Paseaba en su coche por el Ventura Bulevard, saboreando la novedad de la prolongación de las horas de luz solar, la claridad de aquellas tardes tan largas y aquel calor primaveral a destiempo que hacía que las rameras se vistieran con corsés y minifaldas y las mujeres normales con una profusión de recatados y veraniegos tonos pastel: rosa, azul y verde claro y amarillo pálido.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez y atribuía este lapsus a los continuos cambios del tiempo que le enturbiaban la cabeza: un día hacía calor y el siguiente era frío y lluvioso; nunca se sabía cómo irían vestidas las mujeres, así que uno no sabía a qué atenerse. No se puede percibir el color ni la textura de lo que una mujer es, hasta que se la contempla en un contexto coherente. Sabe Dios cuando el plan empezaba, los pequeños flujos de su vida se hacían demasiado evidentes. Si en aquel momento perdía su amor por ella, el sentimiento de lástima resultante reafirmaba los aspectos espirituales de su empresa y le conferían el distanciamiento necesario para llevar a cabo el trabajo.
Pero el trazado del plan era por lo menos la mitad del total, la parte que le edificaba y le limpiaba, que le permitía ponerse a salvo del caos y la impunidad precaria de un mundo que engullía lo refinado y lo sensible para vomitarlos con gran pérdida de fluido.
Mientras decidía pasar por el Cañón de Topanga en su camino de vuelta a la ciudad, desconectó el aire acondicionado y puso una cinta de meditación en su radiocasete, una que enfatizaba su tema preferido: el autor silencioso, seguro de sí mismo y comprensivo, armado de un propósito compasivo. Escuchó el discurso del predicador que, con voz agreste, hablaba sobre la necesidad de tener metas.
—Lo que distingue al hombre de acción del hombre que se refugia en el inframundo del éxtasis, es el camino, tanto interior como exterior, hacia metas que valgan la pena. Andar por este camino constituye, al mismo tiempo, el viaje y el destino, el regalo que se da y se recibe. Tu vida puede cambiar para siempre si sigues este sencillo programa de treinta días. En primer lugar, piensa en lo que más deseas en este momento; desde la iluminación espiritual hasta un coche nuevo. Escribe dicha meta en un pedazo de papel y pon junto a ella la fecha del día de hoy. A continuación, durante los treinta días siguientes, quiero que te concentres en la consecución de esta meta, y que no permitas que pensamientos de fracaso entren en tu mente. Si estos pensamientos se entrometen, ¡expúlsalos! ¡Expúlsalo todo excepto los pensamientos puros y buenos encaminados a la consecución de tu meta, y empezarán a ocurrir milagros!
Él lo creía y lo ponía en práctica. Tenía veinte pedazos de papel, cuidadosamente doblados, que testificaban que funcionaba para él.
La primera vez que había puesto en marcha aquella cinta, quince años atrás, en 1967, se había sentido impresionado. Pero en aquel momento no había sabido lo que deseaba. Lo supo tres años más tarde, cuando la vio a ella. Se llamaba Jane Wilhelm. Nacida y educada en Grosse Point, se había marchado de Bennington en su último año de escuela, hacia el oeste, en busca de nuevos valores y nuevas amistades. Se había dejado caer, vestida con su falda escocesa y su rebeca, por los ambientes de droga de Sunset Strip. La primera vez que la había visto había sido frente al Whisky Au Go Go, charlando con un atajo de hippies que, evidentemente, trataban de desbancar su inteligencia y su buena educación. Él se la llevó aparte y le habló de su casete y de los pedazos de papel. Sus palabras le afectaron, pero se echó a reír con fuerza en varias ocasiones. Le dijo que si quería bailar por qué no se lo preguntaba, simplemente. El romanticismo era ridículo, y ella era una mujer liberada.
Fue entonces, al sentirse rechazado, cuando él tomo su posición moral por vez primera. Supo con exactitud cuál sería su meta inmediata y futura: la salvación de la inocencia femenina.
Mantuvo a Jane Wilhelm bajo discreta vigilancia hasta el final del período de treinta días prescrito por el predicador. La observó mientras salía con sus amantes e iba a conciertos de rock. Poco después de la medianoche del treinta y uno, Jane salió sola y tambaleante de la Discoteca Gazzari’s. Desde su coche, aparcado en el lado sur de Sunst, la observaba, mientras ella cruzaba la calle haciendo eses. Encendió las luces largas del coche y la iluminó directamente a la cara, para memorizar sus facciones desencajadas por la droga y sus ojos dilatados. Sería la última vez que Jane se envilecería. La estranguló allí mismo, en la acera, y luego tiró su cuerpo en el maletero del coche.
Tres noches más tarde, se dirigó hacia los campos de los alrededores de Oxnard. Tras rezar una oración al borde de la carretera, parecida al discurso de su cinta, enterró a Jane en la tierra blanca que había junto a una cantera de piedras. Al parecer su cuerpo nunca fue hallado.
Giró por la carretera del Cañón de Topanga repasando la metodología que le había permitido salvar a veinte mujeres sin que nadie sospechara de él. Era bastante simple: se convertía él mismo en sus mujeres y pasaba meses enteros asimilando los detalles de sus vidas, saboreando cada matiz, catalogando cada imperfección y cada virtud antes de decidir el método de eliminación. Entonces, lo confeccionaba a la medida de cada una de ellas, de lo más profundo de su alma. Así pues, el cortejo era el trazado del plan, y el asesinato el desposorio.
El pensar en el cortejo provocó en su mente la aparición de una ráfaga de ardiente imaginería, que removió el recurdo de detalles prosaicos, de aquellas pequeñas intimidades que sólo un amante puede apreciar.
