemente fortuitas en los bordes. Lloyd las hojeó y las compuso en orden cronológico, empezando por las fechadas en el 15 del 9 del 82. Comenzó por los informes criminales y dejó vagar su perfectamente controlada mente sobre las breves reseñas de robos, atracos, violaciones, hurtos y vandalismos. Las descrip­ciones de los sospechosos y de las armas, desde fusiles a bates de béisbol, estaban narradas en frases crispadas y muy abrevia­das. Lloyd releyó tres veces los informes criminales y sintió cómo los disparatados hechos y personajes quedaban grabados en lo más profundo de su mente a cada lectura. Bendijo a Evelyn Wood y a su método que le permitía tragarse la letra escrita a una media de tres mil por minuto.

A continuación tomó los folios de interrogatorios. Eran infor­mes de personas a las que se había parado en la calle, se las había retenido brevemente, interrogado y después soltado. Leyó cuatro veces aquellas hojas, sabedor en cada lectura de que quedaba una conexión por hacer. Estaba a punto de echar otro vistazo a cada grupo de copias cuando se percató de la ilusión oculta que le esta ba llamando a gritos. Recorrió con furia las hojas de papel rosa hasta dar con lo que buscaba: Informe 10691, 6-10-82. Robo a mano armada.

Aproximadamente a las 11. 30 de la noche del martes, 6 de octu­bre, el Bar Black Cat, de la esquina entre Sunset y Vendóme, fue atracado por dos mexicanos, de edad indeterminada, pero presu­miblemente jóvenes. Llevaban medias de seda para ocultar sus fac­ciones y llevaban revólveres «grandes». Vaciaron la caja registra­dora antes de obligar al propietario que cerrara el bar. Luego for­zaron a los clientes a tumbarse en el suelo y les quitaron las carteras, billeteras y joyas. Se marcharon inmediatamente después, advirtiendo a sus víctimas que los «refuerzos» estarían ante la puer­ta, armados con un rifle, durante veinte minutos. Cinco minutos más tarde, el propietario salió a la calle. No había tales «refuerzos».

«Estúpidos idiotas —pensó Lloyd—, arriesgarse por unos mise­rables dólares.» Releyó el informe de interrogatorios, formulado por un patrullero de la División Rampante: «7-10-82, 1. 05 a. m. Interrogué a dos sospechosos frente a un restaurante en el 2269 de Tracy. Bebían vodka sentados sobre un último modelo de Foerebird, matrícula HBS 027. Explicaron que el coche no era suyo, pero que vivían en la casa de enfrente. Mi compañero y yo les registramos. Estaban limpios. El nombre del oficial estaba impre­so debajo.

Lloyd dio vueltas en su cabeza a la última parte de la infor­mación y pensó que era triste que él tuviese un conocimiento más íntimo de un barrio que los policías que lo patrullaban. Desde sus días en la escuela secundaria, hacía unos veinte años, el número 2269 era un antro de mala vida, desde que fuera un refugio para ex estafadores. El crismático ex gángster que había efectuado las operaciones en el Registro de la Propiedad, había hecho un des­falco en las oficinas locales de la Seguridad Social, antes de ven­der la casa a un antiguo colega de Folsom, para luego desaparecer sin dejar rastro. El colega pronto contrató a un buen abogado pa­ra no perder la casa. Ganó la batalla judicial y se dedicó a vender droga de calidad entre las paredes de madera de aquella vivienda. Lloyd recordaba cómo sus compañeros de escuela habían compra­do papelas allí, a finales de los años cincuenta. Sabía que la casa había sido vendida a toda una sucesión de maleantes locales y que en el vecindario le habían dado el nombre de La Mansión de los Gángsteres.

Lloyd se fue hasta el Bar Black Cat. El propietario le identificó enseguida como policía.

—¿Sí, oficial? —dijo—. Ninguna queja, espero.

—Ninguna —dijo Lloyd—. He venido por el robo del 6 de oc­tubre. ¿Estaba usted en el bar aquella noche?

—Sí, estaba aquí. ¿Han encontrado alguna pista? Vinieron dos detectives al día siguiente, pero eso fue todo.

—Ninguna pista verdadera, todavía. ¿Sabe usted…? —Lloyd se vio interrumpido por el sonido de una máquina de discos que se puso en marcha, entonando una melodía—. ¿Le importaría apa­gar esto? —dijo—. No puedo competir con una orquesta.

El barman se echó a reír.

—No es una orquesta, son los Disco Doggies. ¿No le gustan?

Lloyd no supo si el hombre estaba tratando de ser amble o si coqueteaba con él; era difícil entender a los homosexuales.

—Tal vez no estoy al día. Párelo, ¿de acuerdo? Ahora mismo.

El hombre captó el tono de la voz de Lloyd y obedeció, crean­do una pequeña conmoción al alzar la palanca de la máquina de música. Cuando regresó a la barra dijo, con cautela:

—¿Qué es lo que quiere saber?

Aliviado por el cese de la música, Lloyd le respondió:

—Una sola cosa. ¿Está usted seguro de que los asaltantes eran mejicanos?

—No, no estoy seguro.

—Vio usted…

—Llevaban máscaras, oficial. Lo que les dije a los policías fue que hablaban un inglés con acento mejicano. Esto es lo que dije.

—Gracias —respondió Lloyd, y salió a toda prisa hacia su coche.

Se dirigió directamente al 2269 de la calle Tracy, a la Mansión de los Gángsteres. Tal como había esperado, la casa estaba desier­ta. El polvo, las telarañas y condones usados cubrían el destarta­lado suelo de madera, y había unos grupos de pisadas que estaba claro que eran recientes. Todas las instalaciones estaban desmon­tadas y el suelo cubierto de goteras corrosivas. Lloyd abrió los armarios y cajones, pero tan sólo encontró polvo, telarañas y res­tos de comida podridos e infestados de gusanos. Luego abrió una panera decorada con motivos florales y dio un salto y profirió una exclamación cuando vio lo que había encontrado: una caja de cas­quetes de bala Remington de calibre 38 y dos pares de medias. Lloyd volvió a exclamar:

—¡Gracias, lugares de mi juventud!

Varias llamadas al Registro de Vehículos de Motor de Califor­nia y a la sección de Información del Departamento de Policía de Los Ángeles, confirmaron su tesis. Un Pontiac Firebird de 1979, con número de matrícula HBS 027, estaba registrado a nombre de Richard Douglas Wilson, que vivía en la calle Saticoy n. ° 11879, Van Nuys. En información le proporcionaron el resto: Richard Dou­glas, blanco, de treinta y cuatro años de edad, había sido conde­nado dos veces por robo, y acababa de salir de la cárcel de San Quintín, tras cumplir tres años y medio de una condena de cinco.

Acomodado en aquella insonora cabina telefónica y con el cora­zón latiéndole a toda velocidad, marcó un tercer número, el del hogar de su antiguo mentor y actual seguidor, el capitán Arthur Peltz.

—¿Holandés? Soy Lloyd. ¿Qué estás haciendo?

Peltz bostezó ante el auricular.

—Estoy echando un sueñecillo, Lloyd. Hoy es mi día libre. Soy un hombre viejo y necesito echarme una siesta por la tarde. ¿Qué ocurre? Pareces excitado.

Lloyd se rió.

—Estoy excitado. ¿Quieres atrapar a un par de atracadores a mano armada?

—¿Nosotros dos solos?

—Sí, ¿qué pasa? Lo hemos hecho un millón de veces.

—Por lo menos un millón, más bien un millón y medio. ¿Te apuestas algo?

—Sí. Y estos tipos están en Van Nuys. ¿Nos vemos en la esta­ción de Van Nuys dentro de una hora?

—Allí estaré. ¿Te das cuenta de que si esto es una trola tendrás que invitarme a cenar?

—En el sitio que tú escojas —dijo Lloyd, y colgó el teléfono.

Arthur Peltz había sido el primer policía de Los Ángeles en re­conocer y anunciar el genio de Lloyd Hopkins. Ocurrió cuando Lloyd tenía veintisiete años de edad y era patrullero en la División

Central. Corría el año 1969, y la era hippie del amor y de las buenas vibraciones empezaba a mermar, dejando una secuela de jóvenes indigentes y drogadictos que deambulaban por las zonas más pobres de Los Ángeles, mendigaban unas monedas o robaban en los comercios, dormían en los parques, en solares o en porta­les, y generalmente contribuían al aumento de arrestos menores y por posesión de narcóticos.

