Me desperté sobresaltado cuando Mouse me llamó por teléfono.

—Ya lo tengo, hombre —me dijo.

Había orgullo en su voz, el mismo orgullo que un hombre siente cuando paga su hipoteca al banco, o cuando le lleva la nómina a su mujer.

—¿Dónde está?

—Aquí mismo, frente a mí. ¿Sabes una cosa, Easy? Este chico es realmente feo.

En el fondo se oía la malhumorada voz de Mofass, pero yo no alcanzaba a distinguir las palabras.

—¡Cállese, idiota! —gritó Mouse en mi oído—. ¡Ahora no queremos oírlo!

—¿Dónde estás, Raymond?

—En el almacén de Alameda, donde me habías dicho que fuera. Entré por una ventana y encontré sus cosas. Ya sabes, no tuve más que esperar, y el tío bajó por el tobogán que usaban para descargar la mercancía.

La entrada del almacén estaba en un callejón que nacía en la calle principal. Dos grandes puertas, cerradas con una cadena y un candado. Cuando sacudí la puerta, se abrió una ventana y Mouse se asomó.

—Hola, Easy. Sigue unos metros por el callejón y encontrarás la rampa de carga. Está abierta.

Se trataba de una trampilla de aluminio de unos dos metros cuadrados, reforzada por un marco de madera, que se levantaba de la pared y dejaba al descubierto una rampa de metal que llevaba al interior del depósito. La rampa estaba muy resbaladiza debido a toda la mercancía que se deslizaba por allí hasta las camionetas de reparto.

Mientras subía a la primera planta le quité el seguro a la pistola. Las grandes pilas de cajas de cartón y cajones de madera formaban corredores. Había un poco de luz, pero las largas hileras de cajas y cajones dejaban grandes zonas en la oscuridad y le daban al lugar una extraña apariencia de profundidad. Era como si estuviera en las minas del rey Salomón.

—Aquí, Easy —me llamó Mouse.

Seguí el sonido de su voz hasta llegar a un pequeño quiosco cuadrado. La luz salía del interior de aquella oficina. Una luz eléctrica amarilla y turbia, y humo de tabaco. Había un largo escritorio de metal gris recubierto por un grueso secante verde. Mofass estaba detrás del escritorio, sudoroso y con una apariencia muy poco digna. Mouse me sonreía, apoyado contra una pared.

—Aquí lo tienes, Easy. Si quieres le pongo una manzana en la boca.

—¿A qué viene todo esto, señor Rawlins? —empezó a decir Mofass—. ¿Por qué me ha hecho secuestrar por este hombre? ¿Qué le he hecho yo a usted?

Yo simplemente alcé la pistola y le apunté a la cabeza. Mouse exhibió su sonrisa más encantadora, sin dirigirla a nadie en particular. La mandíbula de Mofass comenzó a estremecerse debido a los espasmos que le recorrían la nuca y los hombros.

—Yo no soy el hombre que busca, señor Rawlins. No es a mí a quien debe apuntar con su juguete.

—Adelante, Easy, mátalo —susurró Mouse.

Y eso fue lo que le salvó la vida a Mofass. Mouse no sabía por qué tenía yo allí a aquel hombre, y tampoco le preocupaba. Él sólo sabía que matar satisfacía un profundo deseo. Yo también comenzaba a sentir el mismo deseo, y aquello no me gustaba nada.

—¿Qué quiere decir con que usted no es el hombre que busco? —le pregunté.

Mofass, en lugar de responder, soltó un pedo.

—Es el inspector de Hacienda, Easy —dijo después—. Ese tal Lawrence.

—¿Qué dice? —Yo no había esperado una respuesta tan sorprendente—. Vamos, hombre, usted puede inventar algo mejor.

—Con una pistola cargada apuntando a la cabeza no se miente, señor Rawlins. Fue Lawrence, y lo que le digo es tan cierto como que estoy sentado aquí.

El olor de la flatulencia de Mofass impregnaba la habitación. Mouse se echaba aire con la mano.

—Será mejor que me diga algo más convincente, Mofass. Su vida está en mis manos.

Acerqué el cañón de la pistola a la sudorosa frente de Mofass, que abrió un poco más los ojos.

