Cuando Watts ardió en llamas el 23 de agosto de 1965, Lloyd Hopkins construía castillos de arena en la playa de Malibú y los poblaba con miembros de su familia y personajes fruto de su brillante imaginación.
Un grupo de niños se había congregado alrededor de aquel joven de veintitrés años, deseosos de diversión, aunque algo indiferentes hacia la mente eminente que intuían en aquel grandullón, cuyas manos moldeaban con destreza puentes levadizos, fosos y parapetos. Lloyd atendía a un tiempo a los chiquillos y a su propia mente, a la que concebía como una entidad separada. Los niños le observaban, y se dio cuenta de su anhelo y deseo de colaborar con él. Instintivamente supo cuándo debía otogarles una sonrisa o alzar las cejas para que se sintiesen satisfechos y así poder volver a concentrarse en su verdadero juego.
Sus ancestros irlandeses y protestantes luchaban por el control del castillo contra su lunático hermano Tom. Se trataba de una batalla entre los lealistas justos del pasado y las tumultuosas cohortes paramilitares de Tom, que pensaba que todos los negros debían ser devueltos a África y que las carreteras debían ser de propiedad privada. Los fanáticos iban ganando de momento (el arsenal de granadas de mano y los armamentos automáticos de Tom eran formidables), pero los lealistas justos eran firmes de corazón mientras que sus adversarios eran cobardes. Dirigidas por el futuro oficial de policía Lloyd, las hordas irlandesas habían superado a la tecnología, y en aquel preciso instante lanzaban flechas llameantes contra el arsenal de Tom, provocando su explosión. Lloyd visualizaba las llamas frente a sí y se preguntaba, por enésima vez en aquel día, cómo debía de ser la Academia de Policía. ¿Sería más dura que el entrenamiento básico? Tenía que serlo, o de lo contrario la ciudad de Los Ángeles se encontraba en un grave apuro.
Lloyd suspiró. Él y sus lealistas habían ganado la batalla y sus padres, inexplicablemente lúcidos, ensalzaban al hijo victorioso y lanzaban su desprecio contra el perdedor.
—No se puede despreciar a los cerebros, Doris —le decía su padre a su madre—. Quisiera que no fuese así, pero gobiernan el mundo. Aprende otro lenguaje, Lloyd; Tom puede intimar con esa chusma de la tienda de teléfonos, pero tú sabes resolver enigmas y dirigir el mundo. —Su madre había asentido en silencio; la impresión la había dejado sin habla.
Tom fruncía el ceño, derrotado.
Lloyd escuchó una música que provenía de algún lugar, y muy lenta y conscientemente se forzó a girarse en dirección al lugar de donde provenía aquel ruido ronco.
Una niña, que llevaba una radio encendida contra sí con sumo cuidado, paseaba por la playa cantando sola. Cuando Lloyd vio a la chiquilla, su corazón se derritió. Ella no tenía ni idea de cuánto odiaba la música, de qué modo interrumpía sus procesos mentales. Tendría que ser gentil con ella, del mismo modo como lo era con las mujeres de todas edades. Llamó la atención de la chiquilla y le habló con mucha suavidad, como si sufriese un tremento dolor de cabeza.
—¿Te gusta mi castillo, pequeña?
—S… sí —dijo la pequeña.
—Es para ti. Los Lealistas Justos han librado una batalla por una hermosa damisela, y esta damisela eres tú.
La música iba subiendo de volumen de un modo ensordecedor y Lloyd pensó que el mundo entero la debía estar oyendo. La chiquilla sacudió la cabeza con coquetería, y Lloyd le dijo:
—¿Puedes parar la radio, preciosa? Si lo haces, te llevaré a dar una vuelta por el castillo.
La niña consintió, pero giró el mando de volumen en el sentido contrario, en el preciso instante en que la música tocaba a su fin y la potente voz de un locutor anunciaba: «Y el gobernador, Edmund G. Brown, acaba de comunicar que se ha mandado a la Guardia Nacional a la zona centro-sur de Los Ángeles con la misión de poner fin a los dos días de reinado del terror y el pillaje, que ya han provocado la muerte de cuatro personas. Todos los miembros de las siguientes unidades deben informar inmeditamente…».
La niña paró definitivamente la radio en el preciso momento en que el dolor de cabeza de Lloyd se metamorfoseaba en una rigidez absoluta.
—¿Has leído alguna vez Alicia en el País de las Maravillas, preciosa? —le preguntó a la niña.
—Mi mamá me lo leyó de un libro con dibujos —respondió la chiquilla.
—Muy bien. Así, ya sabes lo que quiere decir «perseguir al conejo a través del agujero».
—¿Quiere decir, lo que hizo Alicia para entrar en el País de las Maravillas?
—Eso es; y eso es exactamente lo que el viejo Lloyd debe hacer ahora. La radio lo acaba de decir.
—¿Tú eres «El viejo Lloyd»?
—Sí.
—¿Y qué va a pasar con tu castillo?
—Tú lo heredas, hermosa damisela. Es todo para ti, para que hagas con él lo que quieras.
—¿De verdad?
—De verdad.
La niña dio un salto en el aire y se lanzó de lleno en mitad del castillo, arrasándolo. LLoyd salió disparado hacia su coche con la esperanza de que aquél iba a ser su bautismo de fuego.
En el cuartel, el sargento en jefe, Beller, apartó a su cuadro de oficiales galardonados y les dijo que por unos pocos pavos podrían disminuir apreciablemente las posibilidades de ser devorados vivos en tierra de negros y, además, reírse un rato.
Hizo entrar en los vestuarios a Lloyd Hopkins y a otros dos oficiales y les repartió su armamento.
—Un automático del 45. Vuestra clásica arma blanca oficial. Garantizado para derribar a cualquier negro escupefuego a treinta metros de distancia, sin importar en qué parte se le hiera. Estrictamente ilegales, pero aparatos valiosos por derecho propio. Estos juguetes son completamente automáticos. Pistolas ametralladoras, con este cargador elefante especialmente diseñado por mí mismo; veinte disparos y recarga en cinco segundos. El aparato se recalienta, pero os adjunto un guante protector. El aparato, dos cargadores elefante y el guante. ¿Hace? —les dijo, tendiéndoles ambas manos. Los dos oficiales de patrulla le miraron largamente y le expresaron su admiración, pero se negaron.