Era corriente el miedo a los hippies entre los ciudadanos rectos de Los Ángeles, particularmente después de que los asesinatos de Tate y LaBianca fueran atribuidos a Charles Manson y su melenu­da banda. El Departamento de Policía de Los Ángeles se vio in­ducido a ajustarles las cuentas a los destituidos trovadores del amor, cosa que de hecho hizo, a base de redadas en los territorios hip­pies, de parar con frecuencia a vehículos con melenudos de aspec­to furtivo y, generalmente, haciéndoles saber que en Los Ángeles eran PERSONAE NON GRATAS. Los resultados habían sido satisfacto­rios. Se produjo una tendencia general entre los hippies a rehuir la vida en el exterior y a tomárselo con calma. Pero fue entonces cuando cinco jóvenes de pelo largo murieron acribillados a bala­zos en las calles de Hollywood, en un período de tres semanas.

El caso le fue asignado al sargento Arthur Peltz, alias el Holan­dés, que por aquel entonces tenía cuarenta y un años y trabajaba en Homicidios. Tenía muy poco con que trabajar, excepto la fuer­te intuición de que los asesinos de los mal informados jóvenes es­taban relacionados con las drogas y que las supuestas «marcas ri­tuales» halladas en sus cuerpos —una H grabada a cuchillo— no eran sino meros subterfugios.

Las investigaciones en torno al pasado reciente de las víctimas no dieron ningún resultado; eran transeúntes en una cultura de tran­seúntes. El Holandés se sentía frustrado, así que decidió pasar sus dos semanas de vacaciones sumergido en su caso. Regresó de su pesca en Oregon con la mente despejada, espiritualmente renova­do y complacido de saber que no había nuevas víctimas del Caza­dor de Hippies, como había denominado la prensa al presunto ase­sino. Pero en Los Ángeles estaban ocurriendo cosas espantosas. Habían llenado el fregadero con un brown sugar mejicano de ex­cepcional calidad, de procedencia desconocida. Su instinto le dijo al Holandés Peltz que aquella arremetida de heroína y los asesinos estaban conectados entre sí. Pero no tenía ni la menor idea de cómo.

En el transcurso de una noche fría, en aquella misma época, el oficial Lloyd Hopkins le dijo a su compañero que le apetecía comer dulces, y sugirió parar ante un mercado o una tienda de licores y comprar galletas o pasteles. Su compañero sacudió la ca­beza; no había nada abierto a aquellas horas, excepto un puesto de Donuts Desgracias, le dijo. Lloyd sopesó los pros y los contras de su rabioso apetito de dulces versus los peores donuts del mun­do, servidos por hoscas u obsequiosas camareras.

Venció su dulce apetito, pero no había camareras (wetbacks)[1]. El rostro de Lloyd se ensombreció mientras tomaba asiento en la barra. Todo el mundo sabía que Donuts Desgracias (o Donuts De­licias, ¡abierto toda la noche!) no contrataba más que a trabaja­dores ilegales en todas sus sucursales. La política del propietario de la cadena, Moris Dreyfus, una antiguo gángster, era la de con­tratar ilegales y pagarles por debajo del salario mínimo, pero sol­ventaba la diferencia proporcionándoles alojamiento en una de sus muchas casas de vecindad de la Southside.

Lloyd observaba cómo un hippie malcarado le servía una taza de café y tres donuts glaseados, y luego se metía en una habita­ción trasera dejando la barra desatendida. Oyó susurros furtivos, seguidos de un portazo y un ruido de un motor de coche al poner­se en marcha. Momentos más tarde, reapareció el hippie, que re­huyó la mirada de Lloyd. Éste se dio cuenta de que había algo más tras su uniforme azul, que algo andaba mal.

Al día siguiente, armado de un ejemplar de las Páginas Amari­llas de Los Ángeles, un Lloyd vestido de paisano, recorrió un cir­cuito por veinte Donuts Desgracias, y vio que todas las sucursales estaban atendidas por blancos de pelo largo. Dos veces se sentó para tomar café, permitiendo que el camarero viera, como por ca­sualidad, su pistola del 38 fuera de servicio. En ambos casos, la reacción fue de absoluto y frío terror.

«Drogas», se dijo Lloyd a sí mismo mientras regresaba a casa por la noche. «Droga. Droga. Pero cualquier hombre de la calle vería que un tipo tan alto y cuadrado como yo tiene que ser un policía. Estos dos chicos lo captaron en el mismo instante en que entré por la puerta. Pero fue mi pistola lo que les aterrorizó.

Y en aquel momento pensó en el Cazador de Hippies y el apa­rentemente inconexo influjo de heroína. Cuando llegó a casa, lla­mó a la comisaría de Hollywood, dio su nombre y número de pla­ca y solicitó hablar con algún oficial de Homicidios.

El Holandés Peltz se sintió más impresionado por el alto y joven agente en sí mismo, que por el hecho de que ambos hubiesen esta­do investigando en líneas casi idénticas. En aquel momento tenía una hipótesis: aquel M. Dreyfus distribuía droga a través de sus puestos de donuts, y que, de algún modo, habían muerto unos hombres a causa de este hecho. Pero fue el joven Hopkins, inne­gablemente dotado de un instinto brillante hacia el lado oscuro de la vida, quien le tenía impresionado.

Durante horas, Hopkins escuchó cómo Lloyd le explicaba sus deseos de proteger la inocencia y de cómo había entrenado su ce­rebro para captar conversaciones en ruidosos restaurantes, y cómo era capaz de leer el movimiento de los labios y memorizar, inclui­dos el tiempo y el lugar, cualquier cara que viera durante un solo segundo. Cuando regresó a su casa, Peltz le dijo a su madre:

—Esta noche he conocido a un genio. Creo que nunca volveré a ser el mismo.

Resultó ser una observación profética.

Al día siguiente, Peltz empezó a investigar en los asuntos finan­cieros de Morris Dreyfus. Se informó de que Dreyfus había estado cambiando sus acciones por efectivo y que estaba contactando con antiguos miembros de su banda con ofertas de venta de la cadena Donuts Delicias, a un precio regalado. Una investigación ulterior demostró que Dreyfus había solicitado un pasaporte, recientemen­te, y que había vendido sus casas de Palm Springs y Lake Arrowhead.

Peltz empezó a vigilar a Dreyfus, observando cómo hacía ron­das por todos sus puestos de donuts, cómo se llevaba a la habita­ción trasera a sus camareros melenudos para marcharse un mo­mento después. Una noche, Peltz y un veterano agente de Narcóti­cos siguieron a Dreyfus hasta la casa que en el Cañón Benedict tenía Reyes Medina, un mejicano que se sabía que era el contacto entre las plantaciones de adormidera del sur de Méjico y la veinte­na de distribuidores de heroína. Dreyfus permaneció en el interior de la casa durante dos horas, y cuando salió parecía perturbado.

A la mañana siguiente, Peltz fue hasta el Donuts Delicias de la esquina de las calles 43 y Normandie. Aparcó en la acera de enfrente y aguardó a que el local estuviera vacío de clientes. En­tonces, entró y enseñó su placa al camarero, diciéndole que quería información y no precisamente servida en un donut. El joven tra­tó de escapar por la puerta trasera, pero Peltz lo agarró y lo tum­bó en el suelo, musitando:

—¿Dónde está el caballo? ¿Dónde tienes escondido el condumio, maldito hippie? —hasta que éste empezó a vomitar la historia que Peltz quería oír.

Morris Dreyfus se dedicaba a proveer de heroína a los camellos de nivel medio del lugar, quienes se la ventilaban con grandes be­neficios. Lo que Peltz no se esperaba era la noticia de que Drey­fus se estaba muriendo de cáncer y que estaba reuniendo capital para financiarse los tratamientos exorbitantemente caros de un mé­dico brasileño. Todo el mundo sabía que las ventas de droga en todos los puestos de Donuts Delicias se acabarían a la semana si­guiente, cuando pasara a manos del nuevo propietario. El jefazo estaría de camino al Brasil, y todos los camareros camellos serían puestos en contacto con un «mejicano rico» que les proporciona­ría sus «indemnizaciones» de despido.

Después de descubrir cien gramos de heroína bajo un armario, Peltz esposó al joven y se lo llevó a la prisión central, donde fue apresado como testigo de cargo. Después, Peltz tomó un ascensor hasta el octavo piso de la División de Narcóticos del Departamen­to de Policía de Los Ángeles.

Dos horas más tarde, tras obtener una orden de busca y captu­ra, cuatro agentes armados de fusiles entraron en el domicilio de Morris Dreyfus y le arrestaron por posesión de heroína, venta de drogas peligrosas y conspiración criminal. Una vez en su celda car­celaria, haciendo caso omiso de los consejos de su abogado, Mo­rris Dreyfus estableció la conexión que convenció al Holandés, con­tra toda duda, de la genialidad de Hopkins; en un tono sumiso, Dreyfus contó que un «escuadrón asesino» de militantes extranje­ros ilegales le pedía 250.000 dólares para liquidar en masa a toda su plantilla de inmigrantes. Mataban a los hippies como táctica de terror, y su selección al azar era un ardid para evitar que se sospechara de la cadena Donuts Delicias.