—Es la verdad, señor Rawlins. Hace un año me acusó de defraudar al fisco.

Mouse empujó con el pie una silla para que me sentara. Mofass se puso en pie de un salto.

—Siéntese —le dije—. Y siga hablando.

—Sí. —Una leve sonrisa apareció en los labios de Mofass, pero desapareció de inmediato—. Yo nunca he pagado impuestos. He presentado siempre las declaraciones, pero mentía, y decía que no había ganado nada. Pero Lawrence me descubrió. Me tenía agarrado por los cojones.

—Sí. Sé muy bien lo que es eso.

—Me dijo que tenía pruebas suficientes para llevarme a los tribunales. Y yo entonces le pregunté si no podíamos tomar una copa juntos, y hablar del asunto. —Mofass volvió a sonreír—. Si me dejaba pagarle una copa, era señal de que podía comprar su silencio. Fui a un teléfono y llamé a Poinsettia. Ya en aquella época no pagaba el alquiler. Me había dicho que si yo me olvidaba de su deuda ella sería muy buena conmigo, pero usted sabe que yo no hago las cosas de esa manera.

Mouse, sin ningún motivo, cogió bruscamente a Mofass por la muñeca y luego lo soltó. El gordo, asustado y sorprendido, gañó como un perro.

—Es la pu… pu… pura ve… ve… verdad, hombre. Yo la llamé y le dije que si se portaba bien con mi amigo, me olvidaría de los alquileres del verano.

—¿Y usted hizo que se conocieran?

—Sí. Lawrence soportaba muy mal la bebida. Y cuando Poinsettia llegó y empezó a acariciarlo, él apuraba las copas como si fueran de agua y se pavoneaba en la silla. Esa misma noche los llevé a un hotel.

—¿Y?

—¿Qué otra cosa podía hacer? —Mofass agachó los hombros—. Lawrence me pedía que le llevara a Poinsettia al menos tres veces por semana. Y siempre bebían. En algunas ocasiones ni siquiera tenía que llevarlos a ninguna parte, lo hacían en el coche.

—¿Mientras usted conducía? —le preguntó Mouse.

—¡Sí!

—Joder! Ese tío blanco es algo grande, Easy.

—No creo ni una sola palabra de todo lo que me ha dicho —dije—. He visto al agente Lawrence, y es más recto que un poste de teléfonos.

Mofass alzó las manos para apaciguarme y Mouse, como de costumbre, sonrió ante aquella señal de capitulación.

—Señor Rawlins, usted nunca ha visto a ese hombre bebido. Se pone como loco. Y estaba obsesionado con Poinsettia. Pero a veces se ponía furioso y la golpeaba de tal manera que ella tenía que quedarse una semana en casa.

Me acordé de que había visto a Poinsettia llevar gafas oscuras en días nublados.

—Muy bien, Mofass. Puede que su historia sea cierta, pero aún no veo qué tiene que ver conmigo.

—Hace unos seis meses estaban en una casa que yo tenía en venta en Clark. Lawrence se emborrachó y tiró a Poinsettia Jackson por las escaleras. Ella se hizo mucho daño y tuvimos que llevarla a un médico que yo conocía.

—¿De modo que Poinsettia no sufrió un accidente?

Mofass hizo que no con la cabeza, tragó saliva para humedecerse la garganta y continuó:

—Al principio Lawrence se sentía culpable y quería hacerse cargo de todos los gastos de Poinsettia. Fue entonces cuando le preparó una encerrona a Rufus Johnson.

—Lo conozco. Es uno de los hombres de la lista que usted tenía en su escritorio.

—Sí, un hombre de color. Vive en Venice Beach. Lawrence lo acusó de defraudar a Hacienda, y yo lo fui a ver unos días después y le dije que si me pagaba, yo podía librarlo de aquel asunto.

—¿Y usted y Lawrence se repartieron el botín?

—Lawrence se quedó con casi todo, se lo juro.

—Y ahora me persigue a mí.

—Les hicimos la misma faena a cinco personas. Nunca a nadie que yo conociera. Y durante un tiempo Lawrence parecía conforme, pero luego empezó a decir que necesitaba más dinero, y a quejarse de que Poinsettia y su esposa y su hijo eran como piedras atadas a su cuello. Insistía para que encontrara a un negro rico, y así él podría marcharse para siempre.