—Estoy ya asignado, sargento —dijo el primero de los oficiales.
—Yo estoy de reserva en el puesto de mando, sargento —dijo el segundo.
Beller suspiró y miró a Lloyd Hopkins, que se puso de su parte. En la compañía le llamaban el Cerebro.
—Hoppy, ¿y tú?
—Yo sí los tomo —dijo LLoyd.
Ataviados con chalecos antibalas de clase C, protectores de piernas, pistoleras y casco, los oficiales A del Segundo Batallón, División 46, de la Guardia Nacional de California, se encontraban en formación de descanso en la entrada principal del Cuartel de Glendale, a la espera de instrucciones. El comandante de su batallón, un dentista de Pasadena de cuarenta y cinco años de edad, que tenía el rango de reserva de teniente coronel, formuló sus órdenes y pensamientos en lo que él creía que sería considerado como un discurso de extrema brevedad. Habló a sus hombres a través del micrófono:
—Caballeros, vamos a entrar de lleno en un infierno de llamas. La policía de Los Ángeles acaba de informarnos de que un área de cinco kilómetros cuadrados de la zona centro-sur de la ciudad está envuelta en llamas y que manzanas industriales enteras han sido saqueadas e incendiadas. Se nos manda allí para proteger las vidas de los bomberos que luchan contra estos fuegos y para entretener con nuestra presencia a todo el bandidaje y demás actividades criminales que están teniendo lugar. Somos la única compañía regular de infantería de una división armada diferente. Estoy seguro, caballeros, de que ustedes van a ser la vanguardia de esta fuerza de soldados civiles para el mantenimiento de la paz y el orden. Se les darán más instrucciones tan pronto como lleguemos a nuestro objetivo. ¡Que tengan un buen día y que Dios les proteja!
Nadie mencionó el nombre de Dios mientras el convoy de vehículos blindados y camionetas de transporte de tropas salían de Glendale en dirección sur hacia la autovía de Golden State. Los principales temas de conversación eran los rifles, sexo y los negros, hasta que el oficial Lloyd Hopkins, que se sentía acalorado en el interior del vehículo cubierto de lona, se quitó el chaleco antibalas y empezó a introducir miedo e inmortalidad en el ánimo de los demás hombres.
—En primer lugar, tenéis que deciros a vosotros mismos, decirlo bien claro, decirlo: «Tengo miedo, ¡no quiero morir!»; ¿lo habéis oído? No, no tenéis que decirlo en voz alta, esto le quitaría todo su poder. Tenéis que decirlo para vosotros mismos. Así es. En segundo lugar, también tenéis que decir esto: «Soy un encantador chico blanco que va a la academia y me he unido a la maldita Guardia Nacional para librarme de dos años de servicio en activo». ¿Correcto?
Los soldados civiles, cuya media de edad era de unos veinte años, empezaron a entrar en la corriente provocada por Lloyd, y unos cuantos musitaron:
—Correcto.
—¡No os oigo! —bramó Lloyd, imitando al sargento Beller.
—¡Correcto! —gritaron al unísono los miembros de la guardia.
Lloyd se rió, y los demás, con un cierto alivio de la tensión reinante, le siguieron. Lloyd soltó el aliento y aflojó su gruesa mandíbula para imitar el hablar arrastrado de los negros.
—¿Y todos vosotros vais a temer a los hombres de color? —dijo con marcado acento.
La pregunta fue recibida por un silencio seguido de una irrupción general de conversaciones susurradas. Aquello enojó a Lloyd; sintió que su ímpetu se desvanecía, destruyendo aquel momento trascendental de su vida.
Dio un golpe con la culata de su M-14 contra el suelo metálico del furgón.
—¡Así es! —vociferó—. ¡Así es, maditos maricones-gallinas-temerosos de negros-gilipollas-hijos de puta! ¿Es así? —Volvió a golpear el suelo con la culata de su rifle—. ¿Es así?, ¿es así?, ¿es así?
—¡¡¡Así es!!! —El furgón entero explotó con aquellas palabras, con aquel sentimiento, con franco y renovado orgullo. Las risas que siguieron a continuación crecieron de modo ensordecedor en su liberación y embravecimiento.
Lloyd dio un último culatazo contra el suelo para llamar al grupo al orden.
—Así no pueden herirnos. ¿Los sabíais? —Aguardó hasta que obtuvo el, gesto de confirmación de la cabeza de cada uno de los hombres presentes. Luego, de un tirón, sacó la bayoneta de su funda e hizo un enorme corte en la lona que cubría el techo del furgón. Como era de estatura elevada, podía escudriñar a través del techo con bastante facilidad. En la distancia, observó cómo los llanos de su amada ciudad de Los Ángeles eran barridos por el humo. Espirales de humo y llamabas cubrían el perímetro sur. Lloyd pensó que era la cosa más hermosa que había visto en su vida.
La división se acuarteló en el parque McCalum, entre las calles Florence y 90, a unos dos kilómetros del corazón del incendio. Los árboles habían sido derribados para dejar espacio a los ciento y tantos vehículos militares que aquella noche defenderían las calles de Watts, cargados de hombres armados hasta los dientes. Las municiones se distribuían desde la parte trasera de un camión de cinco toneladas, mientras los mandos de cada pelotón daban instrucciones y asignaban posiciones a sus hombres.
Había gran profusión de rumores alimentados por un grupo de oficiales del Departamento de Policía de Los Ángeles y los oficiales de la oficina del sheriff: los Musulmanes Negros se aproximaban en desbandada, cubiertos con capuchas blancas, dispuestos a arrasar la multitud de tiendas de artículos de descuento de las calles Vermont y Slawson; una veintena de bandas juveniles de color, colocadas de anfetas, iban robando coches y formaban escuadrones «kamikazes» para dirigirse hacia Beverly Hills y Bel Air; Rob Magawambi Jones y sus Afroamericanos en Pro de Goldwater habían dado un giro distinto a su ideología y exigían que el alcalde, Yorty, les concediera ocho manzanas comerciales del Wilshire Boulevard como indemnización por los «Los Crímenes Contra la Humanidad del Departamento de Policía de Los Ángeles». Si no se aceptaban sus condiciones antes de veinticuatro horas, incinerarían dichas ocho manzanas con bombas incendiarias ocultas en lo más profundo de las entrañas de los depósitos de alquitrán de LaBrea Tar Pits.