A la mañana siguiente una docena de agentes especiales acordo­naron el bloque de viviendas del número 1100 de la calle Wabash, en el distrito este de Los Ángeles. Los oficiales, ataviados con cha­lecos antibalas, rodearon el edificio que albergaba al escuadrón ase­sino. Armados con AK-47 completamente automáticos, irrumpie­ron por la puerta principal y dispararon en señal de aviso sobre las cabezas de cuatro hombres y tres mujeres que desayunaban en silencio. Los siete personajes se dejaron esposar con estoica sumi­sión, y se mandó a un equipo de búsqueda para que registrara el resto del edificio. Se arrestó a un total de once inmigrantes ile­gales. Tras una serie intensiva de interrogatorios, tres de los hom­bres confesaron los crímenes de Hollywood. Se les imputó un quin­tuple asesinato en primer grado y se les condenó a cadena perpetua.

El día después de las confesiones, el Holandés Peltz salió al en­cuentro de Lloyd Hopkins. Le encontró en el aparcamiento de la División Central cuando salía de su servicio. Mientras abría la puer­ta de su coche, Lloyd sintió un golpecito en su hombro. Al girar­se, vio cómo Peltz, que sacudía los pies con nerviosismo, le con­templaba con una mirada que se le antojó de puro amor.

—Gracias, muchacho —dijo el policía de más edad—. Me has transformado. Voy a decirles a todos…

—Nadie le creería —interrumpió Lloyd—. Déjelo como está.

—¿No quieres que…?

—Usted ha hecho el trabajo, sargento. Yo tan sólo he aportado la teoría.

Peltz se echó a reír hasta el punto que Lloyd creyó que le iba a dar un ataque cardíaco. A medida que su risa se calmaba, Peltz recobró el aliento y dijo:

—¿Quién eres?

Lloyd estiró la antena de su coche y respondió:

—No lo sé. Juro a Cristo que no lo sé.

—Puedo enseñarte cosas —dijo el Holandés Peltz—. Llevo once años en Homicidios. Puedo ofrecerte un montón de información sólida y práctica, el resultado de toda una experiencia.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó Lloyd.

Peltz se tomó unos instantes para considerar la pregunta.

—Creo que tan sólo quiero conocerte —dijo.

Los dos hombres se miraron en silencio. Luego, Lloyd le tendió lentamente ambas manos y sus destinos quedaron sellados.

Ahora Lloyd era el maestro; de hecho, lo había sido desde el principio. El Holandés aportaba conocimiento y experiencia en for­ma de anécdotas y Lloyd hallaba la verdad humana oculta y la amplificaba. Se habían pasado cientos de horas conversando, desenterrando viejos crímenes y discutiendo temas tan diversos co­mo los vestidos de las mujeres y de qué modo reflejaban su ca­rácter, o los ladrones con perro, que utilizaban a sus animales co­mo subterfugio. Ambos descubrieron refugios el uno en el otro; Lloyd sabía que había encontrado al único poli que nunca le mi­raría con extrañeza cuando él mostrara rechazo ante el ruido de una radio, ni se molestaría cuando insistiera en hacerlo a su mo­do; el Holandés sabía que había encontrado al intelecto supremo de la policía. Cuando Lloyd hubo pasado el examen de sargento, fue el Holandés quien movió influencias para que lo destinaran a la División de Homicidios, llamando a colegas que le debían al­gún favor.

A partir de entonces, fue cuando el intelecto de Lloyd Hopkins pudo manifestarse y producir resultados sorprendentes. En un pe­ríodo de cinco años, dio pie al mayor número de arrestos crimina­les y condenas registrados en el historial de un oficial de toda la historia del Departamento de Policía de Los Ángeles. La reputa­ción de Lloyd creció hasta el punto de que se le hacían consultas, se le confirió autonomía casi absoluta y se ganó el respeto de in­cluso los agentes más tradicionalistas y rígidos. Y el Holandés vio con orgullo cómo todo esto sucedía, contento de abrigarse a la augusta luz del genio de un hombre al que apreciaba más que su propia vida.

En la sala de espera de la estación de Van Nuys, Lloyd encon­tró al Holandés paseando de arriba abajo mientras leía la sección criminal del tablero de noticias. Tosió para aclararse la garganta y el Holandés se giró en redondo y levantó las manos simulando rendirse.

—¡Por Dios!, Lloyd —dijo—, ¿cuándo diablos aprenderás a no ser tan discreto con los amigos? Un oso con los modales de gato. ¡Cielos!

Lloyd se rió ante su expresión de afecto; le hacía feliz.

—Tienes buen aspecto, Holandés. ¡Trabajar ante un escritorio y perder peso! ¡Un jodido milagro!

Peltz le dio a Lloyd un cálido apretón con ambas manos.

—No es ningún milagro, muchacho. He dejado de fumar y me he puesto a dieta. ¿Qué tenemos entre manos?

—Un pistolero. Trabaja con un colega. Tienen la guarida en Saticoy. He imaginado que iríamos hasta allí e intentaríamos encon­trar su coche. Si está en casa, llamaremos a un par de unidades de refuerzo; si no está, le esperaremos afuera y le atraparemos nosotros solos. ¿Te gusta el plan?

—Me gusta. Me he traído mi bomba Ithaca. ¿Cómo se llama este tipo?

—Richard Douglas Wilson, blanco, de treinta y cuatro años de edad. Dos condenas en San Quintín.

—Parece un tipo encantador.

—Sí, un buen elemento.

—¿Por qué no me lo cuentas en el coche?

—Sí, vamonos.

Richard Douglas Wilson no estaba en su casa. Tras buscar un Firebird del 79 por todos los aparcamientos y callejones de la man­zana 11800 de la calle Saticoy, Lloyd dio la vuelta alrededor del número 11879. Era un edificio de apartamentos de dos plantas y de aspecto ruinoso. En el buzón el nombre de Wilson aparecía en el número 14. Lloyd vio que el apartamento se encontraba en la parte trasera del edificio. Una ventana de cristal deslizante, cu­bierta con una pantalla, estaba abierta. Echó un vistazo al interior y regresó junto al Holandés, que se había quedado en el coche, aparcado al abrigo de una rampa que conectaba con la autopista.

—Ni coche ni Wilson, Holandés —dijo Lloyd—. He mirado a través de su ventana: un estéreo nuevo, un televisor último mode­lo, ropas nuevas, dinero nuevo.

El Holandés se echó a reír.

—¿Estás satisfecho, Lloyd?

—Sí, ¿y tú?

—Si tú lo estás, muchacho…

Los dos policías se acomodaron para la espera. El Holandés ha­bía traído un termo de café, y a la llegada del anochecer, cuando disminuyeron el calor y la polución, sirvió dos tazas. Le tendió una a Lloyd y se decidió a romper aquel silencio prolongado y confortable.

—El otro día me encontré con Janice. Tuve que ir a Santa Mó­nica para testificar por un viejo ladrón. Le había caído una con­dena de robo en primer grado, así que fui a ver al fiscal del dis­trito para contarle lo enredado que estaba aquel viejo bastardo y pedirle que solicitara al juez que lo incluyera en un programa de drogadictos. Sea como fuere, entré en una cafetería y allí esta­ba Janice. Estaba con aquel mariquita, que le enseñaba tejidos de su muestrario, y le daba la tabarra. El mariquita se despidió y Janice me invitó a que me sentara. Charlamos un rato y me dijo que la tienda le iba bien, que se estaba haciendo un nombre y que las chicas se encontraban bien. Luego, me dijo que tú te pa­sabas mucho tiempo en el trabajo, pero que no era más que una vieja queja y que sabía que no podía cambiarse. Parecía disgusta­da, así que salí en tu ayuda. «Los genios dictan sus propias re­glas. Lloyd te quiere, y con el tiempo cambiará.» Janice me gritó: «¡Lloyd es incapaz de cambiar, y su jodido amor no es suficien­te!». Así es cómo fue, Lloyd. Ella no dijo nada más. Traté de cambiar de tema, pero Janice siguió haciendo insinuaciones crípti­cas sobre ti. Finalmente, se levantó de un salto, me besó en la mejilla y me dijo: «Lo siento, Holandés. Me estoy comportando como una perra», y salió corriendo por la puerta.

La voz del Holandés fue disminuyendo de intensidad mientras intentaba encontrar las palabras para acabar la historia.

—Creí que tenía que decírtelo —dijo—. No creo que los compa­ñeros deban tener secretos entre sí.

Lloyd se tomó un sorbo de café, sintiendo que su mente se en­turbiaba, como ocurría siempre que aparecía una grieta en uno de sus sueños principales.

—¿Cuál es el resultado final, compañero? —preguntó.

—¿El resultado final?

—¡El acertijo, maldito cabeza cuadrada! ¡El mensaje oculto! ¿Acaso no te he enseñado mejor? ¿Qué era lo que realmente tra­taba de decirte Janice?

