Pero ya no había razón para escapar. No me podían acusar de ningún asesinato. Cuando encontraron a Lawrence y descubrieron sus crímenes, silenciaron todo el asunto. Su pistola era la misma que había matado al reverendo Towne, a Tania Lee y a Chaim Wenzler. Yo les di el nombre de los hoteles donde Mofass había llevado a Poinsettia y a Lawrence. Encontraron las huellas digitales del inspector de Hacienda en el apartamento de la mujer, y la señora Trajillo identificó, por medio de una fotografía, a Lawrence como el hombre que se había hecho pasar por un agente de seguros.

Me sentía avergonzado de mis planes, y de lo que le había hecho a Mouse. Mofass había conseguido que me avergonzara de mí mismo. Yo también me comportaba como si fuera un amigo leal, y luego hacía planes para traicionar a la gente.

Aquella noche estaba en el Hotel Filbert. Llamé a la puerta de la habitación y Shirley me hizo pasar. Llevaba un sencillo camisón rosa que le llegaba a la rodilla. Me sonrió tímidamente, y yo recordé, con sorpresa, que habíamos sido amantes.

—Hola —dijo, y agachó la cabeza.

En la habitación apenas cabían dos camas individuales, una silla y una cómoda.

—Tenía miedo de que fuera un agente del gobierno —me dijo Shirley—. Estaba segura de que le matarían a usted y luego vendrían a buscarme.

—No —le respondí—. Ya saben quién lo hizo, saben quién mató a tu padre. No fueron los del gobierno, sino un tipo que quería hacerse rico rápidamente. Pensó que podía quedarse con los planos y venderlos.

—¿Y quién era?

—Un tipo sin ninguna importancia, no lo conoces.

Me senté en una de las camas y Shirley se sentó a mi lado. Podía sentir su peso.

—Ahora todo está bien, no tienes que preocuparte. No creo que el gobierno te moleste.

No me contestó. Sabía que ella deseaba que la cogiera en mis brazos, pero no lo hice. Yo ya había destruido su mundo; por mi causa habían matado a su padre.

Después de un rato le pregunté:

—¿Y qué piensas hacer ahora?

—No lo sé. Creo que me iré a casa. ¿Pero estás seguro de que todo lo que me has dicho es verdad?

—Sí. El tipo estaba loco, y tenía un problema con Migración Africana. Odiaba a los comunistas y a los negros; era de esa clase de gente.

—¿Y mató al reverendo Towne?

—Sí.

—¿Y ya lo han detenido?

—Todavía no.

—¿Cómo se llama?

—No me lo dijeron. Él creía que yo conocía sus manejos, y por eso disparó cuando estábamos en la puerta de mi casa. Pero no quería matarte.

En su cara apareció primero una expresión de alivio, pero luego cambió: se sentía culpable por alegrarse de que yo hubiera sido el blanco de los tiros. Le acaricié la mano.

—Ya puedes volver a casa, Shirley. Todo está bien.

Ella confiaba en mí. No sabía que yo era tan culpable de la muerte de su pobre padre como si yo mismo le hubiera disparado a través de la puerta. Pero no pensaba contárselo.

Primo también confiaba en mí. Le dije que el villano estaba muerto y que ya no necesitaba marcharme del país.

—Easy, ya he gastado la mitad del dinero —me dijo, con una expresión taimada—. Y he apalabrado a mi hermano para que se ocupe del restaurante.

—Me parece muy bien, hombre. Tú y Flower lo pasaréis en grande en México.

—¡De acuerdo! —respondió Primo; se estaba riendo, y supuse que tenía mis quinientos dólares en el bolsillo—. Pero ya sabes que Jesús se pondrá muy triste si se entera de que no vienes con nosotros. Ese chico te quiere mucho, Easy. Creo que deberías llevarlo a tu casa hasta que volvamos.

—¿Qué dices?

—El chico es tuyo, Easy. Te quiere. Llévalo contigo, y cuando estemos de vuelta, si tú quieres, se vendrá a vivir otra vez con nosotros.

—¿Y cuánto tiempo estaréis fuera?

—Unos tres o cuatro meses.

De modo que dije adiós a Primo y a Flower y a cambio me quedé con Jesús.

Estuvieron tres años ausentes. Cuando volvieron, Jesús era mi hijo.

Craxton estaba tan contento como Primo. Habían encontrado a Lawrence tirado boca abajo junto al observatorio. El agente del FBI me llamó a su despacho, una planta más arriba que el de Lawrence, en la calle Sexta.

—¿Y usted dice que Lawrence y Wenzler trabajaban juntos? ¿Cómo es posible, si Lawrence sólo conocía a Wenzler por usted?