Lloyd Hopkins no se creyó una sola palabra. Comprendió lo exagerado del temor, comprendió que los soldados civiles y los policías se exaltaban a sí mismos, dispuestos a matar, y que un montón de negros bastardos e infelices, prestos a agenciarse una televisión en color y otras baratijas, iban a morir.
Lloyd engulló su ración de vitamina C y se dispuso a escuchar al jefe de su pelotón, un tal teniente Campion, el jefe nocturno de un restaurante de la cadena Bob’s Big Boy, que en este momento estaba explicando las órdenes que le habían llegado desde puestos más altos en el escalafón de soldados civiles.
—Puesto que somos de infantería, nuestro papel será el de patrulla de a pie. Seremos los caminantes de la división acorazada. Vamos a registrar las entradas de los edificios, los callejones, dejando que se perciba nuestra presencia; las bayonetas fijas, posición de combate y toda esa basura. Poned aspecto de duros. El pelotón acorazado con el que entrenamos el verano pasado en el campamento vendrá con nosotros esta noche. ¿Alguna pregunta? ¿Todo el mundo sabe quién es el jefe de su escuadrón? ¿Alguno de los nuevos tiene preguntas por hacer?
El sargento Beller, tumbado sobre la hierba al final de la formación del pelotón, levantó la mano y dijo:
—Teniente, ¿sabe usted que este pelotón tiene cuatro hombres de más? ¿Cincuenta y cuatro hombres?
Campion se aclaró la garganta.
—Sí…, uh…, sí, sargento, lo sé.
—Señor, ¿sabe usted también que contamos con tres hombres con armamento especial?, ¿tres hombres que no son simples mocosos?
—Quiere usted decir que…
—Quiero decir, señor, que yo mismo, Hopkins y Jensen somos patrulleros de infantería, y estoy seguro de que estará de acuerdo en que podemos resultar más valiosos para esta operación si vamos de avanzadilla del pelotón. ¿No es así, señor?
Lloyd vio cómo el teniente vacilaba, y de repente se dio cuenta de que él lo deseaba tanto o más que Beller. Levantó su mano y dijo:
—Señor, el sargento Beller tiene razón; podemos ir por delante del pelotón y así protegerlo y permitir que éste sea más autónomo. El pelotón está sobrado de hombres, y…
El teniente capituló al fin.
—De acuerdo, entonces —dijo—. Beller, Hopkins y Jensen, ustedes tres irán en cabeza, cien metros por delante del convoy. Vayan con cuidado, manténganse alerta. ¿Alguna otra pregunta? Pueden dispersarse.
Beller y Lloyd se reunieron en el mismo momento en que los tanques y camionetas ponían en marcha sus motores, inundando el aire del anochecer con el ruido de su combustión volátil. Beller sonrió; Lloyd le respondió con otra silenciosa sonrisa de complicidad.
—¿En vanguardia, sargento?
—En vanguardia, Hoppy.
—¿Y qué pasa con Jensen?
—Tan sólo es un crío. Le diré que se mantenga atrás con el pelotón. Tú y yo cubriremos. Tenemos carta blanca; esto es lo importante.
—¿Uno a cada lado de la calle?
—Me parece bien. Da dos silbidos si la cosa se pone fea. ¿Por qué te llamaban el Cerebro?
—Porque soy muy inteligente.
—¿Lo bastante inteligente como para saber por qué los negros están destruyendo todo el maldito país?
—No, no soy inteligente para esta mierda. Cualquiera que tenga dos dedos de frente sabe que es temporal y que cuando haya pasado todo seguirá como de costumbre. Estoy aquí para tratar de salvar vidas inocentes.
Beller dijo despreciativamente:
—Esto es un cuento chino. Sólo demuestra que los cerebros están sobrevalorados. Lo que cuenta es tener huevos.
—Los cerebros rigen el mundo.
—Pero el mundo está jodido.
—No lo sé. Veamos cómo está aquí afuera.
—De acuerdo, vamos. —Beller empezaba a estar preocupado. Hoppy parecía mostrarse como un partidario de los negros.
Abandonaron por completo la división y se encaminaron hacia el sur, allá donde las llamabas alcanzaban la altura más elevada y el ruido de los fusiles sonaba con sus más estruendosos ecos.
Lloyd tomó el lado norte de la calle 93 y Beller el lado sur. Llevaban los rifles en alto con sus bayonetas fijas y bien afiladas, y con la mirada examinaban cada una de las filas de casas de tablones de madera, blancas y baratas, desde las que las familias de raza negra escudriñaban a través de las ventanas iluminadas o, sentados en sus porches, bebían, fumaban y charlaban, a la espera de algo que tenía que suceder.
Llegaron al centro. Lloyd tragó saliva y sintió un reguero de sudor que se escurría por su espalda hasta el correaje que colgaba sobre sus caderas, apretado por el peso de las dos armas automáticas especiales.
Desde el otro lado de la calle Beller dio un silbido y señaló el frente. Lloyd asintió con un gesto al tiempo que una bocanada de humo invadía su nariz. Se dirigieron hacia el sur, y a Lloyd le llevó largo rato asimilar lo que estaba ocurriendo, la lógica perfecta de la autodestrucción que se extendía ante sus ojos:
Tiendas de licores, clubs nocturnos, salas de juego, intercalados con solares vacíos ocupados por coches abandonados que habían sido quemados. Escaparates y más escaparates, completamente destrozados y rodeados de montones de botellas rotas, cristales rotos por todas partes y las aceras pobladas de aparatos eléctricos baratos cacharros no revendibles que, obviamente, habían sido saqueados con precipitación y luego abandonados por los propios saqueadores cuando se dieron cuenta de que se trataba de objetos sin valor.
Lloyd hurgó en el interior de los escaparates destrozados con su M-14, tratando de penetrar en la oscuridad y levantando las orejas del mismo modo como había visto que lo hacían los perros, a la escucha del más ligero ruido o presencia de movimiento. No se oía nada, tan sólo el rugido de las sirenas y los disparos en la distancia.
