A las siete de la mañana había aparcado mi coche en la calle Stanley, un poco más abajo del número 1135. Estaba a una manzana, poco más o menos, del bulevar Olímpico, y aquél era un vecindario de un blanco sin mezcla, pero me arriesgué confiando en que la policía no me vería. Había guardado casi todos los planos en un sobre con el nombre de Lawrence escrito a máquina, y lo tenía junto a mí, en el asiento delantero. Llevaba guantes negros, una gorra de portero y el uniforme del Dupree, un hotel de Houston en el que había trabajado hacía años.

Lawrence salió por la puerta principal a las ocho y cuarto. Yo me agaché en el asiento, lo vigilé a hurtadillas, y apreté la lengua contra el hueco que Primo y Flower habían dejado en mi mandíbula. Él se dirigió a su coche y se marchó; su mujer y su hijo estaban en casa.

Esperé otra media hora, como para que ella no sospechara nada, y llamé a la puerta. Se oía llorar a alguien en el interior, y cuando abrieron la puerta el llanto se oyó mucho más fuerte.

La señora Lawrence era pequeña y pelirroja, aunque había muchos cabellos grises mezclados con los rojos. Parecía joven, pero llevaba la cabe2a gacha como si le pesara. Para poder verme tuvo que levantar la cabeza y entornar los ojos. Una herida suturada, de bordes irregulares, descendía a la izquierda de su boca; la piel alrededor del ojo derecho estaba inflamada y amoratada, y el blanco del ojo inyectado en sangre.

—¿En qué puedo servirlo? —me preguntó.

—Un envío, señora —dije con el tono seco con que me dirigía a los oficiales durante la Segunda Guerra Mundial.

—¿Para quién es?

—Para el señor Reginald A. Lawrence —respondí—. De parte de un bufete de Washington.

Intentó sonreír, pero el niño empezó a gritar. Se dio la vuelta, y luego, como si tuviera prisa, me miró de nuevo y me tendió la mano.

—Démelo a mí; soy su esposa —dijo.

—No sé si… —vacilé.

—Dese prisa, por favor, tengo a mi hijo enfermo.

—Bueno…, está bien, pero me tiene que pagar un dólar noventa y cinco.

—Espere un momento —suspiró exasperada, y corrió hacia el interior de la casa, donde se oían los gritos.

Yo también entré, y saqué uno de los documentos secretos que había plegado en octavos. La puerta principal daba a un pequeño vestíbulo, diseñado para que la casa pareciera más grande. Había un perchero y un decorativo escritorio lacado. Abrí un cajón del escritorio y metí el documento incriminatorio bajo una pila de mapas.

Pasé al salón, donde la señora se consumía de inquietud frente a una cama plegable. La cama no era grande, pero el niño acostado en ella era tan delgado que allí habrían cabido cuatro o cinco críos de sus dimensiones. El chico era casi tan largo como la cama, pero sus brazos y piernas eran tan flacos que parecían los de un recién nacido. Tenía las muñecas laceradas y el pecho desnudo cubierto por contusiones azulverdosas. Lloriqueaba, y con uno de sus ojos me miraba fijamente mientras el otro bizqueaba.

—Señora —dije.

—¿Sí? —Ni siquiera se volvió a mirarme; lloraba derrumbada junto al niño, que ahora que su madre estaba cerca, gemía más débilmente.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté.

—Polio —me contestó.

Quién sabe, puede que se lo creyera.

Le echó una mirada rápida al niño y se puso de pie.

—Me necesita —dijo—. Tengo que quedarme aquí. Me necesita, me necesita.

La abracé, pensando que la última vez que había abrazado a una mujer su marido había intentado matarme. La llevé hasta un sillón.

Quité la etiqueta con el nombre de Lawrence del sobre y dejé las pruebas sobre las rodillas de la mujer.

—Esto no tiene mucha importancia —susurré—. Déselo a su marido cuando pueda.