Elaine, de 1969, aquella que adoraba la música barroca; quien, a pesar de ser bonita, pasaba virtualmente todo su tiempo libre escuchando a Bach y a Vivaldi con las ventanas de su apartamento abiertas, incluso en pleno invierno, deseosa de compartir la belleza que sentía con un mundo empeñado en ignorarla. Él había pasado noches enteras, sobre el tejado de una casa próxima, escuchando a través de un micrófono oculto. Había oído sus declaraciones de soledad, musitadas entre los compases de la música, casi sollozando mientras sus corazones se fundían con los acordes de los Conciertos de Brandeburgo.
Dos veces había entrado en el apartamento de Elaine en busca de indicios que le indicaran el modo más apropiado de salvar su alma. Se había decidido a esperar, a meditar sobre el final de la vida de aquella mujer, cuando encontró, debajo de sus jerséis, una solicitud para un servicio de citas amorosas por ordenador. Que Elaine hubiera sucumbido ante tal vulgaridad fue la puntilla final.
Se pasó un mes entero estudiando su caligrafía y una semana componiendo una nota de suicidio con aquella letra. Una fría noche, después del Día de Acción de Gracias, se escurrió por una ventana y vació tres cápsulas y media de Seconal en una botella de zumo de naranja de la que sabía que Elaine bebía cada noche, antes de acostarse. Más tarde, observó a través de un telescopio cómo ella se tomaba su refresco letal. Luego, la dejó dormir durante dos horas antes de entrar en el apartamento para dejar la nota y abrir la llave del gas. Como acto final de amor, puso un concierto de flauta de Vivaldi en el estéreo para que la acompañara en su último viaje.
Los recuerdos enceguecedores de otras de sus amantes hicieron que sus ojos se inundaran de lágrimas mientras reconstruía mentalmente los momentos más culminantes: Karen, la aficionada a los caballos, cuya casa era todo un monumento dedicado a su pasión equina; Karen, la que montaba a pelo por las colinas de Malibú y que murió a horcajadas de su caballo roano, cuando él salió corriendo por un escondite y asestó un porrazo al caballo para que se cayera por un acantilado. Mónica, la que tenía un gusto exquisito por las pequeñas cosas, que vestía su cuerpo castigado por la polio, al que odiaba, con las mejores sedas y lanas. Mientras él leía furtivamente fragmentos de su diario y observaba crecer en ella la aversión hacia el propio cuerpo, supo que la última misericordia sería por desmembramiento. Después de estrangular a Mónica en su apartamento de Marina Del Ray, la descuartizó con una motosierra y lanzó al océano sus miembros, metidos en bolsas de plástico, cerca de Manhattan Beach. La policía atribuyó el asesinato al «asesino de las bolsas de la basura».
Se limpió las lágrimas de los ojos y sintió que sus recuerdos se transmutaban en anhelo. Volvía a ser el momento.
Entró en Westwood Village, aparcó en una zona azul y decidió dar un paseo, dispuesto a no ser temerario, aunque tampoco excesivamente precavido. Caía el anochecer, con el que llegó el correspondiente descenso de temperatura y las calles del Village hervían con vitalidad femenil; había mujeres por todas partes, mujeres que se arropaban con sus suéteres, que se arrimaban a los escaparates mientras esperaban para entrar en el cine o el teatro, que removían entre libros, que pasaban junto a él, a su alrededor, por encima de él.
El ocaso se convirtió en noche y con la llegada de la oscuridad las calles se vaciaron hasta el punto de que cada mujer se distinguía en todo su carácter único. Fue entonces cuando la vio, enfrente de la Librería Hunter, escudriñando a través de la ventana como si estuviera buscando una visión. Era alta y esbelta, y llevaba un mínimo de maquillaje sobre un rostro suave que parecía esforzarse en proyectar un aire de insensatez. Decidió que debía tener unos veintitantos años, que debía ser ambiciosa, de naturaleza abierta y con sentido del humor. Entraría en la librería, se miraría los best-sellers, luego las ediciones de calidad y finalmente se decidiría por una novela romántica o una de serie negra. Se encontraba sola. Le necesitaba.
La mujer enroscó el cabello y lo sujetó con una horquilla. Dio un suspiro y entró en la librería, para dirigirse con decisión hacia una mesa cubierta de libros de autoperfeccionamiento. Había de todo, desde El divorcio creativo hasta Cómo triunfar gracias al yoga dinámico. La mujer dudó unos instantes y tomó un ejemplar de Los campos de energía sinergética pueden salvar su vida, que llevó hasta la caja.
Él se mantuvo todo el tiempo a una distancia discreta y cuando ella extrajo un talonario para pagar su compra, se aprendió de memoria el nombre y la dirección impresas en los cheques:
LINDA DEVERSON
3583 AVENIDA MENTONE
CULVER CITY, CALIF. 90408
No se quedó a escuchar la conversación entre Linda Deverson y el cajero. Salió de la tienda y corrió hacia su coche, embrigado de amor y de un imperativo territorial: el poeta quería ver los terrenos de su nuevo noviazgo.
Tres semanas más tarde, mientras revelaba el último carrete de fotos, pensó que Linda Deverson tenía muchas facetas distintas. Mientras extraía las fotos del líquido revelador, la vio revivir en blanco y negro: Linda saliendo de la oficina en la que trabajaba de agente de la propiedad, Linda haciendo footing por el bulevar San Vicente, Linda mirando por la ventana del salón de su casa, fumando un cigarrillo.
Cerró la tienda, cogió las fotos y subió a su apartamento. Como siempre que se movía en su reino de sombras, se sintió orgulloso. Orgulloso de haber tenido la paciencia de ahorrar y perseverar, sin rendirse en su determinación, de poseer aquel lugar que le había proporcionado los mejores momentos de su juventud.