Beller echó a correr a través de la calle al mismo tiempo que un coche del Departamento de Policía de Los Ángeles entraba en la calle Central desde la 94. Bajaron dos oficiales y el que conducía el coche corrió hacia Lloyd y le interpeló:
—¿Qué coño están haciendo aquí?
La respuesta la dio Belelr, sobresaltando a los polis, que se volvieron para verle de frente con la mano sobre sus pistolas del 38.
—¡Avanzadilla, oficial! A mi colega y a mí se nos ha ordenado ir en cabeza de nuestra compañía y dar con francotiradores ocultos. Somos exploradores de infantería.
Lloyd intuyó que los polis no tragarían y él tenía que continuar su labor con o sin su colega. Lanzó una aguda mirada al estilo de Beller y dijo:
—Creo que nos hemos perdido. Se suponía que simplemente teníamos que ir tres manzanas por delante, pero debimos de equivocarnos al dar la vuelta a alguna esquina. Todas las casas de estas calles numeradas parecen iguales. —Hizo un gesto de duda, tratando de aparentar desconcierto.
Beller captó la jugada y dijo:
—Sí. Todas estas casas son iguales. Y todos estos negros, que empinan el codo sentados en los escalones, también parecen iguales.
El más viejo de los policías asintió y, señalando hacia el sur, dijo:
—¿Vosotros estáis con esa artillería que hay junto a la 102? ¿Los cazadores de negratas peligrosos?
Lloyd y Beller se miraron el uno al otro. Beller se humedeció los labios tratando de no echarse a reír.
—Sí —dijeron al unísono.
—Entonces, subid al coche. Ya no estáis perdidos.
Mientras se precipitaban en dirección sur, desconectadas las luces y las sirenas, Lloyd les contó a los policías que después de octubre libraría de la academia y que quería que aquel tumulto fuese su campo de entreno en solitario. El policía más joven se enderezó y le dijo:
—Así pues, este motín se te ha sido asignado como campo de entreno. ¿Qué estatura tienes?, ¿uno noventa?, ¿uno noventa y cinco? Con tu estatura te van a mandar directamente a la división de la calle 77, en Watts, estas mismas jodidas calles que ahora atravesamos. Después de que despeje el humo y de que los jodidos liberales se vayan de la lengua con esto de que los negros son víctimas de la pobreza, quedará el trabajo de mantener el orden sobre unos cuantos negros broncas e hijos de puta que tienen una afición especial por la sangre. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Hopkins.
—¿Has matado alguna vez, Hopkins?
—No, señor.
—No me llames señor. Todavía no eres policía y yo no soy más que un viejo patrullero. Bueno, de hecho, maté a un montón de tipos en Corea. Muchos, muchísimos, y esto me hizo cambiar. Ahora las cosas me parecen diferentes. Realmente diferentes. He hablado con los otros tipos que estuvieron allí y todas están de acuerdo. Uno se da cuenta de cosas diferentes. Ves a gente inocente, a niños pequeños, y quieres que sigan siendo así porque a ti ya no te queda inocencia. Las pequeñas cosas, como los chiquilllos, sus juguetes y sus animalitos, te afectan. Porque sabes que van de cabeza hacia este jodido montón de mierda y tú no quieres que estén allí. Luego ves a gente que no tiene escrúpulos con las cosas bonitas, con las cosas decentes, y te tienes que poner duro con ellos. Tienes que proteger la poca inocencia que queda en el mundo. Por eso soy policía. Me pareces aún virgen, Hopkins, y al mismo tiempo ambicioso. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Lloyd asintió con un gesto, sintiendo que un hormigueo recorría su cuerpo. A través de la ventana abierta del coche patrulla entraba el olor del humo. Su sensación empezó a amortiguarse al darse cuenta de que aquel policía, instintivamente, y sin pretenderlo le estaba hablando de sus antepasados irlandeses y protestantes.
—Entiendo exactamente lo que me dice —contestó LLoyd.
—Muy bien, chico. Esta noche da comienzo. Para, amigo.
El policía de más edad frenó y paró junto al bordillo.
—Ahí lo tienes, chaval —dijo el policía joven mientras daba un golpecito en el casco de Lloyd—. Llevaremos a tu colega hasta vuestro grupo. Tú ve a ver si puedes hacer algo por tu cuenta.
Lloyd se precipitó fuera del coche lo más rápido que pudo para no acabar dándole las gracias a su mentor. Ellos pusieron en marcha las sirenas a modo de despedida.
Las calles Central y 102 estaban sumidas en un caos de ruinas humeantes, por el zumbido de las mangueras y chirridos de neumáticos sobre el pavimento mojado, todo ello modulado por el rugido de los helicópteros de la policía que sobrevolaban la zona, proyectando potentes focos contra las fachadas de las tiendas a fin de proporcionar iluminación para los bomberos.
Lloyd penetró en aquel torbellino sonriendo ampliamente, todavía sofocado por la elocuente recapitulación de su filosofía. Observó un vehículo blindado con una ametralladora de calibre cincuenta montada en la parte trasera. En la cabina, un miembro de la guardia vociferaba a través de un megáfono:
—¡Toque de queda dentro de cinco minutos! ¡Este área está bajo la ley marcial! ¡Cualquiera que circule por las calles después de las nueve, será arrestado. Se disparará contra todo el que intente cruzar las barras policiales! ¡Repito: toque de queda dentro de cinco minutos!
Aquellas palabras claramente pronunciadas con fuerza y malicia, resonaron con gran potencia en la calle, suscitando un repentino despliegue de actividad. En pocos segundos, Lloyd vio docenas de jóvenes que salían disparados de los edificios quemados y corrían a toda velocidad y en todas direcciones para no ser atrapados por el haz de luz de los focos.
Se frotó los ojos y bizqueó para ver si aquellos hombres llevaban mercancía robada, pero sólo pudo descubrir que habían desaparecido antes de que pudiera estrenar su M-14 contra ellos.
Lloyd sacudió la cabeza y pasó junto a un grupo de bomberos que se afabanaban frente a una devastada tienda de licores. Todos se percataron de su presencia, pero ninguno de ellos pareció extrañarse de la anomalía de que un guardia en solitario patrullara a pie. Lloyd, envalentonado, decidió registar los interiores.
