Unos días después fui con Jesús al despacho de Mofass.
El chico entró primero, y acercó una silla a la mesa para que yo me sentara frente a mi empleado.
Mofass tenía la vista clavada en un plato de huevos con jamón y tostadas de pan de centeno. Posiblemente estaba así desde hacía un cuarto de hora.
—Buenos días, señor Rawlins.
En sus ojos había una mirada recelosa. Pero cualquiera que hubiera sobrevivido a una amenaza de muerte de Raymond Alexander se tornaba suspicaz.
—Buen día, Mofass. ¿Cómo va todo?
—Me detuvieron y estuve dos días en una prisión del estado.
Abrí los ojos, como si aquello me sorprendiera.
—Sí, me retuvieron dos días —repitió—. Pero supongo que tengo que agradecerle que no me denunciara a Hacienda.
—Eso fue parte del trato con el tipo del FBI. Yo no creo dificultades y ellos me permiten pagar tranquilamente los impuestos que debo.
—Ya, pero de todos modos tengo que darle las gracias. Nos habíamos metido en un buen lío, y a usted le habría sido fácil echarme la culpa de todo.
—Y quizá tendría que haberlo hecho.
Mofass me miró con el ceño fruncido.
—Jesús —llamé al niño, y le eché un cuarto de dólar que cogí del bolsillo de la camisa—. Ve y compra unos dulces en esa tienda que hemos visto hace un rato.
Me sonrió y salió disparado.
Esperé para volver a hablar hasta que ya no se oyó el ruido de sus pasos en la escalera.
—Así es, Mofass. Yo debería haber dejado que Raymond acabara con usted, pero no soy quién para tirar la primera piedra. Aunque eso ahora no importa. Ya ve, yo también he perdido mucho desde el día en que hablamos de aquella carta. He perdido muchísimo. Tenía un buen amigo, y él ahora me odia porque piensa que por mi causa asesinaron a su pastor. Y no puedo ir y aclarar las cosas con él, porque en verdad lo mataron por mi culpa. Y perdí a mi mujer porque no le bastaba conmigo. Mucha gente ha muerto por mi culpa. Y puse en la calle a Poinsettia. Usted me dijo que lo hiciera, pero es responsabilidad mía porque…
—No veo qué tiene que ver todo esto conmigo —me interrumpió Mofass—. Si quiere las llaves de sus pisos, aquí las tiene.
—Conocí a un buen hombre, que me dio su amistad. Y el amigo de usted lo mató, Mofass. Y ni siquiera lo hizo cara a cara. Le disparó a través de la puerta.
—¿Qué pretende de mí, señor Rawlins?
—Ya no tengo amigos, hombre. Sólo me queda Jackson Blue, y él me vendería por una botella de vino. Y Mouse, pero usted ya sabe cómo es. Y un chico mexicano que casi no habla inglés, y si hablara, tampoco me serviría de mucho, porque es un niño.
La frente de Mofass se cubrió de sudor. Seguramente pensaba que yo estaba loco.
—William, quiero que siga trabajando para mí. Y quiero que sea mi amigo.
Mofass se puso el cigarro entre los gruesos labios y soltó una bocanada de humo. No creo que se diera cuenta de que había abierto los ojos como platos.
—Como guste, señor Rawlins —me respondió—, usted es mi mejor cliente.
Nos quedamos sentados, mirándonos en silencio, hasta que volvió Jesús. Había comprado tres paquetes de pastillas de chocolates. Los tres comimos en silencio.
Jesús era el único que sonreía.
Fin.