El Holandés se tragó su orgullo interior y profirió con enfado:

—Creo que está al tanto de tus ligues, cerebro. Creo que sabe que el tipo más listo de Los Ángeles va loco por las faldas y se acuesta con niñatas fáciles que no llegan ni a la suela de los zapa­tos de la mujer con la que se ha casado. Esto es lo que pienso.

Lloyd empezó a calmarse en medio de su enojo, y las grietas de sus sueños se convirtieron en fisuras. Sacudió la cabeza con lentitud, buscando cemento con que taparlas.

—Estás equivocado —dijo, dándole un ligero pellizco al hom­bro del Holandés—. Creo que Janice me lo diría. Y… las otras mujeres de mi vida no son niñatas.

—¿Qué son, entonces?

—Simplemente mujeres. Y yo las amo.

—¿Las amas?

Mientras pronunciaba aquellas palabras, Lloyd supo que aquél era uno de los momentos más orgullosos de su vida.

—Sí, amo a todas las mujeres con las que me acuesto, y amo a mi esposa y a mis hijas.

Después de cuatro horas de vigilancia en silencio, el Holandés se había quedado dormido en su asiento, con la cabeza apoyada en la ventana semiabierta. Lloyd permanecía alerta mientras toma­ba café y mantenía la mirada fija en la entrada del número 11879 de la calle Saticoy. Poco más tarde de las diez vio cómo un Fire­bird último modelo paraba frente al edificio.

Despertó al Holandés y le tapó la boca con la mano.

—Nuestro amigo ha llegado, Holandés. Acaba de aparcar y se encuentra aún en el coche. Creo que tendríamos que salir por mi lado, dar un rodeo y atraparle por detrás.

El Holandés asintió y le tendió a Lloyd su rifle. Lloyd se escu­rrió por la puerta hasta la acera, con el rifle apretado contra su pierna derecha. El Holandés salió a continuación, cerró la puerta y se apoyó en Lloyd, exclamando:

—¡Dios mío, estoy hecho polvo! —Entonces se puso a imitar a un borracho tambaleándose, apoyado en el hombro de Lloyd y hablando con voz pastosa.

Lloyd tenía la mirada fija en el Firebird, a la espera de que se abrieran las puertas. Se preguntaba por qué Wilson se encon­traba todavía en el interior. Cuando llegaron al final de la mananza, le dio la bomba Ithaca al Holandés y dijo:

—Tú te encargas del conductor y yo del otro.

El Holandés asintió y metió un casquillo en la cámara. Lloyd susurró:

—¡Ahora! —Y corrieron hacia la parte trasera del coche, lo ro­dearon por ambos lados, el Holandés introdujo el cañón de su rifle en la ventanilla del conductor y susurró:

—Policía. Un movimiento y eres hombre muerto.

Lloyd, con su pistola del 38 apuntando a la puerta, le decía a la mujer que acompañaba a Wilson:

—Tranquila, monada. Pon las manos sobre el cuerpo. Busca­mos a tu amigo, no a ti.

La mujer articuló un chillido y cumplió las órdenes de Lloyd. El conductor empezó a farfullar:

—Veréis, chicos, os habéis equivocado. ¡Yo no he hecho nada!

El Holandés apretó el dedo contra el gatillo del rifle y puso el cañón ante las narices del hombre.

—Pon las manos detrás de la cabeza. Voy a abrir esta puerta muy despacio. Tú vas a salir muy despacio o te verás muy muerto.

El hombre asintió con la cabeza y rodeó la nuca con sus manos temblorosas. El Holandés retiró el rifle y empezó a abrir la puer­ta. En el momento en que su mano soltó la manilla, el hombre dio una patada a la puerta con ambas piernas. La puerta golpeó contra el cuerpo del Holandés, que salió despedido hacia atrás, mientras el rifle lanzaba un disparo al aire en el momento en que su dedo, automáticamente, apretó el gatillo. El hombre bajó de un salto del coche y dio un traspiés. Enseguida se levantó y echó a correr.

Lloyd dejó de apuntar a la mujer con su arma y lanzó un dis­paro de advertencia:

—¡Alto, alto!

El Holandés se puso en pie y comenzó a disparar a ciegas. Lloyd vio cómo la silueta del hombre a la carrera empezaba a dar ban­dazos, a la espera de nuevas descargas. Observó el ritmo de sus movimientos y lanzó tres disparos a la altura del hombro. El hom­bre se doblegó y cayó sobre el asfalto. Antes de que pudiera apro­ximársele con cautela, el Holandés ya se le había adelantado y gol­peaba al hombre con la culata del rifle en las costillas. Lloyd co­rrió hasta el lugar y apartó al Holandés de un tirón; después esposó las manos del hombre a su espalda.

El hombre había recibido dos impactos de bala bajo la clavícu­la. Dos disparos limpios, pensó Lloyd. Levantó al hombre de un tirón y le dijo al Holandés:

—Llama a una ambulancia y pide refuerzos. —Y mirando hacia la multitud que empezaba a formarse a ambos lados de la calle, añadió—: Y ordena a esta gente que retroceda hacia la acera.

Prestó de nuevo su atención al sospechoso:

—Richard Douglas, ¿no es así?

—No tengo por qué contestarte.

—Así es, no tienes por qué. De acuerdo, vayamos por la vía legal. Tiene usted derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a un abogado durante el interrogatorio. Si no puede permitírselo, se le proporcionará un abogado de oficio. ¿Tiene algo que decla­rar, Wilson?

—Sí —dijo el hombre, retorciendo su hombro herido—. ¿Sabes que te digo? Que te folie un pez.

—Una respuesta predecible. ¿No serías capaz de decir algo ori­ginal, como «que te folie un gato»?

—Jódete, pies planos.

—Eso está mejor; veo que vas aprendiendo.

El Holandés volvió corriendo.

—La ambulancia y los refuerzos están de camino.

—Muy bien. ¿Dónde está la chica?

—Está todavía en el coche.

—Bien. Vigila al Sr. Wilson, ¿quieres? Voy a hablar con ella.

Lloyd regresó junto al Firebird. La joven estaba rígida en su asiento, con las manos todavía sobre el cuadro de mandos. Estaba llorando, y el rimmel se le había corrido por las mejillas. Lloyd se arrodilló junto a la puerta abierta y apoyó con gentileza su ma­no en el hombro de la chica.

—¿Señorita?

La mujer se volvió hacia él y empezó a sollozar abiertamente.

—¡No quiero que me fichen! —chilló—. ¡Tan sólo he salido con este chico. No soy una mala persona, sólo quería colocarme y es­cuchar música!

Lloyd lanzó una vaga mirada a su cabello rubio.

—¿Cómo se llama?

—Sarah.

—¿Sarah Bernhardt?

—No.

—¿Sarah Vaughan?

—No.

—¿Sarah Coventry?

La joven se echó a reír y se enjuagó el rostro con la manga.

—Sarah Smith —dijo.

Lloyd la tomó de la mano.

—Muy bien. Me llamo Lloyd. ¿Dónde vive, Sarah?

—En Los Ángeles oeste.

—Le diré lo que vamos a hacer. Usted salga del coche y espere entre la multitud. Tengo que hacer unas cuantas cosas, y después la acompañaré a casa. ¿De acuerdo?

—De acuerdo… ¿Y no me ficharán?

—Nadie sabrá jamás que usted estaba aquí. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Lloyd se quedó mirando cómo Sarah Smith se arreglaba y se unía a la multitud de mirones que había en la acera. Después se reunió con el Holandés y Richard Douglas Wilson, que estaban apoyados en el capó del Matador sin matrícula. Lloyd le indicó al Holandés que se marchara, y mientras éste lo hacía, le lanzó a Wilson una mirada dura mientras sacudía la cabeza con enojo.

—Ya no hay honor entre los ladrones, Richard —le dijo—. De ninguna clase. Especialmente entre los rastreros de la Mansión de los Gángsteres. —A Wilson le tembló la mandíbula al oír las últi­mas palabras, y LLoyd prosiguió—: Encontré casquillos de bala y un envoltorio de medias con tus huellas dactilares. Pero no es por esto por lo que te hemos pillado. Alguien se ha chivado. Al­guien que mandó un anónimo a los de la División Rampante acu­sándote del atraco del Gato Negro. La carta decía que sólo atra­cabas bares de locas porque en San Quintín te pervirtieron y que te gustaba. Te gustan los maricas y al mismo tiempo los odias por lo que te hicieron.

—¡Eso es mentira podrida! —gritó Wilson—. ¡He atracado tien­das de licores, mercados, incluso una discoteca! He…

Lloyd le interrumpió con un gesto de la mano y fue directo al grano.

—La carta decía que tras el robo estuviste bebiendo frente a la Mansión de los Gángsteres, y que te jactabas de todas las tías que te tirabas. Tu colega decía que estaba asombrado porque sa­bía que a ti te gustaba por el culo.