Aquello le agradaba. La oscuridad que reinaba en el interior del edificio incendiado le resultaba sedante y sintió que aquel silencio poblado de sombras había de revelarle un conocimiento esencial. Hizo un alto y extrajo un rollo de cinta aislante del bolsillo de su chaqueta, con la que fijó su linterna al extremo inferior de su bayoneta. Agitó su rifle formando un arco en ocho y admiró los resultados: dondequiera que su rifle apuntara se haría la luz.
Montones de maderos achicharrados, montañas de material aislante, botellas de licor rotas, condones usados por todas partes. Lloyd se rió ante la idea de un emparejamiento furtivo en una tienda de licores, pero se quedó helado al escuchar una réplica a su risa, seguida de un espantoso lamento.
Hizo girar su rifle en un ángulo de trescientos sesenta grados, con el gatillo a la altura de la cintura. Una vez y luego otra. En la tercera vuelta, obtuvo su recompensa: un anciano yacía acurrucado en lo alto de una montaña de fibra aislante. El corazón de Lloyd se fundió. Aquel viejo bastardo estaba hecho un guiñapo y era evidente que no representaba una amenaza para nadie. Se dirigió hacia el hombre y le tendió su cantimplora. El anciano la agarró con sus manos temblorosas, se la llevó a los labios y la tiró al suelo, gritando:
—¡No es esto lo que necesito! ¡Necesito a mi Lucy! ¡Quiero a mi Lucy!
Lloyd estaba aturdido. ¿A quién llamaba aquel viejo? ¿A su mujer o a algún amor perdido?
Quitó la linterna de la bayoneta y alumbró al rostro del hombre. Dio un respingo; la boca y barbilla de aquel rostro estaban cubiertas de sangre coagulada en la que se incrustaban partículas de vidrio como si fueran las púas de un erizo… Las manos empalidecidas tenían cortes que llegaban hasta el hueso y tres dedos de la mano derecha habían quedado reducidos a muñones ensangrentados. Su nudosa mano izquierda sostenía los restos de una botella de vino hecha pedazos.
—¡Mi Lucy! ¡Traedme a mi Lucy! —sollozaba el viejo, escupiendo coágulos de sangre a cada palabra.
Lloyd tomó su linterna y rebuscó entre los escombros desparramados, mientras se frotaba las lágrimas de sus ojos, en busca de una botella intacta de líquido salvador. Finalmente encontró, medio oculta junto a una viga caída del techo, una botella de whisky, un Seagram’s 7 de medio litro.
Lloyd tomó la botella y le dio de beber al anciano, sosteniendo su cabeza por la corta mata de pelo gris y manteniendo la botella a unos pocos centímetros de sus labios, no fuera que tratara de bebérselo todo de golpe. Se le cruzó la idea de ir en busca de asistencia médica, pero la desdeñó. Sabía que aquel hombre deseaba morir, que merecía morir borracho y que el servicio que estaban prestando era el equivalente, en tiempo de guerra, a las innumerables horas que había pasado hablando con su muda y paralítica madre.
El viejo sorbía ruidosamente, chupando convulsivamente la botella cada vez que Lloyd se la acercaba a los labios. Pocos minutos después, había consumido más de la mitad del líquido. Sus temblores habían disminuido y apartó la mano de Lloyd.
—Esto es el comienzo de la tercera guerra mundial —dijo.
Lloyd ignoró el comentario y dijo:
—Soy el oficial Hopkins, de la Guardia Nacional de California. ¿Desea usted asistencia médica?
El viejo se echó a reír y a toser, escupiendo enormes coágulos de sangre y esputos.
—Creo que está usted sangrando internamente —dijo Lloyd—. Puedo conseguirle una ambulancia. ¿Cree que será capaz de andar?
—Puedo hacer lo que quiera —gimió el viejo—, ¡pero quiero morirme! ¡No hay lugar para mí en esta guerra! ¡Yo tengo que verla desde el otro lado!
Sus ojos enturbiados e inyectados en sangre se clavaron en Lloyd como si de niño idiota se tratara. Volvió a darle de beber al anciano, a la espera de que aquel viejo cuerpo diese muestras del efecto del alcohol. Cuando se hubo terminado la botella, el hombre dijo:
—Tienes que hacerme un favor, blanco.
—Dígame —respondió Lloyd.
—Voy a morir. Tienes que ir a mi casa, coger mis libros, mapas y demás cosas y venderlas para que pueda tener un buen entierro. Un entierro cristiano, ¿comprendes?
—¿Dónde está su casa?
—En Long Beach.
—No podré ir hasta que se haya terminado el motín. Hasta entonces me es imposible.
El viejo sacudió con furia su cabeza hasta que todo su cuerpo se sacudió también, de arriba a abajo, como si fuese una muñeca de trapo.
—¡Tienes que hacerlo! ¡Mañana van a echarme porque debo un montón de meses de alquiler! ¡Y luego la policía me tirará a una alcantarilla, con las ratas! ¡Tienes que hacerlo!
—Tranquilícese —dijo Lloyd—. No puedo irme tan lejos. No, por ahora. ¿No tiene algún amigo con el que pueda hablar?, ¿alguien que pueda ir a Long Beach por usted?
El anciano consideró la oferta. Lloyd vio cómo sus engranajes se ponían en funcionamiento lentamente.
—Vas a la misión que hay en la calle Avalon, en el número ciento seis. La iglesia africana. Habla con la hermana Silvia. Dile que tiene que ir a la choza del Famoso Johnson, coger sus trastos y venderlos. En el registro de la iglesia tienen mi fecha de nacimiento. Quiero una bonita lápida. Dile que amo a Jesús, pero que amo más a la dulce Lucy.
Lloyd se puso en pie.
—¿Por qué desea tanto morir?
—Mucho, mucho.
—¿Por qué?
—No hay sitio para mí en esta guerra, chico.
—¿Qué guerra?
—La tercera guerra mundial, estúpido.
Lloyd pensó en su madre y se dispuso a coger su rifle, pero no fue capaz.
Lloyd corrió toda la distancia desde la 106 a la calle Avalon, y por el camino iba componiendo epitafios para el Famoso Johnson. Iba con el pecho levantado y le dolían los brazos y hombros por llevar el rifle en alto. Cuando vio el rótulo de neón que proclamaba: «Iglesias Africanas Unidas Metodistas Episcopales», inhaló una última bocanada de aire para apaciguar los latidos de su corazón. Quería parecer la personificación de la dignidad armada en misión de misericordia.