Cuando sus padres murieron y le dejaron sin hogar, a los catorce años, había entablado amistad con el propietario de Silverlake Camera, una tienda de fotografía, que le pagaba veinte dólares a la semana por barrer la tienda y le dejaba dormir en el suelo y estudiar en el lavabo de los clientes. Estudió mucho e hizo que el propietario se sintiese orgulloso de él. El propietario era aficionado a las carreras de caballos y al juego, y utilizaba la tienda como local de apuestas ilegales. Él siempre había pensado que su benefactor, que estaba enfermo del corazón y carecía de familia, le dejaría la tienda. Pero estaba equivocado, ya que cuando murió la tienda pasó a manos de sus deudores de juego, que pronto la convirtieron en un infierno. Los empleados eran unos incompetentes, y la pequeña tienda se convirtió en una guarida de tahúres: apuestas de caballos, quinielas, venta de drogas.
Cuando vio lo que habían hecho con su santuario, decidió que tenía que salvarlo a cualquier precio.
Se ganaba muy bien la vida haciendo de fotógrafo free-lance, en bodas, comuniones y banquetes, y había ahorrado dinero más que suficiente para comprar la tienda, tan pronto como ésta saliera a la venta. Pero sabía que la escoria que la regentaba nunca estaría dispuesta a venderla, porque se estaba convirtiendo en un negocio ilegal de lo más productivo. Aquello le ofendía tanto que se olvidó por completo de su cuarto noviazgo, y lanzó toda su energía nueva hacia el propietario de su devastado santuario.
No habían servido de nada las infinitas llamadas a la policía y al fiscal del distrito. No pensaba actuar contra los maleantes de Silverlake Camera. Desesperado, buscaba nuevos medios.
Había estado vigilando al nuevo propietario y sabía que cada noche se emborrachaba en un bar de Sunset. Sabía que a la hora de cerrar, tenían que meter al hombre en un taxi, y que el taxista que le recogía cada noche a la puerta del bar era un jugador compulsivo que tenía muchas deudas. Con la misma diligencia que dedicaba a sus noviazgos, salió a trabajar. Primero, compró treinta gramos de heroína sin cortar, se acercó hasta el taxista y le hizo la oferta. El taxista aceptó, y al día siguiente abandonó la ciudad de Los Ángeles.
Dos noches más tarde, era él quien se encontraba frente al bar, tras el volante del taxi, a la hora de cierre. Exactamente a las dos en punto de la madrugada, el propietario de Silverlake Camera apareció por la puerta, se deslizó en el asiento trasero del taxi y se quedó frito. Llevó a aquel hombre hacia la esquina de la calle Alvarado, y metió una bolsa de plástico llena de heroína en el bolsillo de su abrigo. Luego, llevó a rastras al borracho inconsciente hasta la tienda, y lo dejó sentado ante la entrada, con la llave en su mano derecha.
Buscó una cabina telefónica, llamó a la policía de Los Ángeles y les comunicó que se estaba cometiendo un robo. Ellos se encargaron del resto. Mandaron tres coches patrulla a las calles Sunset y Alvarado. Cuando el primer coche paró ante la tienda, el borracho se despertó, se puso en pie y se metió al mano en el bolsillo. Los dos policías, malinterpretando su gesto, le dispararon y le mataron. Silverlake Camera pasó a sindicatura a la semana siguiente y él la compró.
Ya eran suyos la tienda de material fotográfico y el apartamento de tres habitaciones que había en la parte superior. Se decidió a renovarlos, como si de componer una sinfonía se tratara. Una completa y estética declaración de voluntad, impregnada de su propio pasado y del de aquellos tres personajes que le habían proporcionado la terrible catarsis que ahora le dejaba en libertad para salvar la inocencia femenina.
Dedicó una pared entera a sus atacantes un collage fotográfico que dejaba constancia del retorcido progreso de sus vidas: un envarado comisario de la oficina del sheriff del condado de Los Ángeles y su mocoso lacayo, un chapero. El breve y violento tránsito que habían tenido con él, había desviado sus vidas hacia lo negativo, haciendo de la obtención de dinero y poder los únicos bálsamos de su vacuidad espiritual. Las imágenes pegadas en la pared lo explicaban con claridad: el Pájaro, plantado en una esquina de Boys Town, el barrio homosexual de la ciudad, meneando cadera y con ojos voraces, a la caza de hombres solitarios y pervertidos dispuestos a darle diez dólares a cambio de diez minutos de placer; y el otro, musculoso, gordo y de rostro hinchado, que miraba fijamente desde la ventanilla de su coche patrulla en su distrito del Hollywood oeste. Había jurado proteger a los chaperos y gays, pero éstos desdeñaban su «protección» y le ridiculizaban llamándole el Oficial Cerdo.
La pared opuesta estaba cubierta de descoloridas fotografías de anuario de su primer amor. Su inocencia había quedado preservada para siempre gracias a la extraordinaria distinción de su arte. Había disparado las fotos el día de su graduación, en 1964, y no fue hasta una década más tarde, cuando ya era un experto en fotografía, cuando se sintió lo bastante seguro para embarcarse en un complicado proceso de reproducción, destinado a prolongar su vida. Pegadas junto a las fotografías había ramas de rosal, nudosas, marchitas y retorcidas —veinte en total—, el detritus de los tributos florales que había mandado a su amada, después de aclamar a la mujer en su nombre.
Se había propuesto convertir su santuario en un testamento total, dedicado a aquellos tres personajes, pero durante años su metodología le había dado esquinazo. Había conseguido una aproximación visual, pero ahora queria oír respirar a sus personajes.
La solución se le ocurrió durante un sueño. Atadas al eje de una gigantesca placa giratoria de grabación, había varias mujeres jóvenes. Él estaba sentado ante el tablero de mandos de un complicado sistema electrónico, y apretaba botones y tiraba de palancas en un esfuerzo frustrado por hacer chillar a las mujeres. Él mismo se sentía a punto de gritar y, de algún modo, consiguió sofocar su frustración agitando los brazos para echar a volar. Mientras sus brazos se movían en el aire, se quedó sin respiración, y estaba a punto de sofocarse cuando sus manos rozaron unos fragmentos de cinta magnética que flotaban libremente en el aire. Se agarró a la cinta y la utilizó como lastre para regresar al tablero de control. Durante su vuelo, todas las luces del tablero se habían apagado, y cuando empezó a accionar interruptores, se volvieron a encender, hubo un cortocircuito y explosión de sangre. Él empezó a rellenar aquellos agujeros sangrientos con trozos de cinta. La cinta se deslizó por las aberturas, hacia la placa giratoria y alrededor del eje, estrujando a las jóvenes que estaban cautivas. Sus gritos le despertaron del sueño, confundidos con su propio chillido, al descubrir que su ingle había explotado entre sus manos prietas.