El rostro empalidecido y empapado de sudor de Wilson se puso morado.

—¡Ese jodido hijo de puta! ¡Yo le salvé el culo de todos los negros de la galería! ¡Yo me ocupé de él en San Quintín, y ahora me…!

Lloyd puso una mano sobre el hombro de Wilson y le dijo en voz baja:

—Richard, esta vez te van a caer dos lustros mínimo. Diez años. ¿Crees que lo vas a soportar? Eres fuerte, eres un tipo duro. Yo también soy fuerte. ¿Pero sabes una cosa? No podría aguantar dos lustros en San Quintín. Los negros que tienen allí me zampa­rían de merienda. Devuélvesela a tu colega, Richard. Él se ha chi­vado. Yo…

Wilson sacudió negátivamente la cabeza con frenesí. Lloyd em­pezó a sacudir la suya de puro hastío.

—Estúpido gilipollas —dijo—. Sigue el viejo código, deja que te coma la mierda, hijo de puta. —Se dio la vuelta y echó a andar.

Se había alejado tan sólo unos pasos cuando Wilson le llamó a gritos.

—¡Espera, espera! ¡Mira…!

Lloyd disimuló la enorme sonrisa que se estaba dibujando en su cara y dijo:

—Iré a ver al fiscal del distrito. Hablaré con el juez, pediré que te pongan bajo custodia mientras esperas para el juicio.

Richard Douglas Wilson sopesó los pros y los contras una vez más, y entonces capituló.

—Se llama John Gustodas. Johnny el Griego. Vive en Holly­wood, entre las calles Franklin y Argylle, en un edificio de aparta­mentos de ladrillo rojo que hay en la esquina. Yo mismo escribiré todos los informes, no te preocupes por esto.

Lloyd oyó el aullido de la sirena de una ambulancia, y sacudió la cabeza para combatir el ruido.

—Tendrían que prohibir estas malditas sirenas —dijo, mientras la ambulancia rodeaba la esquina y paraba—. Aquí está tu carro­za. Yo me tengo que marchar. Le prometí a Janice que saldría­mos a cenar a las ocho, y ya son casi las once. —Los dos policías se dieron la mano—. La hemos hecho de nuevo, compañero —di­jo Lloyd.

—Sí. Siento haberte dado la bronca, muchacho.

—Tú estás de parte de Janice. No te culpo por ello; es más gua­pa que yo.

El Holandés sonrió.

—¿Hablaremos mañana de las declaraciones de Wilson?

—De acuerdo. Te llamaré.

Lloyd encontró a Sarah Smith junto a los pocos espectadores que quedaban, fumándose un cigarrillo y sacudiendo los pies con nerviosismo.

—Hola, Sarah. ¿Cómo te encuentras?

Sarah tiró el cigarrillo.

—Bien, me imagino. ¿Qué le va a pasar a como-se-llame?

Lloyd sonrió ante lo triste de la pregunta.

—Va a tener que ir a la cárcel por una buena temporada. ¿No recuerdas siquiera su nombre?

—Tengo mala memoria para los nombres.

—¿Recuerdas el mío?

—¿Floyd?

—Casi. Lloyd. Vamos, te llevaré a casa.

Fueron andando hasta el Matador sin matrícula y entraron en él. Lloyd examinó abiertamente a Sarah mientras ella le daba su dirección y hurgaba en el contenido de su bolso. Una buena chica de buena familia, algo ligera de cascos, decidió. Veintiocho o vein­tinueve años, el cabello rubio natural, el cuerpo esbelto y al mis­mo tiempo suave bajo su traje de algodón negro. Un rostro ama­ble que quiere aparentar dureza. Probablemente muy eficaz en su trabajo.

Lloyd se dirigió directamente hacia la vía más próxima en direc­ción oeste, saboreando alternativamente el triunfo de su aniversa­rio y su inevitable confrontación con Janice, que sin duda le reci­biría con cajas destempladas, cuando no con una verdadera bron­ca por llegar tan tarde. Sentía cómo la amabilidad se acrecentaba en su interior por no tener que aplicar la severidad de la ley a Sarah Smith. Le puso una mano sobre el hombro y dijo:

—Verá cómo todo va ir bien.

Sarah hurgó en su bolso en busca de cigarrillos, pero tan sólo encontró un paquete vacío.

—¡Mierda! —musitó, mientras lo lanzaba por la ventanilla. Luego suspiró—. Sí, tal vez tenga razón. Disfruta de ser policía, ¿verdad?

—Es mi vida. ¿Dónde conoció a Wilson?

—¿Así es como se llama? Le conocí en Bar Country. Un paraíso para pisamierdas, pero al menos trata a las mujeres con respeto. ¿Qué ha hecho?

—Atracó un bar a mano armada.

—¡Cielos!, me imaginé que era simplemente una especie de ca­mello.

«Casi nada», pensó Lloyd.

—No voy a sermonearte ni nada parecido —dijo—, pero no de­berías salir con esa clase de tipos. Puedes meterte en líos.

Sarah profirió un ronquido.

—¿Adonde tengo que ir, entonces, para conocer gente?

—¿Te refieres a hombres?

—Bueno…, sí.

—Prueba el método europeo. Te sientas en la terraza de un café pintoresco y te pones a leer un libro. Más tarde o más temprano algún tipo amable querrá entablar una conversación contigo sobre el libro que estás leyendo. De este modo conocerás a gente de me­jor clase.

Sarah estalló en risas y aplausos, y acarició a Lloyd en el brazo. Cuando él apartó la mirada de la carretera y le dio un deadpan, su risa se tornó histérica.

—¡Qué divertido, es muy divertido!

—No es tan divertido.

—¡Sí que lo es! ¡Usted tendría que salir por la tele! —La risa de Sarah aminoró y miró a Lloyd con sorna—. ¿Es así como co­noció a su esposa?

—No le he dicho que estuviese casado.

—Pero he visto su anillo.

—Muy observadora, pero conocí a mi esposa en la escuela se­cundaria.

Sarah Smith rió hasta que le dolieron las costillas. Lloyd tam­bién empezó a reírse a una cadencia más calmada, y luego sacó un pañuelo de su bolsillo y frotó el rostro surcado de lágrimas de Sarah. Ella se apoyó en su mano y acarició sus nudillos con la punta de la nariz.

—¿Se ha preguntado alguna vez por qué uno se empeña en ha­cer cosas que sabe de antemano que no funcionan? —preguntó Sarah.

Lloyd acarició la mejilla de la chica con un dedo e inclinó su rostro hacia sí.

—Tal vez porque alrededor de nuestros sueños principales todo va cambiando continuamente, y aunque uno siga haciendo las mis­mas cosas, busca nuevas respuestas.

—Me lo creo —dijo Sarah—. Tome la próxima salida y gire a la derecha.

Cinco minutos más tarde, paraban junto a la acera frente a un edificio de apartamentos de Barrington. Sarah le tomó del brazo y dijo:

—Gracias.

—Buena suerte, Sarah. Prueba el truco del libro.

—Tal vez lo haga. Gracias.

—Gracias a ti.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Sarah volvió a tomarle del brazo por última vez y salió apresu­radamente del coche.

Janice Hopkins miró el reloj antiguo del salón y sintió crecer su enojo mientras sonaban las diez. Se daba cuenta de que era el «segundo aniversrio principal» de su marido y que racionalmen­te no podía pelearse con él por haber olvidado su cita para salir a cenar, que no podía utilizar aquella falta menor para forzar en­frentamientos sobre cualquiera de los detalles que envenenaban su matrimonio, que no podía hacer otra cosa que decir: «¡Oh, Lloyd! ¿Dónde has estado esta vez?», sonreír ante su brillante respuesta y enorgullecerse de lo mucho que la amaba. Al día siguiente lla­maría a su amigo George y ambos se compadecerían de los hombres.

—¡Dios mío!, George —diría ella—, la vida de una musa.

YGeorge replicaría:

—¿Pero tú le amas?

—Más de lo que yo misma creo.

—¿Aun sabiendo de que está algo fuera de sus cabales?

—Más que algo, chico, con todas sus fobias y demás. Pero es lo que le hace más humano, más mi niño.

YGeorge sonreiría y le hablaría de su amante, y ambos se echa­rían a reír hasta que las cristalerías de Bohemia y los platos de porcelana dieran saltos en sus estantes.

Entonces, George la tomaría de la mano y mencionaría, como quien no quiere la cosa, la breve aventura que tuvieron cuando él decidió que necesitaba tener una experiencia con una mujer pa­ra ser más sí mismo. Duró una semana, cuando la acompañó a San Francisco para asistir a un seminario de catalogación de anti­güedades. En la cama tan sólo hablaban de Lloyd. A ella le dis­gustaba, pero al mismo tiempo la intrigaba, y le contó los detalles más íntimos de su matrimonio.