La iglesia tenía un escaparate, dos pisos de altura y las luces encendidas, por lo que transgredía el toque de queda. Lloyd pasó al interior para encontrarse ante una barahúnda que pretendía ser una reunión para la oración al tiempo que una merienda. Habían instalado largas mesas entre las hileras de bancos de madera, y unos negros ancianos se encontraban arrodillados en oración, tomando café y donuts.
Lloyd circuló lentamente a lo largo de las paredes de la iglesia, que estaban festoneadas por pinturas de un Cristo negro, lloroso y ensangrentado, con gotas que caían de su corona de espinas. Comenzó a observar los rostros de los congregados en busca de señales de compasión o de beatitud. Todo cuanto pudo ver en aquellos rostros fue puro miedo.
Por fin, vio a una mujer negra y gorda, vestida de blanco, que parecía sonreír interiormente mientras repartía golpecitos en los hombros de los que se encontraban arrodillados en los bancos cercanos al pasillo. Cuando la mujer se percató de la presencia de Lloyd, dijo en voz alta, entre los refunfuños de los demás:
—Bienvenido, soldado. —Y se dirigió hacia él tendiéndole la mano.
Lloyd estrechó su mano, sorprendido, y dijo:
—Soy el oficial Hopkins. He venido hasta aquí en misión de misericordia por uno de sus feligreses.
La mujer soltó la mano de Lloyd y dijo:
—Soy la hermana Silvia. Esta iglesia es estrictamente para los afroamericanos, pero esta noche es algo especial. ¿Ha venido usted a rezar por las víctimas de este apocalipsis? ¿Es ésa su misión?
Lloyd sacudió la cabeza en señal de negación.
—No, he venido a pedir un favor. El Famoso John ha muerto. Antes de morir me pidió que viniese aquí y le pidiese a usted que vendiera sus pertenencias para que así pueda tener un entierro digno. Me dijo que usted sabía la dirección de su casa de Long Beach y la fecha de su nacimiento. Su deseo era tener una hermosa lápida. Me pidió que le dijera que él ama a Jesús. —Lloyd se sorprendió de que la hermana Sylvia sacudiera la cabeza con ironía, y como una sonrisa empezaba a dibujarse en las comisuras de sus labios—. No me parece divertido —dijo Lloyd.
—¡No le parece divertido! —dijo la hermana Silvia—. ¡Pues lo es! El Famoso Johnson era pura basura, joven blanco. ¿Y esa casa en Long Beach? ¡No era sino fantasía! El Famoso Johnson vivía en su coche, con el asiento trasero lleno de sus pecaminosas pertenencias. Solía venir a este iglesia para tomarse los donuts y el café. ¡Pero eso era todo! ¡El Famoso Johnson no tenía nada que se pudiera vender!
—Pero yo…
—Ven conmigo, muchacho. Te lo enseñaré y así te olvidarás de todos los Johnson famosos con la conciencia tranquila.
Lloyd decidió no protestar; quería ver cuál era la definición del pecado según aquella mujer gorda.
Se trataba de un viejo Cadillac de 1947, con alerones, chafado y destrozado, del tipo de los que su hermano llamaba «troncomóviles».
Lloyd iluminó el asiento trasero con su linterna, mientras la hermana Sylvia permanecía junto a él con expresión triunfante, con las piernas separadas y los brazos cruzados bajo su pecho, como queriendo decir «Ya te lo había advertido». Él abrió la puerta. Los asientos tapizados de mugre estaban cubiertos de botellas de soda vacías y de fotos pornográficas, la mayoría de las cuales representaban a parejas de color en acto de fellatio. Lloyd sintió una repentina oleada de piedad. El hombre y la mamona eran obesos y de mediana edad, y el aspecto chabacano de las fotos distaba mucho del de las de Playboy, que él mismo había coleccionado desde que iba a la escuela secundaria. Se negaba a reconocer que fuera así. Era un legado demasiado podrido para cualquier ser humano.
—¡Ya te lo había advertido! —profirió la hermana Sylvia—. ¡Esto es la casa del Famoso Johnson! ¡Puedes vender las fotos y los cascos vacíos, y como mucho te darán un dólar y medio, con lo que como mucho puedes comprar una botella de vino barato y derramarla sobre la miserable tumba de todos los famosos Johnson!
Lloyd sacudió la cabeza. Desde la manzana siguiente llegó el sonido de una radio que aporreó sus oídos, provocando que toda aquella terrible situación se bamboleara ante sus ojos.
—Pero usted no me entiende, señora —le dijo—. El Famoso Johnson me ha confiado esta tarea. Es mi deber. Es mi deber llevarla a cabo.
—¡No quiero saber nada de ese pecador!, ¿me oye? No enterraría a esa basura en nuestro cementerio ni por todo el oro del mundo, ¿me oye? —La hermana Sylvia no esperó a oír la respuesta. Se encaminó, enojada, de vuelta a su iglesia, dejando a Lloyd solo en la acera, descoso de que los disparos que se oían en la distancia aumentaran de intensidad para ahogar el ruido de la radio.
Se sentó en el bordillo y pensó en los dos pobres infelices de las fotografías y en Janice, que no quería mamársela, pero que finalmente accedió a hacerlo en su primera cita, dos semanas antes de su graduación en la Escuela de Marshall, dejando a un Lloyd Hopkins, estudiante de la promoción del 59 de Marshall, encendido y preocupado por su futuro amoroso. Ahora, seis años más tarde, Lloyd Hopkins, graduado summa cum laude por la Universidad de Stanford, graduado en la Escuela de Infantería de Fort Polk y en la Escuela de Lectura Rápida Evelyn Wood, y amante durante seis años de Janice Marie Rice, se encontraba sentado en el bordillo de una acera de Watts preguntándose por qué él no podía conseguir algo que aquel negro gordo obtuvo probablemente durante toda su vida. Lloyd encendió de nuevo la luz del asiento trasero del coche. Era tal cual había sospechado: la polla de aquel tipo era por lo menos cinco centímetros más grande que la suya. Decidió que era obra de Dios. El tipo de la foto tenía un coeficiente intelectual bajo y un cuerpo deforme, así que Dios le había dado una buena verga para que pudiera andar por la vida. Todo tenía su razón de ser.