Aquella mañana adquirió dos grabadoras transistorizadas, dos micrófonos diminutos, cien metros de cable y un aparato receptor. En una semana, tanto el apartamento del Oficial Cerdo como el de su amada, estuvieron equipados con unos aparatos de escucha ingeniosamente ocultos y el acceso a sus vidas se hizo completo. Hacía incursiones semanales para cambiar las cintas, y casi explotaba de emoción cuando regresaba a casa y escuchaba sus respiraciones, enterándose de intimidades que ni el más apreciado de los amantes llegaría a saber jamás.
Dichas intimidades validaban su juicio. Su primer amor tomaba a sus amantes carnales con precaución. Eran hombres en apariencia sensibles, que la amaban y capitulaban absolutamente ante su sutil voluntad. Llegó a la conclusión de que se encontraba sola, bajo su a veces estridente fachada feminista. Pero era natural: ella era una poetisa, una de las más conocidas a nivel local, y la soledad es el castigo de todas las personas creativas. El Oficial Cerdo era, por supuesto, la corrupción encarnada. Un poli que aceptaba sobornos de los macarras de Boys Town, permitiéndoles ejercer su ruin oficio mientras él y sus débiles colegas hacían la vista gorda. El Pájaro era su contacto, y tras horas de escuchar a sus dos antiguos compañeros de escuela recrearse en sus despreciables negocios, se convenció de que la mezquindad de sus vidas era su venganza.
Pasaron sus años de escucha, largas tardes en las que se masturbaba en completa oscuridad mientras las cintas sonaban a través de los altavoces. Se acrecentó aún más su deseo de estar en total sincronía con aquellos que le habían proporcionado su renacimiento, y en el aniversario del comienzo escenificó unos esponsales, maquinados como suicidios para celebrar su propio acto de sumisión sobre un pasillo de colegio cubierto de serrín. Se masturbó cuatro veces: dos en el patio trasero del Oficial Cerdo, y una vez en su propio apartamento. El amor que había sentido en aquellos momentos de ensueño simbiótico, había magnificado sus explosiones a mano prieta, y sabía que cada fragmento de arte fotográfico, de respiración y de sangre que derramaba, servirían sólo para mantener aún más inviolado su santuario.
De vuelta al presente, pensó de nuevo en las muchas cosas que definían a Linda Deverson, y sintió que su mente se quedaba en blanco cuando intentaba encontrar una trama narrativa que imponer al tumulto de imágenes que constituían su nuevo amor.
Soltó un suspiro y cerró la puerta de su apartamento tras de sí, luego cogió las fotografías de Linda y las pegó a la ventana de cristal emplomado, estilo Tiffany, que había enfrente de su mesa escritorio. Volvió a suspirar y empezó a escribir:
17-5-82
Tres semanas de noviazgo y todavía no tengo acceso a su apartamento.
La única puerta tiene cerradura triple y voy a necesitar una palanca muy gruesa para entrar. Tendré que arriesgarme cuanto antes. Linda parece ser muy poco accesible. O tal vez no. Lo que me ha cautivado de ella es su sentido del humor, la triste sonrisa que ilumina su cara cuando saca un cigarrillo de su jersey después de correr cinco kilómetros por San Vicente. Sus firmes aunque humorísticas negativas a salir con los obstinados vendedores con los que comparte un despacho en las oficinas de la inmobiliaria. El modo como habla sola cuando cree que nadie la ve, y la manera descarada que tiene de cubrirse la boca con la mano cuando alguien la pesca haciéndolo. Hace dos noches la seguí hasta el seminario de Campos de Energía Sinergética. La misma sonrisa triste cuando firmó un cheque para la matrícula, y otra vez en la primera «reunión», cuando le dijeron que no podía fumar. Creo que Linda posee el mismo distanciamiento que he observado en los escritores —el deseo de entrar en comunicación con la humanidad, de tener una base o un sueño en común—, aunque necesita mantenerse a distancia, mantener sus verdades intrínsecas (aunque universales) por encima del colectivo. Linda es una mujer sutil. Mientras tenía lugar la primera reunión (una charla ambigua sobre la unidad y la energía), me metí en la oficina de registro y robé su hoja de inscripción. Ahora sé todo esto sobre mi amada:
1. Nombre: Linda Holly Deverson
2. Fecha de nacimiento: 29/4/1952
3. Lugar de nacimiento: Goleta, California
4. Estudios: Secundarios 1 2 3 4
Universitarios 1 2 3 4
Doctorales
5. ¿Cómo descubrió los C. E. S. ? —He leído su libro.
6.¿Cuál de estas palabras le describe mejor?
1. Ambicioso
2. Atlético
3. Agresivo
4. Lúcido
5. Introvertido
6. Embriagado
7. Inquisitivo
8. Pasivo
9. Malhumorado
10. Sensible
11.Apasionado
12. Estético
13. Materialista
14. Generoso
7. ¿Por qué ha venido al Instituto de C. E. S. ? —Sinceramente, no lo sé, algunas de las cosas que leí en su libro, me han parecido cosas verdaderas que podrían ayudarme a mejorar.
8. ¿Cree usted que los C. E. S. pueden cambiar su vida? —No lo sé.
Una mujer sutil. Yo puedo cambiar su vida, Linda. Soy el único que puede hacerlo.
Tres noches después, entró en su apartamento.