Cuando se dio cuenta de que Lloyd sería el tercer compañero de cama invisible, decidió romper la relación. Había sido la única vez que había engañado a su marido, y precisamente por los moti­vos comunes de abandono, abuso o aburrimiento sexual. Había sido para conseguir una especie de igualdad respecto a él, por la vida llena de aventuras que llevaba. Cuando Lloyd estaba asusta­do o enfadado y la miraba de aquel modo tan suyo, y ella se desabrochaba el sujetador y le ofrecía su pechos, era suyo comple­tamente. Pero cuando él leía sus informes o hablaba con Peltz y sus demás amigos policías en el salón, y veía encenderse sus ojos grises, sabía que iba a lugares que ella nunca podría alcanzar. Sus otras compensaciones, el éxito de la tienda, el libro de espejos mo­dernistas del que era coautora, su talento para los negocios, la satisfacían tan sólo al nivel de la lógica. Sabía que Lloyd podía volar y ella no; incluso tras diecisiete años de matrimonio, Janice Rice Hopkins no era capaz de hallar una razón de por qué era así. E, inexplicablemente, la capacidad de vuelo de su marido em­pezó a atemorizarla.

Frente a la suma total de veinte años de intimidad, Janice re­contó las evidencias recientes del comportamiento extraño de su marido; sus largas permanencias ante el espejo, girando los ojos en circuitos como si estuviera cazando moscas, las cada vez más largas horas que pasaba en casa de sus padres, hablando con su madre, que no había pronunciado ni comprendido una sola pala­bra en diecinueve años, la mirada sardónica y maniática que apa­recía en sus ojos cuando hablaba por teléfono con su hermano Tom sobre el cuidado de sus padres.

Pero lo más molesto eran las historias que les contaba a las ni­ñas; historias de policías que Janice sospechaba que eran mitad parábolas mitad confesiones, viajes fantásticos por los barrios más oscuros de Los Ángeles, habitados por putas, yonkis y demás gen­tes de mal vivir, y por policías que a menudo eran tan rastreros y brutales como la gente a la que metían en la cárcel. Hacía un año que Janice le había dicho que no le contara tales historias. Él había aceptado con un gesto mudo de su cabeza y una mirada fría en los ojos, y había empezado a contárselas a las niñas, abrién­doles las puertas de la adolescencia con descripciones detalladas del abandono y del horror. Anne se encogía de hombros ante las historias de su padre; tenía catorce años y estaba loca por los chi­cos. Caroline, con trece años y un verdadero talento para el ba­llet, se las meditaba y llevaba a casa revistas de detectives para discutir los artículos con su padre. Y Penny escuchaba y escucha­ba, con sus ojos gris pálido fijos en algún punto distante, más allá de su padre y de sus historias. Cuando Lloyd concluía su pa­rábola, Penny le besaba con fuerza en la mejilla y subía al piso de arriba para tejer colchas a cuadros de madrás y cashmere que ya le habían proporcionado primeras páginas en cinco suplemen­tos dominicales.

Janice se estremeció. ¿Acaso la inocencia de Penny ya se había marchitado sin posible rescate? ¿Una maestra artesana y novel ani­madora a los doce años de edad? Ya llevaba más de una hora sumida en especulaciones temerosas y Lloyd todavía no había lle­gado a casa, de repente se dio cuenta de que le echaba de menos y de que le deseaba más allá de los límites del deseo normal en una historia de amor de veinte años de duración. Subió al piso de arriba y una vez en el oscuro dormitorio, se desvistió y encen­dió la vela aromática que era la señal para que Lloyd la desperta­ra y la amara. Mientras se metía en la cama, un último pensa­miento oscuro cruzó por su mente, como una manada de aves de­predadoras ensombreciendo un cielo en calma: a medida que las chicas crecían, se parecían cada vez más a Lloyd, especialmente en los ojos.

Una hora más tarde, le oyó entrar en la casa, con sus ruidos rituales en el recibidor: Lloyd suspirando y bostezando, desabro­chándose sus pistoleras para dejarlas sobre la mesita del teléfono, el ruido familiar de sus zapatos mientras subía lentamente las es­caleras. Tensa y a la espera del momento en que él abriría la puerta y la vería bajo aquella luz ambarina, Janie deslizó una mano in­quieta entre sus piernas.

Pero la puerta del dormitorio no se abrió; oyó cómo Lloyd pa­saba andando de puntillas e iba hasta la habitación de Penny, lue­go golpeaba ligeramente la puerta con sus nudillos y susurraba:

—¿Penny? ¿Quieres escuchar un cuento? —Un segundo más tarde la puerta se abrió con un crujido, y Janice oyó cómo la niña y su padre reían entre dientes en alegre complicidad.

Le concedió a su marido media hora y se puso a fumar un ciga­rrillo tras otro. Cuando los últimos restos de su deseo se hubieron desvanecido y empezó a toser a causa de la media docena de ciga­rrillos, Janice se echó una bata sobre los hombros y salió del pasi­llo para escuchar.

La puerta de la habitación de Penn estaba entreabierta, y Janice vio a su marido y a su hija menor sentados en el borde de la cama, con las manos entrelazadas. Lloyd hablaba con voz muy suave, en el tono misterioso propio de un narrador.

—… tras aclarar el homicidio Haverhill/Jenkins, me destinaron a un Departamento de Robos en el cuartel de Los Ángeles oeste. Se habían producido toda una serie de robos nocturnos en despa­chos de médicos, todos ellos situados en un gran edificio del área de Westwood. El ladrón iba a por drogas revendibles y dinero en efectivo. En poco menos de un mes había birlado más de cinco mil dólares en efectivo y todo un cargamento de fármacos estimu­lantes y depresores de gran potencia. Los polis del sector oeste se imaginaban su estrategia del siguiente modo: aquel bastardo se debía de ocultar en el interior del edificio hasta la caída de la no­che, luego escogía su blanco, entraba en un despacho del segundo piso y saltaba al parking a través de la ventana. Tenían una pista que apuntaba hacia esta posibilidad: habían encontrado restos de cemento desconchado en el marco de la ventana. Los polis se lo imaginaban como una especie de gimnasta, un ladrón ágil como un felino capaz de saltar desde una altura de dos pisos sin resultar herido. El comandante de la patrulla había ordenado que se vigi­lara el parking para poder atraparle. Cuando el ladrón saqueó un edificio de oficinas de Wilshire vigilado por dos equipos de agen­tes, su teoría se fue al cuerno y me asignaron el caso a mí.

Lloyd hizo una pausa. Penny apoyó su cabeza sobre el hombro de su padre y dijo:

—Papá, cuéntame cómo atrapaste al ladrón.

Lloyd bajó aún más el tono narrativo de su voz y dijo:

—Cariño, no hay nadie capaz de saltar repetidamente desde una altura de dos pisos sin hacerse daño. Yo elaboré mi propia tesis: el ladrón salía descaradamente del edificio y saludaba a los guar­dias de seguridad de la entrada como si nada. Sólo una cosa me intrigaba. ¿Dónde llevaba la droga que había robado? Hice un re­paso y un registro con los guardias que habían estado de servicio las noches de los robos. Ciertamente, a primera hora de la noche habían abandonado el edificio hombres vestidos con traje de eje­cutivo, conocidos y desconocidos, pero ninguno llevaba consigo bol­sa o paquete alguno. Los guardas habían dado por supuesto que se trataba de ejecutivos de los despachos del edificio y no les ha­bían registrado. Escuché seis veces la misma declaración antes de que se hiciera la luz en mi mente: el ladrón, probablemente prote­gido por un uniforme de enfermera, debía llevar una cartera gran­de o un bolso al hombro. Volví a interrogar a los guardias y, ¡bingo! En cada uno de los edificios robados habían visto salir a una mujer desconocida vestida con uniforme de enfermera y con un gran bolso; más o menos a la misma hora todas las noches de los robos. Los guardias no fueron capaces de describirla, pero di­jeron que era «muy fea», «un loro», y demás.

Cuando Lloyd inhaló aire profundamente y suspiró, Penny se inquietó:

—¡No seas pesado, papá!