Janice le tomó oralmente cuando él se hubo graduado y se casaron. Aquel pensamiento le ponía cachondo y triste a la vez. Pensar en Janice le entristecía. Luego, se puso a pensar en las hijas que ambos engendrarían. Janice, metro setenta y cinco de estatura descalza, delgada, pero de constitución robusta de cadera, estaba hecha para engendrar hijos excepcionales. Hijas. Tenían que ser hijas, nacidas para ser nutridas por el amor de su credo irlandés protestante…
Lloyd desvió sus fantasías sobre las hijas de Janice hacia las mujeres en general; mujeres puras, vulnerables, derrochadoras, necesitadas, fuertes… todas las ambivalencias de su madre, ahora silenciosa en su fuerza, enmudecida por los años de dar cobijo a su lunática prole masculina, de la que sólo él había salido sano y capaz de proveerse el sustento por sí mismo.
Oyó un estallido de disparos a poca distancia. Eran disparos de arma de fuego automática. Al principio pensó que se trataba de la radio o la televisión, pero eran demasiado reales, demasiado directos, y provenían de la dirección de la iglesia africana. Recogió su M-14 y corrió hasta la esquina. Mientras la rodeaba, oyó chillidos y giró para mirar en el interior del destrozado escaparate del local. Cuando vio la devastación del interior, él mismo rompió a chillar. La hermana Sylvia y tres parroquianos yacían en el suelo de linóleo en una masa de carne enmarañada, deshechos en un río de sangre. Desde algún punto en el interior de aquel montón retorcido de cuerpos, una arteria cortada estalló como un géiser rojo. Lloyd, transmutado, contempló cómo se agostaba y sintió que su grito se transformaba en una sola palabra:
—¡Que! ¡Que! ¡Que!
La vociferó hasta que fue capaz de apartar sus ojos de los cuerpos y contemplar el resto de la iglesia, que apestaba a pólvora.
Sobre los bancos, se asomaban los extremos de cabezas negras. De un modo impreciso, Lloyd percibió que aquellas gentes sentían terror ante él. Con el rostro surcado de lágrimas, tiró el rifle al suelo y gritó:
—¡¿Que? ¿Que? ¿Que?!
Le respondió un coro de voces henchidas por el horror y la ira:
—¡¡¡Asesino, asesino, criminal!!!
Fue entonces cuando lo oyó, débil pero conciso, sonando tan claramente que supo que se trataba de una voz real y no electrónica:
—\Auf wiedersehen, negros! \Auf wiedersehen, desgraciados! ¡Nos veremos en el infierno!
Era Beller.
Lloyd supo de inmediato lo que tenía que hacer. Les comunicó su firme resolución a los negros que seguían escondidos tras los bancos y corrió tras él. Abandonó su rifle sobre el suelo y agazapó su enorme cuerpo tras los coches aparcados mientras se abría camino hacia el destructor de la inocencia.
Beller iba corriendo despacio hacia el norte, ignorante de que le seguían. Lloyd le vio enmarcado claramente por la luz de las escasas farolas que aún no habían sido destruidas y vio también cómo volvía la vista atrás cada pocos metros para saborear su triunfo. A la segunda vez que lo hizo, Lloyd miró su reloj y calculó. Era obvio: el inconsciente de Beller le ordenaba volverse cada veinte segundos para inspeccionar a sus espaldas.
Lloyd salió a la carrera, contando para sus adentros, y se agachó sobre el asfalto en el instante en que Beller se volvía para mirar. Se encontraba a veinte metros del asesino cuando Beller se metió por un callejón y empezó a gritar:
—¡Muérete, negro, muérete! —A continuación sonaron los disparos de su arma automática. Lloyd supo que se trataba de un cargador elefante del 45.
Llegó al callejón e hizo un alto para recuperar el aliento. Cerca del final del callejón sin salida, se veía una silueta en sombras. Lloyd entornó los ojos y vio que iba vestido de verde caqui. Un instante después oyó la voz de Beller, que escupía epitafios perversos.
Se adentró en el callejón, muy despacio, pegado a un muro de ladrillo. Extrajo una de sus pistolas del 45 de su cinturón y le quitó el seguro. Se encontraba casi a la distancia de tiro cuando su pie tropezó con una lata vacía, cuyo sonido reverberó como un trueno hueco.
Disparó en el preciso instante en que Beller lo hacía. Los destellos de los cañones de sus pistolas enceguecieron el callejón, iluminando a Beller que estaba agachado sobre el cadáver del negro. El cuerpo no tenía cabeza. Había sido arrancada de los hombros y su cuello era una masa de tejido ensangrentado y chamuscado. Lloyd profirió un grito mientras el retroceso de su pistola le alzaba por los aires y le hacía caer de espaldas al suelo. Una docena de disparos se empotraron en la pared que tenía detrás y rodó frenéticamente sobre el suelo cubierto de cristales rotos mientras Beller vaciaba otro cargador contra el suelo, con lo que los cristales y la porquería estallaron ante sus ojos.
Lloyd empezó a sollozar. Se pasó la mano sobre los ojos y rezó para tener coraje y ser un buen marido para Janice. Sus oraciones se vieron interrumpidas por un ruido de pasos que se alejaban. Su mente se accionó: Beller se había quedado sin munición y corría para salvar el pellejo. Se puso en pie. Sus piernas le temblaban pero su mente iba muy rápida. Estaba en lo cierto: el M-14 vacío de Beller yacía sobre el torso del negro muerto, y el 45, gastado y ardiente al tacto, a unos pocos metros sobre el suelo.
Lloyd respiró profundamente, recargó la pistola y aguzó el oído. Pronto captó los ruidos de la huida de su contrincante. Oyó un arrastrar de pies y una respiración forzada a su izquierda. Siguió los ruidos por el camino más corto posible, escaló la pared de cemento que cerraba el callejón y entró en un patio cubierto de maleza en el que el ruido de la respiración se confundía con el sonido de una radio en la que sonaba música de jazz.
Lloyd avanzó con desconcierto por el patio, musitando oraciones para no oír la música. Encontró un sendero que llevaba hasta la calle, y las luces de la casa colindante le permitieron ver un rastro de sangre recién derramada. Vio que aquel rastro conducía hasta un enorme solar vacío, completamente sumido en la oscuridad y el silencio.