—Señor Craxton, ese tipo intentó sobornarme. Lawrence extorsionaba a Mofass, y más tarde, cuando usted intervino, hizo todo lo que pudo para meterme en líos a mí.

—¿Cómo lo descubrió?

—Mofass se vino abajo y me lo contó todo.

Craxton hizo un gesto de asentimiento.

—Yo le había dicho que íbamos detrás de un tipo blanco que hacía obras benéficas para la iglesia. No sabía que Lawrence estaba loco.

—¿Y qué pasó con la chica, la que le alquilaba el apartamento?

—Él sabía que yo era propietario de los apartamentos, y pretendía extorsionarme para sacarme dinero; pienso que mató a mi inquilina para que me enviaran a la cárcel. Si yo estaba preso, no podía trabajar para usted.

—Pero si usted estaba en la cárcel por asesinato, ¿cómo iba a sacarle dinero?

—En verdad, no creo que Lawrence pensara matar a Poinsettia. Creo que sólo quería hacerle daño. Por eso tenía la cara llena de contusiones. Pero ella murió, y él trató de que pareciera un suicidio.

Mi última explicación era un tanto compleja para la idea que Craxton tenía de la inteligencia de los negros. Me miró con desconfianza pero no dijo nada. El agente del FBI no quería alborotar el hormiguero. Había conseguido un comunista muerto y un espía. Tenía las pruebas que yo había dejado en casa de Lawrence y dos cadáveres. Seguro que con todo aquello conseguiría un ascenso.

—¿Y dónde está Shirley Wenzler? —preguntó.

—En su casa, señor Craxton. Como usted sabe, ella no tuvo nada que ver con este asunto. Ni siquiera estaba enterada de las actividades de su padre.

—A usted le gusta esa chica, ¿verdad, Easy?

—Hombre, Shirley es inocente.

Craxton sofocó una risita. Estaba disfrutando del éxito.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —le dije.

—¿Sí, Easy?

—¿Por qué no me dijo nada de los documentos que tenía Wenzler?

—Usted no debía enterarse de nada. Ni usted ni nadie. Se trataba de un proyecto secreto que Champion había descartado. Lindquist tenía que destruir todas las copias, y yo debía asegurarme de que lo hiciera. Y los dos metimos la pata.

—¿Quiere decir que ni siquiera eran planos que se fueran a utilizar?

—De todas formas, hubiéramos quedado muy mal si aparecían en Rusia.

—Así que se trataba de no quedar mal…

No le hablé a nadie de Jackie Orr ni de Melvin Pride. Tampoco de Winona. Pero le envié una carta a Odell; no quería delatar a mis hermanos, pero tampoco quería que siguieran robando a la iglesia. Dejé completamente al margen del asunto a Migración Africana.

—No sé, no sé, señor Rawlins. Todo parece atado y bien atado, ¿pero quién mató a Lawrence?

—¿Y cómo quiere que lo sepa? Yo no estaba allí.

Craxton hizo honor a su promesa y me concedieron dos años para pagar el dinero que, según Hacienda, les debía. También se ocupó de que dejaran en paz a Shirley Wenzler, y me dio su teléfono particular para que pudiera comunicarme con él en cualquier momento.

Andre Lavender y Juanita reaparecieron sin problemas. Andre no fue a juicio porque Craxton jamás dio su nombre. El agente del FBI quería navegar sin contrariedades sobre un tranquilo mar de muerte y silencio.

Todo estaba en orden.

Aquella misma noche, después de hablar con Craxton, fui a ver a Etta. Abrí la puerta con mi llave. El apartamento estaba a oscuras, pero yo ya me lo esperaba. La puerta de la habitación de LaMarque estaba abierta. Me asomé y lo vi abrazado a un gigantesco oso de peluche que seguramente le había regalado Mouse.

—Sí, sí, Etta —le oí decir a Raymond; su voz me llegaba a través de la pared como si me hablara al oído—. Ah, sí, sí. ¡Cómo te he echado de menos!

Se oyó un sonoro beso y luego un «Te quiero, papaíto».

—¿Qué has dicho? —le preguntó Raymond Alexander a su mujer, a su esposa.

—Te quiero, papaíto. Te quiero y te necesito.

—¿Necesitas esto?

Y ella emitió un sonido que no puedo reproducir. Profundo, gutural, y tan lleno de placer que me sentí enfermo y me senté en el suelo.

Los gemidos de Etta eran cada vez más ruidosos y apasionados. Yo nunca la había hecho gemir así; ni a ella ni a ninguna otra mujer.

«Mouse está loco —pensé—. Completamente loco».

Pero ojalá yo hubiera estado como él.

Y no era necesario pedirle a Etta su opinión.