Lloyd se rió y dijo:

—De acuerdo. Entonces revisé en los computadores a todos los drogadictos y travestis con condenas por robo. ¡Doble bingo! Art­hur Christiansen, alias Misty Christie, alias La Reina Arlene Chris­tiansen. Sus especialidades: atacar y apuñalar a borrachos que le creían una mujer y dar el tirón a ejecutivos y banqueros. Mantuve vigilancia frente a su guarida durante más de treinta y seis horas y determiné que vendía anfetas y Percodan. Oí comentar a sus clientes la excelente calidad de su mercancía. Aquello era una bue­na corroboración, pero quería atraparle en plena faena. Al día si­guiente por la tarde el viejo Arthur-Arlene abandonó su guarida llevando un enorme bolso a cuadros, se dirigió hasta Westwood y entró en un gran edificio de oficinas a dos manzanas del cam­pus de la universidad de UCLA. Cuatro horas más tarde, una ho­ra antes del anochecer, sale por la puerta una criatura espantosa vestida de enfermera que lleva el mismo bolso. Saco mi pistola, le grito «¡Oficial de policía!», y corro hacia Arthur-Arlene que se pone a chillar: «¡Chauvinista!» mientras me ataca con una na­vaja. Los navajazos no surten efecto y mientras trato de sacar las esposas el relleno de Arthur-Arlene se escurre de su blusa. Cuan­do le estoy esposando, Arthur-Arlene se pone a chillar aún más fuerte: «¡Arriba el feminismo!» y «¡Fuera la brutalidad policial!», y una multitud de estudiantes de UCLA empiezan a proferir obs­cenidades contra mí. Yo me las apaño como puedo para meterle en el coche patrulla. Esta escena fue casi el primer enfrentamiento travestido de la policía de Los Ángeles.

Penny se echó a reír histéricamente, se tiró sobre la cama y em­pezó a golpear la colcha con los puños. Hundió la cabeza en la almohada para secarse las lágrimas y dijo:

—Más, papá, más. Uno más antes de que te vayas a la cama.

Lloyd se acercó a ella y le acarició el cabello.

—¿Divertido o serio?

—Serio —dijo Penny—. Cuéntamente algo que satisfaga mi in­saciable curiosidad. Si no haces que sea bueno me pasaré toda la noche pensando en el relleno de Arthur-Arlene.

Lloyd empezó a trazar círculos sobre la colcha.

—¿Qué te parece un cuento de guerreros?

El rostro de Penny se tornó sombrío. Tomó la mano de su pa­dre y tiró de ella para que Lloyd apoyara la cabeza sobre su rega­zo. Cuando padre e hija se hubieron puesto cómodos, Lloyd alzó la mirada hacia la manta de viaje que colgaba del techo y dijo:

—El guerrero se encontraba atrapado en un dilema. En un mis­mo día tenía que celebrar dos aniversarios, uno personal y otro profesional. El profesional tomó prioridad y en el transcurso del mismo disparó contra un hombre, hiriéndole. Una hora después, cuando el hombre estaba bajo custodia, el guerrero empezó a tem­blar como siempre hacía cuando disparaba su arma. Empezó a plan­tearse toda una serie de interrogantes de acción retardada: ¿Qué habría pasado si mataba al hombre de un disparo? ¿Qué ocurriría si la próxima ocasión recibía información equivocada y disparaba contra un inocente? ¿Qué pasaría si perdiera su lucidez y su dis­creción? Es todo un tormento. Tú lo sabes, ¿verdad, Penny?

—Sí —susurró la niña.

—¿Sabes que tienes que desarollar garras para luchar contra ello?

—Sí, papá. Bien afiladas.

—¿Sabes lo fantástico del guerrero? Que cuanto más complica­das se vuelven sus preguntas y sus dudas, más fuerte se vuelve su resolución. Tan sólo a veces es casi imposible vencer las dudas. ¿Qué harías en caso de que las cosas se pusieran realmente mal?

Penny jugaba con el cabello de su padre.

—Afilar las garras —dijo, mientras hundía los dedos en el cue­ro cabelludo de Lloyd.

Lloyd fingió un gesto de dolor.

—A veces, el guerrero desearía no ser un maldito protestante. De ser católico, podría obtener una absolución formal.

—Yo siempre te absolveré, papá —dijo Penny mientras Lloyd se levantaba—. Como decía la canción, «soy condescendiente».

Lloyd miró a su hija y dijo:

—Te quiero.

—Yo también te quiero. Una pregunta antes de que te vayas: ¿Crees que seré un buen poli de Robos y Homicidios?

Lloyd se echó a reír.

—No, pero serás una gran mujer policía de Robos y Homicidios.

Janice vio cómo Penny sonreía encantada y sintió un repentino dolor en el bajo vientre. Regresó al dormitorio que compartía con su marido y se quitó la bata, desnudándose para su batalla. Se­gundos más tarde Lloyd entró por la puerta de la habitación, olió el aroma de la vela perfumada y susurró:

—¿Jan? ¿Te sientes ardiente siendo tan tarde, cariño? Es más de medianoche.

Mientras él se dirigía hacia el interruptor de la luz, Janice lanzó el cenicero repleto de colillas contra la pared opuesta y musitó:

—¡Maldito maniaco, egoísta, hijo de puta!, ¿no ves lo que estás haciendo con tu hija menor? ¿A esto le llamas ser un padre, vo­mitar toda esa violencia? —Helado por la violencia de la situa­ción, Lloyd presionó el interruptor de la luz y vio a Janice tem­blando en su desnudez—. ¿A eso llamas ser padre, Lloyd, ¡maldi­to seas!?

Lloyd se encaminó hacia su esposa con los brazos extendidos en un gesto de súplica, con la esperanza de que el contacto físico apaciguase la tormenta.

—¡No! —dijo Janice, retrocediendo—. ¡Esta vez no! ¡Esta vez quiero que me hagas una promesa, un juramento de que no volve­rás a contar esos cuentos espantosos a tus hijas!

Lloyd estiró su largo brazo y agarró la muñeca de Janice. Ella se retorció para liberarse y tiró de un golpe la mesilla de noche que les separaba.

—No lo hagas, Lloyd. No pretendas desearme y apaciguarme, y no me toques hasta que hayas hecho tu promesa.

Él se pasó una mano sobre el pelo y empezó a temblar. Lu­chando contra el impulso de golpear la pared con el puño, se aga­chó y levantó de nuevo la mesilla.

—Penny es una niña sutil, Jan, posiblemente un genio —dijo—. ¿Qué pretendes que haga? ¿Que le cuente el cuento de los tres…?

Janice agarró su lámpara de porcelana preferida, que estaba so­bre el escritorio y gritó:

—¡Tan sólo es una niña! ¡Una niña de doce años! ¿No eres capaz de entenderlo?

Lloyd atravesó la cama, la agarró por la cintura y, hundiendo la cabeza en su estómago, susurró:

—Ella debe saberlo. Tiene que saberlo o morirá. Es preciso que lo sepa.

Janice levantó los brazos y apretó los puños. Iba a descargarlos contra la espalda de Lloyd cuando se sintió invadida por la duda, al tiempo que cientos de partículas de los restos de su pasión reco­rrían su cuerpo, combinandose para formar un epigrama cuyas pa­labras eran demasiado aterradoras para que pudiese pronunciarlas.

Deslizó sus manos hasta el rostro de su marido y le apartó con suavidad.

—Quiero saber si las niñas se encuentran bien —dijo—. Tengo que decirles que nos hemos estado peleando. Después creo que quie­ro dormir sola.

Lloyd se puso en pie.

—Siento haber llegado tan tarde esta noche.

Janice asintió con torpeza y tuvo la sensación de que su sentido de la realidad se confirmaba. Después, se puso una bata y bajó las escaleras para ver si sus hijas se encontraban bien.

Lloyd se dio cuenta de que sería incapaz de pegar ojo. Después de dar las buenas noches a las niñas bajó al salón en busca de algo en que ocuparse. No había nada que hacer si no pensar en Janice y en cómo no podía seguir con ella sin renunciar a algo muy querido por él y esencial para sus hijas. No había otro lugar a donde ir si no atrás en el tiempo.

Se colocó su pistolera y tomó su coche para ir a su viejo barrio.

Cuando llegó a él, se encontraba sumido en la quietud que pre­cede al amanecer, tan familiar como la presencia de una antigua amante. Dirigió su coche por la calle Sunset abajo, dominado por la justicia de su usurpación de la inocencia por la vía de la pará­bola. «Hagamos que lo aprendan paso a paso», pensó, «y no del modo como yo lo hice. Que conozcan a la bestia a través de los cuentos y no del ejemplo repetido. Que éste sea el nuevo contra­punto de mis anomalías protestantes irlandesas.»

Con semejante afluencia de autoafirmación, Lloyd apretó el ace­lerador y observó cómo el Sunset Boulevard explotaba en destellos periféricos de neón, absorbiéndole en un torbellino de velocidad. Miró el indicador de velocidad: ciento ochenta kilómetros por ho­ra. No era suficiente. Apretó su ser entero contra el volante y las luces de neón se tornaron de un blanco incandescente. Luego ce­rró los ojos y soltó el acelerador hasta que el coche alcanzó una pendiente y las fuerzas de la naturaleza le obligaron a pararse.

Lloyd abrió los ojos y se percató de que los tenía inundados de lágrimas, y durante un momento espantosamente largo se estu­vo preguntando dónde diablos se encontraba. Finalmente, la pro­fusión de recuerdos se reconstruyó en su mente y se dio cuenta de que el azar le había conducido a la esquina de Sunset y Silverlake, el corazón de su viejo barrio. Impulsado por un destino con­secuente, echó a andar.