Lloyd aguzó el oído, como si fuera el de un animal muy sensible. En el momento en que sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y podía ver los objetos que había en el solar, oyó un ruido: un chasquido de metal contra metal, que provenía de un urinario de construcción desmontable. Era inconfundible: Beller estaba todavía armado con uno de sus infernales 45 trucados, y él se encontraba muy cerca.
Lloyd lanzó una piedra contra el urinario. La puerta se abrió con un crujido y sonaron tres disparos, seguido del ruido de portazos que atronaron a lo largo de toda la manzana.
De repente, se le ocurrió una idea. Recorrió la calle mirando en los porches hasta que encontró lo que buscaba. Medio oculta entre un despliegue de bolsas con patatas fritas y latas de cerveza vacías, vio una radio portátil. Se hizo fuerte y la puso en marcha. Una música de soul bombardeó sus oídos. A pesar de su dolor de cabeza, sonrió, y luego apagó el volumen. Era la justicia poética que necesitaba para el sargento Richard A. Beller.
Lloyd llevó la radio hasta el solar vacío y la colocó en el suelo a diez metros del urinario, la puso en marcha y salió disparado en dirección opuesta.
Un segundo más tarde, Beller irrumpía por la puerta gritando:
—¡Negro! ¡Negro! ¡Negro! —Y disparó varios tiros a ciegas. El destello del cañón de su pistola le iluminó a la perfección. Lloyd alzó su 45 y apuntó lentamente a los pies de Beller para dar margen al retroceso. Apretó el gatillo, el arma se accionó y el cargador elefante se vació. Beller estalló en un grito. Lloyd se tumbó en el suelo y ahogó sus propios chillidos. En la radio sonaba rhytm and blues, y corrió hacia el sonido con la pistola extendida. Tropezó en la oscuridad, anduvo a gatas y aporreó el aparato con la culata hasta que la música paró de sonar.
Lloyd se puso en pie, indispuesto, y se acercó a los restos de Richard Beller. Sintió una extraña calma mientras metía en el urinario primero las entrañas del que antes fuera un soldado civil, luego la parte inferior del cuerpo y después sus miembros separados. De la cabeza de Beller no quedaba más que una masa de huesos y girones de sesos, y Lloyd los dejó tirados sobre el suelo.
Musitando «¡Dios mío, por favor, Dios mío! El conejo baja por el agujero», Lloyd regresó a la calle, percibiendo con su antena animal que no había nadie por los alrededores. Los vecinos debían estar cagados de miedo por los disparos o bien hacían caso omiso. Vació su cantimplora en una alcantarilla y encontró un trozo de tubo quirúrgico en la funda de su bayoneta; «una buena cuerda para estrangular», le había dicho Beller en una ocasión. Junto a la acera, había aparcado un Ford Fairlane del 61. Manipulando con destreza el tubo y la cantimplora, Lloyd se las arregló para hacer un sifón y extraer más de medio litro de gasolina del depósito. Regresó junto al urinario y roció lo que quedaba de Beller. Entonces cargó de nuevo su pistola y se alejó unos diez metros. Cuando disparó, la construcción explotó. Lloyd regresó al bulevar Avalon. Cuando se volvió para mirar, el solar entero era devorado por las llamas.
Dos días más tarde, los disturbios de Watts habían tocado a su fin. El orden se había restablecido en el devastado bajo vientre de Los Ángeles centro-sur. Habían muerto cuarenta y dos personas: cuarenta agitadores, un comisario, un sheriff y un miembro de la guardia nacional cuyo cadáver no fue encontrado, aunque se le daba por muerto.
Los disturbios se atribuyeron a diversas causas. La NAACP y la Liga Urbana los atribuyeron al racismo y la pobreza. El Partido Negro Musulmán los atribuyó a la brutalidad policial. Para el jefe de policía de Los Ángeles, William H. Parker, se debían a la «baja en los valores morales». Lloyd Hopkins consideraba que todas aquellas teorías eran fatuas y carecían de sentido. Él atribuía los disturbios de Watts a la muerte de un corazón inocente, más específicamente del corazón de un viejo vagabundo negro llamado el Famoso Johnson
Cuando todo hubo pasado, Lloyd sacó su coche del aparcamiento del arsenal de Glendale y se dirigió al apartamento de Janice. Una vez allí, hicieron el amor, y Janice le proporcionó tanto consuelo como pudo, pero se negó a darle el consuelo oral que él le suplicaba. A las tres de la madrugada, Lloyd abandonó el lecho y salió en su busca.
En la esquina de las calles Western y Adams encontró a una prostituta negra dispuesta a chupársela a cambio de diez dólares, así que se fueron en su coche hasta una esquina y aparcaron. Lloyd gritó tan fuerte mientras se corría que asustó a la ramera, que salió corriendo del coche antes de poder recoger su dinero.
Lloyd condujo su coche sin destino hasta el amanecer y entonces se dirigió hacia la casa de sus padres en Silverlake. Mientras abría la puerta, oyó los ronquidos de su padre y vio que salía luz de debajo de la habitación de su hermano Tom. Su madre estaba en su rincón favorito, sentada en su mecedora de madera curvada. Todas las luces de la estancia estaban apagadas, excepto las luces de colores de la pecera. Lloyd se sentó sobre el suelo y le contó la historia completa de su vida a aquella mujer muda y prematuramente envejecida. Terminó su narración con la muerta del asesino de la inocencia y cómo ahora podría proteger a los inocentes como nunca lo había hecho hasta entonces. Absuelto y fortificado, besó la mejilla de su madre y se preguntó cómo mataría el tiempo durante las ocho semanas que le quedaban antes de entrar en la academia.
Tom le estaba esperando en el exterior de la casa, firmemente apostado en el sendero que conducía hasta la acera. Cuando vio a Lloyd, se echó a reír y abrió la boca para hablar. Lloyd no se lo consintió. Desenfundó el 45 automático y apuntó con él a la frente de su hermano. Tom se echó a temblar y Lloyd le dijo en voz muy baja:
—Si alguna vez vuelves a mencionar a los negros, comunistas o judíos delante de mí, te mataré. —El rostro rubicundo de Tom se tornó pálido, y Lloyd sonrió y se encaminó de regreso hacia los restos quebrantados de su propia inocencia.