A las siete de la tarde llegué al parque Griffith. Detuve el coche en una línea cortafuegos, un poco más abajo del observatorio, y caminé entre los árboles en dirección al gran edificio abovedado. Era una larga caminata, pero pensé que valía la pena ocupar una posición ventajosa antes de que apareciera el inspector de Hacienda. Cuando avanzaba oía el crujido de las ramas de los árboles a mis espaldas, pero aquello no me inquietó.

Eran casi las ocho y cuarto cuando llegó Lawrence. Bajó directamente por la verde colina que había detrás de la tapia baja que rodeaba el parque y caminó hasta muy cerca de los árboles. Estiró el brazo y acercó la muñeca a la cara para mirar el reloj. Aún se le veía torpe y desgarbado, pero había una audacia nueva en su porte. Se contoneaba como un gallo, ladeando la cabeza como si buscara pelea.

—Buenas noches, Reggie —lo saludé desde detrás de un escuálido pino.

Salí a su encuentro con las manos en los bolsillos. Hizo un gesto como queriendo llevarse la mano al pecho, pero yo saqué una de las mías del bolsillo, le mostré la pequeña pistola, y la volví a guardar.

Me dirigió una sonrisa torcida y encorvó los hombros. Las manos, grandes y capaces de hacer tanto daño, le colgaban tranquilamente a los lados.

—¿Ha traído el dinero? —pregunté.

Se inclinó ligeramente hacia adelante y señaló un paquete de papel marrón que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta.

—¿Qué garantía tengo de que me dejará tranquilo si le doy este dinero?

—Hombre, yo sé que usted es un asesino. Y con este dinero me iré a un lugar lejano, donde no pueda encontrarme.

Me sonrió, y ambos nos quedamos inmóviles. Me daba cuenta de que él no pensaba moverse hasta que yo no dijera algo más, de modo que le pregunté:

—¿Y por qué lo hizo, eh?

Un espasmo sacudió su cuerpo.

—¡Ja! ¡Jódase! —me respondió doblando el cuello hacia uno y otro lado. El olor de la ginebra llegó hasta mí.

—Vamos, hombre. Tengo que saberlo. ¿Por qué se ha metido en semejante lío? —le pregunté.

Yo sabía que estaba loco, pero deseaba que hubiera algún motivo.

Los ojos del inspector Lawrence brillaban afiebrados.

—Negros y judíos —dijo.

Puede que me hablara a mí, o que hablara solo.

—¿Como su esposa y su hijo?

Me miró a los ojos, pero no dijo nada.

—Quiero decir, ¿por qué Towne? ¿Y por qué Poinsettia?

—Le hablé de usted al pastor negro. ¿Y sabe qué hizo?

Lawrence levantó los puños. Le dije:

—Tranquilícese, hombre.

—Sí. —Lawrence rió entrecortadamente—. Me echó. Pero yo regresé. Sí, señor, eso es lo que hice.

Volvió a reír. Yo saqué la pistola del bolsillo.

—Y esa zorra era una mugrienta, vivía como en una cochiquera. —El inspector Lawrence respiraba trabajosamente—. Y se comportaba como si yo fuera igual que ella ¡Yo igual que esa cerda! Y solamente tenía que pagar. Usted tenía que seguir el programa. Yo no quería matarlos. Pero estaba en juego mi vida.

—Pero Chaim Wenzler no tenía nada que ver con usted y con sus enredos, hombre.

—El FBI iba tras él. Y si Wenzler desaparecía, los del FBI ya no le necesitarían a usted.

—¡Pero después trató de acabar conmigo!

Lawrence soltó otra risita y se mordió el pulgar.

Cada vez estaba más oscuro. En verdad, daba la impresión de que la oscuridad surgía de los árboles. Ya era hora de que cogiera mi dinero y me marchara.

—Muy bien —dije; tenía, como en otra ocasión, la mano en la pistola—. Deme la pasta.