Subió a toda prisa por las escalinatas de la calle Vendome no­tando para su satisfacción que la tierra que había a ambos lados de los montantes era tan blanca como siempre. Dios había creado las colinas de Silverlake para que nutrieran, para permitir que los mexicanos pobres viviesen allí en contacto con la tierra y prospe­raran. Que los ancianos siguiesen protestando por lo empinado del terreno, a pesar de que nunca se moverían de allí. Que el terremo­to anunciado por los científicos… Silverlake, aquella desafiante y tradicional anomalía, que mantendría su desolación y permanece­ría orgullosa mientras Los Ángeles explotaba como una cáscara de huevo.

Una vez en la cima de la colina, Lloyd dejó que su imaginación sobrevolara las pocas casas cuyas luces permanecían encendidas. Imaginó una gran soledad y sintió que aquellas luces le impedían amar. Inspiró profundamente y exhaló cada gramo de su propia capacidad de amar, entonces se giró hacia el oeste y escudriñó la ladera de la colina que le separaba de la vieja casa en la que el loco de su hermano cuidaba de los padres de ambos. Lloyd se estremeció mientras la discordia invadía su ensoñación. La única persona a la que odiaba era la que guardaba a sus dos amados progenitores. Su compromiso consciente, inevitable, pero…

Lloyd recordó de qué modo había sucedido. Había ocurrido en la primavera de 1971. Él se encontraba trabajando en la patrulla de Hollywood y dos veces por semana pasaba por Silverlake para visitar a sus padres mientras Tom estaba trabajando. A su avan­zada edad, su padre había entrado en un estado de quietud y olvi­do, y pasaba días enteros en el patio trasero rodeado de docenas de aparatos de televisión y de radio que cubrían prácticamente ca­da centímetro cuadrado de suelo; y su madre, que por aquel en­tonces llevaba ocho años muda, que miraba fijamente y soñaba en su silencio, y a la que se tenía que conducir diariamente tres veces a la cocina ya que se olvidaba de comer.

Tom vivía con ellos, como había hecho durante toda su vida, a la espera de que ellos murieran y le dejaran la casa, que ya había puesto a su nombre. Cocinaba para ellos e iba a cobrar sus pensiones a la Seguridad Social, y les leía las historias ilustradas de la Alemania nazi que poblaban las estanterías de su dormito­rio. Morgan Hopkins le había expresado el deseo a su hijo Lloyd de que él y su esposa pasaran los últimos días de sus vidas en aquella vieja casa del bulevar del Griffith Park. Lloyd se lo había asegurado a su padre cientos de veces: «Siempre tendrás la casa, papá. Deja que Tom pague los impuestos y no te preocupes. Es una miseria como hombre, pero gana dinero y puede cuidaros perfectamente a ti y a mamá. Déjale a él la casa. A mí no me impor­ta. Simplemente, sé feliz y no te preocupes».

Había un acuerdo implícito entre Lloyd y su hermano, que por aquel entonces tenía treinta y seis años y se dedicaba a la venta por teléfono, operando al margen de la ley. Tom tenía que vivir en la casa y alimentar y cuidar a sus padres, y Lloyd tenía que pasar por alto el arsenal de armas automáticas enterrado en el pa­tio trasero del hogar de los Hopkins. Lloyd se reía ante la iniqui­dad del acuerdo. Tom, un cobarde en el fondo, no tendría agallas para usar aquel armamento, que en cuestión de meses estaría com­pletamente oxidado y sin remedio.

Pero un día, en abril de 1971, Lloyd recibió una llamada telefó­nica que le informó de que se había producido una brecha en la periferia de sus sueños más importantes. Un antiguo compañero de academia, que trabajaba para la Patrulla Rampante, había pa­sado ante la casa de los Hopkins y había visto un letrero de se vende en la puerta principal. Sorprendido, ya que había oído men­cionar a menudo a Lloyd que sus padres preferirían antes morir que abandonar la casa, le había telefoneado a la comisaría de Holly­wood para comunicarle su sorpresa. Lloyd había escuchado sus palabras en silencio y con una ira tal que la habitación entera se tambaleaba ante sus ojos de un modo surreal. Sin quitarse el uni­forme cogió su coche y fue hasta la oficina de Tom en Glendale.

El «despacho» era un sótano reciclado con cuatro docenas de pequeños escritorios amontonados a lo largo de las paredes, y Lloyd se precipitó en el interior haciendo caso omiso de los vendedores que anunciaban a gritos a través de sus teléfonos la panacea de la carpintería de aluminio y las lecciones de estudios bíblicos.

El escritorio de Tom estaba aparte, junto al fondo de la sala, cerca de una gran jarra llena de café animado con Benzedrina. Lloyd estampó su porra contra la urna que se resquebrajó soltan­do géiseres de líquido caliente y negro. Tom salió de los lavabos, vio la ira reflejada en los ojos de su hermano y retrocedió hacia la pared. Lloyd avanzó ondeando su porra en un perfecto círculo que apuntaba a la cabeza de Tom, cuando el terror que asomaba en aquellos ojos gris pálido, tan parecidos a los suyos, le detuvo. Tiró la porra al suelo y corrió hacia la primera fila de escritorios, mientras una profusión de sorprendidos vendedores se apartaba de su paso y corría a ponerse a cubierto al fondo del sótano.

Lloyd empezó a arrancar los cables de los teléfonos de sus co­nexiones y a lanzar los aparatos al centro de la sala. Una fila, otra fila y luego otra. Cuando todos los vendedores hubieron aban­donado la habitación y el suelo estuvo cubierto de cristales rotos, papeles desparramados y teléfonos inutilizados, se encaminó hacia su tembloroso hermano mayor y le dijo:

—Hoy mismo vas a retirar la casa de la venta y nunca más te atreverás a dejar solos a papá y a mamá.

Tom asintió en silencio y cayó desmayado en un charco de café saturado de droga.

LLoyd contempló con insistencia aquella ladera oscura. Había ocurrido diez años atrás. Su padre y su madre seguían vivos en sus respectivas soledades y Tom era todavía su custodio. No se sentía satisfecho con aquel acto, pero no había podido evitarlo. Recordó su última conversación con Tom. Había ido a visitar a sus padres y encontró a Tom en el patio trasero, enterrando fusi­les al amparo de la noche.

—Háblame —le había dicho Lloyd.

—¿De qué, Lloyd? —había preguntado Tom.

—Dime algo verdadero. Insúltame. Hazme preguntas. No te ha­ré ningún daño.

Tom había retorcido unos pasos.

—¿Vas a matarme cuando papá y mamá hayan muerto?

Lloyd se había quedado aturdido.

—¿Por qué tendría que querer matarte?

Tom había retrocedido de nuevo.

—Por lo que ocurrió en Navidades, cuando tú tenías ocho años.

Lloyd se había sentido invadido por los fantasmas, enterrados hacía treinta años y velados por la fortaleza que su carácter había adquirido. Su mirada se desvió hacia las radios amontonadas de su padre y había tenido que hacer un esfuerzo para regresar al presente, para apartar aquel recuerdo espantoso de su memoria.

—Estás loco, Tom. Siempre has estado loco. No me gustas en absoluto, pero nunca te mataría.

Lloyd vio cómo el amanecer se asomaba por el horizonte del este, y recortaba la silueta de Los Ángeles con hebras de oro. De repente se sintió solo y deseoso de estar con una mujer. Se sentó en las escaleras y consideró las opciones que se le presentaban. Estaba Sybil, pero lo más probable era que hubiera vuelto con su marido, tal como considerara la última vez que hablaron. Esta­ba Collen, pero seguramente se encontraba en Santa Bárbara ha­ciendo sus ventas. ¿Leah? ¿Meg? Ya no había nada entre ellas, y resucitar viejas historias con la fiereza de su deseo matutino no podía sino resultar doloroso a la larga. Tan sólo le quedaba la posibilidad incierta de Sarah Smith.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, Lloyd llamó a su puerta. Ella le abrió la puerta con los ojos medio cerrados, vestida con un albornoz azul. Cuando sus ojos lograron verle, rompió a reír.

—No tengo aspecto cómico, ¿verdad? —preguntó Lloyd.

Sarah sacudió la cabeza.

—¿Qué te ocurre, te ha echado tu mujer?

—Algo parecido. Ha descubierto que soy un vampiro enmasca­rado. Me paseo de madrugada por las calles solitarias de Los Án­geles en busca de mujeres jóvenes y hermosas que me hagan una transfusión. Dame la mejor de tus sangres.

Sarah rió.

—Yo no soy hermosa.

—Sí que lo eres. ¿Tienes que ir a trabajar?

Y Sarah respondió:

—Sí, pero puedo llamar diciendo que estoy enferma. Nunca he estado con un vampiro.

Lloyd la tomó de la mano mientras ella le invitaba a entrar.

—Entonces, permíteme que me presente —dijo.