—¿Y usted me entregó a mí?

Se le llenaron los ojos de lágrimas pero no dijo nada.

—¿Y cómo pensaba sacarme el dinero?

—Ante todo había que conseguir que pusiera todas sus propiedades a mi nombre, después simularíamos que Hacienda iba tras de mí, pero en realidad íbamos a vender las propiedades a escondidas y Lawrence se quedaría con el dinero. Iba a ser todo para él. Él sabía que los negros jamás van contra la ley.

—Pero si lo que me dice es verdad, ¿por qué no quiso que yo pusiera mis propiedades a su nombre cuando se lo propuse?

—Usted no es ningún tonto, señor Rawlins, y yo soy el primero en saberlo, ¿no es verdad? Me imaginé que si aceptaba entusiasmado su idea, usted se daría cuenta de que tramaba algo. De modo que le dije a Lawrence que le apretara las tuercas. Que lo asustara, para que usted me pidiera por favor que pusiera todo lo suyo a mi nombre. Y más tarde, cuando yo tuviera problemas y Hacienda se quedara con mi dinero, usted sabría lo que significa tener a esos tipos detrás, y se sentiría feliz de no estar en mi lugar.

—Usted está mintiendo, hombre. Aunque sea verdad lo de los impuestos, ¿por qué iba Lawrence a matar a nadie?

—¿Y por qué iba a matarlos yo? —chilló Mofass.

—Tranquilo, hombre —le ordenó Mouse levantando el dedo índice, y después lo golpeó en la cara con la pistola.

La cabeza de Mofass giró violentamente hacia un lado, y después el señor Mofass al completo cayó al suelo. Se puso en pie cubriéndose la sangrante mejilla con las dos manos.

—¿Por qué me ha golpeado? —lloriqueó como un niño.

Mouse volvió a apuntarle con el dedo índice y Mofass se calló.

—Quiero una respuesta, Mofass —le advertí.

—No sé por qué los mató. Sólo sé que después de que el hombre del FBI lo sacara a usted del aprieto, Lawrence me llamó a casa. Me dijo que quería saber todo lo que usted hacía. Después yo le informé que usted estaba trabajando para la iglesia. Usted me había contado que estaba vigilando a Towne.

—¿Y por qué no me dijo nada de todo esto?

—Me tenía agarrado por los cojones, señor Rawlins. Yo era un defraudador y lo había ayudado a robar a la gente. Además, usted sabe que ese hombre está loco.

»Me dijo que si el expediente que él tenía de usted caía en manos del FBI, se darían cuenta de lo que tramábamos. Por eso me mandó a ver a Jackie y a Melvin. Él fue a hablar con Towne.

—¿Y lo mató?

—No lo sé. Sólo puedo decirle que Lawrence fue a verlo y que Towne está muerto.

—Pero cuando empezaron los asesinatos usted se calló la boca, Mofass, ¿no es así?

Se me contrajeron los músculos del brazo, y cambié de posición la pistola para no matarlo antes de enterarme de todo.

—Al principio yo no sabía nada. Lo que quiero decir es que no tenía ningún motivo para pensar que Lawrence iba a matar a Poinsettia. Y cuando Towne recibió lo suyo, ya sólo me preocupaba mi vida.

—¿Por qué mató a Poinsettia? ¿Qué papel jugaba ella en todo el asunto?

—Él le ofreció dinero para que ella llamara a la policía y le acusara a usted de haberla golpeado.

Mofass levantó las manos en un gesto de impotencia. Tenía un gran verdugón rojo en la mejilla, y la cara se le estaba hinchando.

—Usted ya sabe cómo era esa chica. Le dijo algo que no le gustó. Que si no le daba más dinero iría a verlo a usted. Poinsettia decía que Lawrence tenía la culpa de que ella estuviera enferma, y quería que la mantuviera.

—Hombre, lo que me dice no tiene sentido. En primer lugar, ¿por qué quería él que ella me acusara de haberla golpeado?

—Si usted iba a la cárcel, el FBI tendría que encontrar a otra persona. Lawrence podría quedarse con su dinero y no se descubriría nada de lo que habíamos hecho.

Mofass empezó a llorar.