Había planeado que cuando cogiera el dinero simularía estar nervioso, pero no tuve necesidad de actuar.

—Pensé que usted quizá fuera uno de esos raros negros con cojones —dijo, repentinamente sombrío.

Sus palabras me revolvieron las tripas, pero resistí. Se estaba haciendo de noche muy de prisa; muy pronto no seríamos más que sombras.

—Usted no cree realmente que yo voy a dejar que me extorsione y se quede con mi dinero, ¿verdad?

—Si hace alguna tontería, verá qué clase de cojones tengo.

Se decidió de repente. Cogió el paquete del interior de la chaqueta y me lo tendió.

—Es muy agradable hacer negocios con usted. Ahora puede marcharse —le dije.

En el instante en que toqué el sobre, Lawrence se lanzó hacia adelante y me dio con el hombro en el pecho, muy fuerte. Como estábamos de pie en una colina, tuve otra vez la sensación de volar, pero en esta ocasión aterricé de espaldas, con los brazos abiertos.

Intenté sacar el revólver pero no pude. Lawrence bajó corriendo y me dio una patada en el hombro. Sonreía mientras tironeaba torpemente de la pistola que llevaba en el bolsillo.

—¡No haga eso, hombre! —le grité, amenazador, pero él ya tenía la pistola fuera.

Dijo otra vez esa palabra, negro, y después cayó de espaldas unos dos metros más abajo. Cuando el tipo aún estaba en el aire, a medio camino, oí entre los árboles un disparo de pistola que retumbó como un cañonazo. Huí tan rápido de allí que mientras corría aún se oían los ecos del disparo.

Yo fui muy veloz, pero cuando llegué al coche Mouse ya estaba dentro.

Me sonrió y dijo:

—Eres un tonto, Easy Rawlins. A ese tipo había que matarlo cuando asomó su asquerosa cara.

—Tenía que saber por qué lo había hecho, Raymond. Si no, jamás me lo hubiera podido quitar de la cabeza.

Nos alejamos del observatorio cruzando la zona boscosa del parque.

—Te pareces a uno de esos estúpidos vaqueros, Easy. A ti te gustaría gritar «¡Desenfunde!» antes de disparar. Y con esas tonterías sólo conseguirás que te maten.

Tenía razón, seguro, pero yo, actuando de esa manera, me convencía a mí mismo de que no era un asesino. Le había dado a Lawrence la posibilidad de seguir vivo… al menos hasta que yo lo denunciara a la policía.

—¿El asesino era él?

—Sí, él los mató a todos.

—¿Y ahora qué harás?

—Rezaré para no nos hayan visto, y le diré al tipo del FBI que Lawrence me obligaba a informarle de todo lo que yo hacía para él, y que le robó los documentos de Wenzler. Le diré que se dedicaba al espionaje por dinero. Y también demostraré que usaba su trabajo en Hacienda para extorsionar y robar a la gente.

Mientras hablaba saqué quinientos dólares del fajo de billetes y se los di a Mouse.

Yo no había pensado quedarme con el dinero. Lo repartí entre las familias de los muertos, incluida Shirley Wenzler. Mi idea era que Lawrence tenía que pagar también en dólares por todo el daño que había hecho. Doné también mil dólares a Migración Africana. Y durante treinta años Sonja Achebe me ha enviado postales desde Nigeria.

—No está mal. No está nada mal —aprobó Mouse.

Mientras conducía encendí un par de cigarrillos. No se oían sirenas ni se advertía ninguna actividad extraordinaria en el camino. Le di uno de los cigarrillos a Mouse y aspiré profundamente el humo del mío.

—¿Adónde vas ahora? —me preguntó Mouse cuando ya habíamos hecho unos nueve o diez kilómetros. Estábamos en el bulevar Adams, y los coches de la policía no nos prestaban ninguna atención.

—Le prometí a LaMarque que lo llevaría a comer perritos calientes.

«Y después —pensé— me lo llevaré a México».