Lo había calculado y planeado con sumo cuidado. Sabía que ella estaría en el segundo seminario de Campos de Energías Sinergéticas, cuyo horario era desde las ocho de la tarde hasta la medianoche. A las siete cuarenta y cinco, él se encontraba frente al Instituto de C. E. S., en el número 14 de calle Montana de Santa Mónica, armado de un maletín de palancas y de finos guantes de goma.
Sonrió cuando vio a Linda aparcar su coche, sonreír a otros participantes y fumarse apresuradamente un último cigarrillo antes de entrar a toda prisa en el edificio de ladrillo rojo. Aguardó diez minutos y luego fue hasta el coche de la chica, un Camaro del 69, abrió el capó y colocó el cortocircuitador en la parte inferior del generador del coche. Si alguien intentaba poner en marcha el Camaro, se conectaría unos instantes y quedaría inutilizado. Se sonrió ante la perfección del aparato, cerró el capó y corrió hacia su propio coche. Luego, se encaminó hacia la casa de su amada.
Era una oscura noche de primavera, y los vientos cálidos le proporcionaban un camuflaje auditivo. Aparcó una manzana más abajo, y se encaminó por la avenida Mentone con una bolsa de papel en la mano, en la que llevaba una palanca y un radio transistor. En el mismo momento en que se levantó una fuerte ráfaga de viento, dejó la radio en el suelo, frente a la ventana del salón de Linda y puso el volumen a toda pastilla. La noche se vio bombardeada por una música punk, y él, mientras tanto, empotró la palanca en la ventana con todas sus fuerzas, agarró la radio y corrió hasta el coche.
Esperó durante veinte minutos, hasta asegurarse de que nadie había oído el ruido y que no se había disparado alarma alguna. Luego, regresó junto a la ventana y se escurrió en el interior del apartamento.
Corrió las cortinas sobre la ventana rota, respiró profundamente y aguardó a que sus ojos se habituaran a la oscuridad; luego, siguiendo su curiosidad más urgente, fue directo hacia donde debía estar el cuarto de baño. Encendió la luz y fisgoneó en el armario de las medicinas; registró el equipo de maquillaje que había sobre el lavabo, incluso miró en el cesto de ropa sucia. Su corazón suspiró de alivio. No había ningún tipo de anticonceptivo de ninguna clase. Su amada era casta.
Dejó la puerta entreabierta y entró en el dormitorio. Enseguida se dio cuenta de que no había luz general y encendió la lámpara que se encontraba junto a la cama. Su resplandor difuso le proporcionó luz necesaria para actuar y abrió de par en par las puertas del armario empotrado, ávido por acariciar los tejidos que cubrían el cuerpo de su amada.
El armario estaba repleto de prendas colgadas en sus perchas. Las cogió en un gigantesco abrazo y las llevó hasta el cuarto de baño. La mayor parte eran vestidos de una gran variedad de tejidos y estilos. Temblando, acarició trajes de poliéster y lencería de algodón, bragas de seda sintética y trajes de ejecutiva de tweed; cinturones, mantones, pañuelos, todo muy femenino y apuntando a la sutil y selecta naturaleza de Linda Deverson. «Ella no sabe quién es —se dijo para sí—, por eso compra ropas que reflejen todo lo que ella podría ser».
Cogió el montón de ropa, lo llevó de vuelta a su armario y lo colocó tal cual estaba antes, para luego salir en busca de ulteriores evidencias de la castidad de Linda. Las encontró junto al teléfono; todos los números telefónicos de su libreta de direcciones pertenecían a mujeres. Su corazón saltó de alegría. Entró en la cocina y revolvió bajo el fregadero hasta encontrar un bote de pintura y un pincel rígido. Abrió el bote, tomó un enorme brochazo de pintura y pintarrajeó: «Clanton 14 —Culver City— Viva la Raza» sobre la pared de la cocina. Para que resultara más convincente, cogió una tostadora eléctrica y un radiocasete portátil y se los llevó consigo.
Dejó la tostadora sobre el asiento del coche, condujo hasta el Instituto de C. E. S y quitó el cortocircuitador del coche de Linda, y entonces se marchó a su casa para meditar sobre la sutileza de aquella mujer.
La noche del miércoles siguiente tenía lugar la primera reunión de «Debate» sobre los Campos de Energías Sinergéticas. Había comprado su entrada dos días antes en un puesto de Tickerton que se encontraba junto a su tienda de fotografía y sentía curiosidad por lo que Linda iba a preguntar a los organizadores de los C. E. S., ya que parecía no haber obtenido muchos beneficios de sus prácticas. Estaba seguro de que su amada formularía preguntas escépticas e inteligentes.
Frente al instituto, se congregaba un grupo de fanáticos religiosos que llevaban pancartas: «¡La Sinergética es pecado! ¡Jesús es el único camino!». Mientras atravesaba entre medio del grupo de congregados, se rió para sus adentros. Pensaba que Jesús era vulgar. Uno de aquellos zelotes se percató de la sonrisa irónica de su rostro y le preguntó si había sido salvado.
—Veinte veces —replicó él.
El zelote se quedó mudo. Se había enfrentado con sacrilegos de todas clases, pero aquel pertenecía a una nueva categoría. Se apartó y dejó entrar a aquel hereje inclasificable.
Una vez en el interior, el poeta dio su entrada al guarda de seguridad, quien le ofreció un cojín grande y le indicó la dirección de la sala de asambleas. Anduvo a lo largo de un pasillo en cuyas paredes colgaban retratos de sinergéticos célebres, y entró en una lujosa habitación. A su paso, muchos de los congregados se giraron con ansiedad, analizando y haciendo comentarios sobre los recién llegados. Aposentó su cojín al fondo de la habitación y tomó asiento con la mirada fija en la puerta.