—¿Y usted iba a dejar que yo lo perdiera todo a manos de ese hombre?

—¿Y usted no hacía lo mismo para ese tipo del FBI? Él le prometió que usted iba a conservar su dinero si le hacía una faena sucia a otra persona, ¿no es verdad? ¿Acaso somos tan diferentes usted y yo?

Las palabras de Mofass me hirieron.

—Acabemos con esto, Easy —dijo Mouse, y agitó su pistola en dirección a Mofass.

Nunca me había imaginado que un hombre tan gordo pudiera hacerse tan pequeño en su silla.

—No, hombre.

—¿No querías la cabeza de este tipo? —Mouse parecía indignado—. Te ha metido en un buen lío, ¿no?

—Ya lo creo que sí.

—Entonces tenemos que matar a este hijo de perra.

—Sí, pero tengo una idea mejor.

Mofass soltó otro pedo.

—¿Qué has pensado? —preguntó Mouse.

—Mofass, quiero que me dé la dirección de Lawrence.

—La tendrá.

—Y también el número de teléfono de su casa.

—Sí, señor, como usted mande, señor Rawlins. Lo tengo todo aquí —dijo, golpeándose la sien.

—No se equivoque conmigo, Mofass —le previne—. No estamos en un tiovivo. Si da un mal paso, va derecho a la tumba. Éste es mi amigo Raymond, pero para usted se llamará Muerte, si hace las cosas mal.

—No es necesario que me lo advierta —respondió Mofass con su voz más profesional—. Pero ¿puedo preguntarle qué piensa hacer?

—Alguien va a recibir una ración de lo mismo que le espera a usted si me engaña. Y ahora váyase a casa —le dije después que anotó todo lo que le había pedido—. O a donde quiera. Mañana a esta misma hora todo habrá terminado.

Cuando Mofass se marchó, Mouse me dijo:

—Tendríamos que haberlo matado.

—No hay motivo.

—Trató de estafarte, hombre. Quería robarte tu dinero.

—Sí, lo hizo. Pero nunca habíamos sido amigos, ¿sabes, Raymond? Nuestra relación era estrictamente de negocios. Y los hombres de negocios roban para mantenerse en forma y ser más eficaces en sus negocios legales.

Me alegré de que el gordo se hubiera ido. Estaba tan lleno de gases que había apestado toda la oficina.

—Gracias, Raymond —le dije, y nos dimos la mano.

—Eres mi amigo, Easy, y no tienes nada que agradecerme. ¡Mierda! Tú me hiciste ver las cosas claras con LaMarque. Eres mi mejor amigo, hombre.

Mientras conducía hacia mi casa, pensé en mi proyecto de llevarme a la mujer de Mouse y a su hijo y desaparecer en las montañas de México. Yo no podía matar a Mofass porque no era mejor que él.

Cuando llegué marqué el número de teléfono que Mofass me había dado.

—¿Sí? —me respondió una tímida voz de mujer.

—¿Puedo hablar con Reggie Lawrence, por favor?

—¿De parte de quién? —preguntó ella; había miedo en su voz, un miedo tan grande que me hizo estremecer.

Pero le dije quién era, y ella fue a buscar a mi Némesis.

—¿Rawlins?

—Quiero dos mil quinientos dólares —dije—, y no me venga con alguna estúpida mentira porque sé que los tiene. Los quiero en billetes de diez y de veinte, para mañana por la noche.

—Pero qué diablos… —empezó a decir, pero yo lo interrumpí.

—Óigame, no tengo tiempo para tonterías. Sé muy bien lo que ha hecho, y puedo probarlo. Mofass cantó como un pájaro, y sé que usted no puede permitirse que examinen sus asuntos. Así que no diga nada más y tráigame mañana el dinero, o tendrá que abrir un despacho en la cárcel.

—Si se trata de una de sus triquiñuelas para no pagar los impuestos…

Trataba de hablar como si todavía fuera el jefe, pero yo podía oír el sudor que le corría por la frente.

—En el parque Griffith, Reggie. Entre los árboles que hay junto al observatorio. A las ocho. Un antiguo soldado sabe ser puntual.

Le expliqué cómo llegar hasta allí, y colgué antes de que Lawrence pudiera decir una sola palabra más.

Y me sentí muy satisfecho.