Unos instantes más tarde entraba ella, colocando su cojín a escasos centímetros de él. Su corazón le dio un vuelco y empezó a latir con tanta fuerza que creyó que iba a sofocar todo el pseudomisticismo que flotaba en la sala. Se miró fijamente los pies y asumió una pose meditativa, con la esperanza de que esto bloquearía cualquier intento de conversación por parte de su amada. Cerró tan fuertemente los ojos y apretó tanto las manos que se sentía como una granada de artillería a punto de estallar.
En aquel momento, las luces de la habitación bajaron de intensidad dos veces consecutivas, indicando que la sesión estaba a punto de dar comienzo. Mientras las luces se apagaban por completo y se distribuían velas por puntos estratégicos de la sala, se alzó un siseo sobre la asamblea. Aquella repentina oscuridad le sobrecogió y le abrazó como un amante. Volvió la cabeza y captó la silueta de Linda en la penumbra. «Mía —se dijo a sí mismo—, mía.»
Empezaron a sonar unos acordes de sitar, seguidos de una suave voz masculina.
—Sentid cómo las barreras que os separan de vuestro yo superior se comienzan a disipar. Sentid cómo vuestro yo interior se funde con la sinergia de otros campos de fuerza sintonizados para producir energía verdadera y de unión. Sentid la síntesis de vosotros mismos con todo lo bueno del cosmos. —La voz se convirtió en un susurro—. Me encuentro hoy aquí para dirigirme personalmente a vosotros, para ayudaros a aplicar los principios de los campos de energía sinergética a vuestras propias vidas. Éste es nuestro tercer día de taller. Tenéis la munición necesaria para cambiar vuestras vidas para siempre, pero estoy seguro de que tenéis muchas preguntas que hacer. Por eso me encuentro aquí. ¡Luces, por favor!
Las luces se encendieron, deslumbrándole. Mientras modulaba cuidadosamente su respiración para mantener el control, observó cómo un hombre joven, de cabellos plateados y vestido con un blazer azul, se encaminaba hacia un atril cubierto de flores que se encontraba en la parte frontal de la sala. Su aparición fue recibida con estruendosos aplausos y miradas embelesadas.
—Gracias —dijo el hombre—. ¿Alguna pregunta?
Un hombre de edad, sentado al principio de la sala, alzó su mano y dijo:
—Sí, yo quiero hacer una pregunta. ¿Qué pensáis hacer con los negros?
El hombre del atril se puso colorado como un tomate, bajo su peinado plateado, y dijo:
—Bueno, no creo que esto case con los temas a tratar. Creo…
—¡Pues yo sí! —bramó el viejo—. ¡Vosotros usurpasteis este edificio a los de Moisés, y tenéis la responsabilidad cívica de afrontar el problema de los negros! —El viejo miró a su alrededor en busca de apoyo, pero no obtuvo sino encogimientos de hombros y miradas hostiles. El hombre del atril chasqueó los dedos y entraron dos corpulentos adolescentes, vestidos con americana.
El viejo insistió.
—Yo fui miembro de la Logia de Moisés durante treinta y ocho años, y maldigo el día en que os vendimos esto. Voy a convocar una reunión de la plana mayor y conseguiré que se levante la orden de sacar de Wilshire a todos los negros y farsantes religiosos. Soy un miembro de honor y… —Los adolescentes agarraron al anciano por los brazos y piernas y lo sacaron, chillando, mordiendo y pataleando, de la habitación.
El hombre del atril pidió silencio, alzando los brazos con gesto suplicante para apaciguar el abucheo que siguió a la marcha del viejo. Se pasó la mano sobre su cabello plateado y dijo:
—¡Ahora hay alguien que tiene un mal karma sinergético! ¡El racismo es un chakra inferior!
Linda Deverson alzó la mano con determinación y exclamó:
—Quiero hacer una pregunta. Hace referencia a este anciano. ¿Qué ocurre si su yo interior es malo y todos sus campos de fuerza nativos están tan torcidos por el miedo y el enojo que todo a lo que pueda referirse carezca de sentido? ¿Qué ocurre si tiene tan sólo un único germen de curiosidad, de amabilidad, y ha sido esto lo que le ha traído hoy aquí? Él ha pagado para asistir a esta reunión, él…
—Su dinero le será reembolsado —interrumpió el hombre del atril.
—¡No es eso a lo que me refiero! —gritó Linda—. ¡No es eso lo que quiero decir! ¿No entiendes que no se puede despachar a este hombre con un pobre comentario sobre el chakra inferior? No entiendes… —Linda golpeó su cojín con las manos, se puso en pie y salió corriendo de la sala.
—¡Dejadla marchar! —dijo el líder del grupo—. Si abandona el programa, le será devuelta su miseria. ¡Que pague por su chakra!
Sin apenas poder contener su excitación, él se levantó para seguirla y casi fue arrollado por una mujer alta y jovial, vestida con traje de pana. Cuando llegó a la zona de aparcamiento, se la encontró hablando con Linda, quien se estaba fumando un cigarrillo y enjugándose lágrimas de enojo de los ojos. Escudado por un elevado seto, pudo oír con claridad su conversación.
—¡Mierda, mierda, mierda! —musitaba Linda.
—Olvídalo —le decía la mujer—. Unas veces ganas algo, otras pierdes algo. Llevo buscando unos cuantos años más que tú; escucha la voz de la experiencia.
Linda rió.
—Probablemente, tienes razón. ¡Dios, me tomaría una copa!
—A mí tampoco me vendría mal —dijo la mujer—. ¿Qué tal un whisky?
—Me encanta.
—Bien. Tengo una botella de Chivas en casa. Vivo en Palissades. ¿Has venido en tu coche?
—Sí.
—¿Quieres seguirme?
Linda asintió y tiró su cigarrillo al suelo.
—Encantada.
Él las siguió mientras conducían, por las retorcidas calles del Cañón de Santa Mónica, hasta que llegaron a una manzana de casas de gran tamaño y bordeadas de césped. Observó cómo el primer coche encendía su intermitente derecho y giraba por una calle lateral, larga y circular. Linda giró a continuación y aparcó detrás del coche. Él entró en la calle, aparcó en la esquina y se fue paseando con disimulo hasta la casa en la que había entrado la mujer.
El césped se extendía a ambos lados de la casa y unos grandes arbustos de hibiscus delimitaban el perímetro. El poeta se escurrió entre la barrera vegetal y se abrió camino a lo largo de ésta, oculto entre las sombras, para hacer un circuito completo alrededor de la casa antes de conseguir ver a las dos mujeres instaladas en sendos sillones, en una estancia cálida. Agachado en cuclillas, observó cómo Linda sorbía su whisky y reía gustosamente, y se imaginó que era él quien la estaba regalando con su ingenio y con los versos humorísticos que había compuesto para ella. La otra mujer también se reía, se golpeaba la rodilla y, cada dos por tres, cogía la botella que había sobre la mesita para rellenar el vaso de Linda.
Se encontraba con la mirada fija en la ventana, extasiado con las risas de Linda, cuando de repente cayó en la cuenta de que algo andaba definitivamente mal. Su instinto nunca le había fallado y en el preciso instante en que estaba a punto de descubrir la causa de su incomodidad, vio cómo las dos mujeres se aproximaban lentamente la una a la otra y, con perfecta sincronización, se besaban en los labios, primero con timidez, después con avidez, tirando al suelo la botella de whisky mientras se unían en un furioso abrazo. Él profirió un grito, pero ahogó el sonido tapándose la boca con la mano. Alzó el otro puño, dispuesto a destrozar la ventana, pero la razón le paró a tiempo y descargó su puño contra el suelo.
Otra vez volvió a mirar al interior de la casa. Las mujeres no se hallaban a la vista. Presionó frenéticamente la cara contra el cristal hasta casi descoyuntarse el cuello por el axis, hasta que vio dos pares de piernas desnudas y abrazadas, retozando sobre el suelo. Entonces sí que chilló, y el sonido inhumano y terrorífico de su propia voz le impulsó hacia la calle. Corrió hasta que le ardieron los pulmones y las piernas empezaron a flaquearle. Entonces cayó de rodillas y se quedó completamente quieto, mientras danzaban en su mente las reconfortantes imágenes de las otras veinte mujeres. Pensaba en ellas en los momentos de su salvación y en lo mucho que se parecían a aquellas que, muchos años atrás, habían traicionado su verdadero amor.
Reconfortado por la rectitud de su empresa, se puso en pie y regresó junto a su coche.
El cumplimiento de los rituales de la vida le permitió operar durante la siguiente semana, y apartó de su mente las imágenes de la traición para no precipitarse en una acción desesperada.
Desde la mañana hasta última hora de la tarde, se cuidaba de la tienda y después atendía las llamadas de su contestador automático. Le llegaban muchos contratos para bodas, como solía ocurrir cada primavera, y aquel año podría permitirse el lujo de escoger los encargos. Se pasaba las tardes entrevistando a los padres de las parejas, que creían ser ellos los entrevistadores. Se había decidido a no aceptar ni a feos ni a gordos. Solamente quería a gente joven, esbelta y guapa ante su cámara. Se lo debía a sí mismo.
Cada día, después de poner en orden sus negocios, se encaminaba hasta Palissades para observar cómo Linda Deverson y Carol March hacían el amor. Se vestía de negro y se subía a un poste telefónico que quedaba oculto en la oscuridad, y desde allí escudriñaba a través de la ventana del dormitorio del piso superior, para ver a ambas mujeres emparejadas bajo las mantas de una cama de agua. Alrededor de la media noche, cuando sus brazos se habían quedado rígidos por abrazar durante horas la ruda madera del poste, veía cómo una Linda satisfecha se levantaba de la cama y se vestía, mientras Carol la importunaba para que se quedara a pasar la noche. Todas las noches sucedía lo mismo: su cerebro, voluntariamente desconectado mientras contemplaba a las amantes, volvía a hervir en el momento en que Linda se marchaba. ¿Por qué se marchaba? ¿Acaso un sentimiento de culpabilidad enterrado volvía a aflorar a la superficie? ¿Tenía remordimientos por el modo como se había pervertido?
De inmediato, saltaba del poste y corría hacia su coche para situarse, con las luces apagadas, detrás del Camaro de Linda antes de que ella abandonara la casa. Después, seguía el rastro de las luces traseras de su coche, mientras ella se dirigía hacia su casa por la ruta más pintoresca posible, como si necesitara una inyección de belleza tras sus noches de libertinaje. Manteniéndose a una prudente distancia, solía dejar de seguirla en la intersección de la calle Sunset y la autopista de la costa del Pacífico, preguntándose cómo y cuándo le traería la salvación.
7-6-82
Linda Deverson es una víctima trágica de nuestros tiempos. Su sensualidad es autodestructiva, pero indicativa de una fuerte necesidad de afecto materno. Esa mujer, March, capitaliza este afecto; es una víbora. Linda sigue insatisfecha, tanto en su sensualidad como en su búsqueda de una madre (¡esa mujer le lleva por lo menos quince años! ). Sus excursiones nocturnas a los lugares más conmovedores de Palissades y de Santa Mónica delatan a todas luces su sentimiento de culpa y su naturaleza sutil y penetrante. Su necesidad de belleza es tan fuerte tras la resaca de su autodestrucción. Tengo que tomarla en este instante, tiene que ser éste el preciso momento de su salvación.
Animado por saber ya el lugar, se olvidó del tiempo, perdido en el gozo de su galanteo. Pero el esfuerzo de las últimas noches estaba dando su fruto en forma de pequeñas dosis de desorden en su vida laboral: fotos mal disparadas, carretes estúpidamente expuestos a la luz solar, citas olvidadas, encargos perdidos. Aquellos deslices tenían que acabar y él sabía cómo conseguirlo. Tenía que consumar su noviazgo con Linda Deverson.
Decidió la fecha: 14 de junio, tres días desde entonces. Los estremecimientos de la espera comenzaron a aumentar.
El lunes, 13 de junio, fue hasta una tienda de artículos para automóvil de Valley y compró una lata de aceite de motor. Luego, fue a visitar a un chatarrero y le dijo al propietario que buscaba accesorios de cromo. Mientras el chatarrero removía entre sus artículos para buscar los accesorios, él recogió varios puñados enormes de limaduras de hierro del suelo y las metió en una bolsa de papel. Minutos más tarde, apareció el chatarrero, agitando en su mano un mastín de cromo. Se sintió generoso y le ofreció diez dólares a aquel hombre. Éste aceptó la oferta. Por el camino de vuelta a su tienda, mientras pasaba por el paso de Caluenga, tiró el mastín por la ventana y se echó a reír cuando lo oyó estrellarse contra el borde de la carretera.
El día de la consumación había estado cuidadosamente planeado y precisado en cada segundo. Al amanecer, colgó un letrero de «Cerrado por enfermedad» en la puerta de la tienda y regresó a su apartamento para escuchar su cinta de meditación y contemplar las fotografías de Linda Deverson. A continuación, destruyó las páginas de su diario dedicadas a ella y dio un largo paseo por su barrio, llegó hasta Echo Park donde se pasó largas horas remando en el lago y dando de comer a los patos. Al anochecer, introdujo el instrumental de la consumación en la maleta de su coche y partió hacia su primera y última cita con su amada.
A las ocho cuarenta y cinco, tenía su coche aparcado cuatro puertas más abajo de la casa de Carol March. Miraba alternativamente la calle sumida en sombras y la esfera del reloj del coche. A las nueve y media, Linda Deverson apareció en la esquina de la calle. Él se maravilló de la perfección de sus cálculos. Linda había llegado exactamente puntual.
Se dirigió al Cañón de Santa Mónica, a la intersección de la carretera de West Channel y la de Biscane, en el lugar en que el West Channel se bifurcaba y daba a un pequeño parque poblado de mesas de picnic y columpios. Si sus cálculos eran precisos, Linda pasaría por allí delante precisamente diez minutos después de la medianoche. Apartó su coche de la carretera y lo aparcó al borde del recinto del parque, donde quedaba protegido por una fila de sicamoros. Luego salió a dar un largo paseo.
A las once cuarenta y cinco regresó junto al coche y sacó su instrumental del maletero. Antes, se había vestido con un disfraz de guardabosques, con una camisa de lana verde y un cinturón de campaña. Luego montó sobre un caballete unas señales de tráfico luminosas que indicaban un desvío de la carretera y las llevó hasta la intersección.
A continuación, trajo la lata de aceite y las limaduras de hierro y las esparció en medio de la carretera, sobre el asfalto, hasta que la zona oscura situada antes de las señales quedó cubierta de aceite resbaladizo y afilado acero. Todo lo que tenía que hacer era esperar.
A las once cincuenta y cinco oyó cómo el coche de su amada se aproximaba. Cuando aparecieron los faros del coche su cuerpo se estremeció y tuvo que hacer esfuerzos para contener sus intestinos y vejiga.
El coche aminoró la marcha al aproximarse a las señales, frenó y se desvió hacia la derecha, para estrellarse contra los caballetes tras patinar sobre el charco de aceite.
Se oyó un estrépito de madera al chocar contra el metal y después el ruido de los neumáticos traseros al estallar. El coche se paró por completo y Linda saltó al exterior, dando un portazo y murmurando:
—¡Oh, mierda! ¡Maldita sea! —Y luego rodeó el coche para examinar los daños sufridos.
Reuniendo toda cuanta cortesía fue capaz, salió de entre los árboles y gritó:
—¿Se encuentra bien, señorita? Vaya mal patinazo acaba de dar.
Linda le respondió:
—Sí, me encuentro bien. ¡Pero mi coche!
Él tiró de la linterna que llevaba colgada al cinturón y la enfocó en la oscuridad, recorriendo con el haz varias veces sobre la vegetación del parque hasta dejar que se posara en su amada. Linda pestañeó ante el destello y alzó su mano para cubrirse el rostro. Se dirigió hacia ella, desviando el haz de luz hacia el suelo.
Ella se rió al ver su sombrero.
—¡Oh, Dios mío!, me alegro de que esté usted aquí —dijo—. Acababa de ver esta señal de desvío y entonces patiné sobre algo. Creo que se han reventado los neumáticos.
—Eso no es problema —dijo él—. Mi cabaña de servicio está aquí mismo; podemos llamar a una gasolinera de guardia.
—¡Dios mío, qué putada! —dijo Linda, asiendo con gratitud el brazo de su salvador—. No sabe cuánto me alegro de verle.
Él tembló ante su contacto; el gozo le consumía y dijo:
—Te he amado durante tanto tiempo. Desde que éramos niños. Desde aquellos…
Linda carraspeó.
—¿Qué diablos…? —dijo—. ¿Quién dem…?
Empezó a andar hacia atrás, pero tropezó y cayó al suelo. Él le tendió una mano para ayudarla. Ella dudó.
—No, por favor —musitó, echándose hacia atrás.
Él se llevó la mano al cinturón de campaña y desenganchó un hacha de doble filo. Se agachó, agarró a Linda por la muñeca y tiró de ella al mismo tiempo que descargaba un furioso golpe de hacha. El cráneo de Linda se hundió mientras su amor fluía a cámara lenta y el aire estallaba en sangre y fragmentos de cerebro, suspendiendo aquel momento en una eternidad. Volvió a descargar su hacha una y otra vez hasta empaparse en sangre, y hasta que la sangre estalló en su rostro, en su boca y a través de su cerebro y toda su alma se tornó roja de amor; el rojo intenso de las flores que al día siguiente mandaría a su verdadero amor. «Por todas vosotras, por todas vosotras —musitaba el poeta mientras abandonaba los restos de Linda y regresaba a su coche—. Mi alma, mi vida entera para vosotras.