Respondió al teléfono al primer timbrazo.

—Habla Craxton —dijo.

—Qué tal, señor Craxton.

—Bueno, bueno, señor Rawlins, ya pensaba que se habla escapado de mí.

—No, señor. ¿Adónde podría ir?

—A ningún lugar donde yo no pudiera encontrarlo, de eso puede estar seguro.

—He estado muy ocupado, tengo noticias para usted.

—¿Qué clase de noticias?

—Chaim Wenzler ha muerto.

—¿Qué dice?

—Le dispararon a través de la puerta de su casa. Y lo mataron.

—¿Y usted cómo se enteró?

—Shirley Wenzler, la hija de Chaim, me llevó a su casa. Al parecer, yo soy la única persona en quien confía.

—¿Ella sabe quién lo mató?

—Shirley piensa que fue usted.

—¡Qué idiotez!

—Déjeme que le explique. Yo no digo que un agente del Estado vaya a hacer una cosa así. Digo que Shirley piensa que a su padre lo mataron los del gobierno.

—¿Ha averiguado alguna cosa que me pueda ser útil?

—Creo que había otra persona metida en este asunto, además de Wenzler. Como usted dijo, él trabajaba con un hombre de color. Pero no sé quién es. Una cosa sí es segura, sea quien sea, me calaron desde el principio.

—¿Y cómo pudieron hacerlo, Easy? —me preguntó Craxton.

—No lo sé, pero creo que puedo averiguarlo.

—¿Encontró algo en casa de Wenzler?

—¿Algo… de qué tipo?

—Cualquier cosa —respondió evasivo—. Cualquier cosa que me pudiera interesar.

—No, señor. No me quedé allí mucho tiempo. No me gusta la compañía de los muertos.

—Pero usted trabaja para mí, Rawlins. Si no está dispuesto a ensuciarse las manos, no veo por qué tengo yo que resolver sus problemas con Hacienda.

—Hombre, si yo supiera qué busca usted, podría fisgonear por ahí. Pero usted no me ha dicho ni una palabra del asunto, agente Craxton.

Nuestra conversación se interrumpió unos instantes. Cuando Craxton volvió a hablar, lo hizo con forzada tranquilidad y en un tono mesurado.

—¿Qué pasa con la chica, Easy? ¿Sabe por qué mataron a su padre?

—No, no sabe nada de nada. Pero yo he oído una o dos cosas en la Primera Iglesia Africana.

—¿Ah, sí? Cuéntemelo.

—Señor Craxton, usted tiene sus secretos y yo tengo los míos. Puede que siguiendo esta pista descubra quién mató a Wenzler. Y entonces se lo diré. ¿De acuerdo?

—No. —Casi podía oír cómo hacía que no con la cabeza—. No estoy en absoluto de acuerdo. Usted trabaja para mí…

Lo interrumpí.

—No. Usted no me paga, y tampoco ha hecho nada por mí. Yo encontraré al asesino y me figuro que él será la clave de lo que usted está buscando, sea lo que sea. Y en ese momento usted y yo haremos un trato.

—Yo soy la ley, señor Rawlins. Con la ley no se puede negociar.

—¡Joder si no se puede! Ayer por la tarde me dispararon y la bala me pasó a cinco centímetros de la cabeza. Es mi vida lo que está en juego, de modo que acepta mis condiciones o adiós y todos en paz.

Me estaba marcando un farol, pero sabía cosas que Craxton ignoraba. Tenía los documentos y sabía quién era el asesino de Chaim y de Poinsettia. Una cosa no tenía nada que ver con la otra, pero cuando yo terminara todo iba a estar tan ordenado como la litera de un soldado del ejército de los Estados Unidos.

Tenía a Craxton entre la espada y la pared. Finalmente dijo:

—¿Y cuándo me dirá algo?

—Mañana a las seis. En este momento tengo algunos asuntos entre manos, pero imagino que a las seis ya lo sabré todo. Y si no, a la misma hora un día después.

—¿Mañana a las seis, entonces?

—Exactamente.

—Muy bien. Esperaré su llamada. —Craxton intentaba dar la impresión de que seguía siendo el que mandaba.

—Una sola cosa más —le solté antes de que pudiera colgar.

—¿Qué?

—Asegúrese de que la policía no se meta conmigo.

—Delo por hecho.

—Gracias.

Sentado en la oscuridad urdía un plan tras otro. Ninguno parecía real. Yo sólo tenía a Mofass. Él era el hilo que lo unía todo. Mofass y Poinsettia estaban metidos en algo raro, y yo le había hablado de los impuestos y de la Primera Iglesia Africana. Mofass era mi único sospechoso. Si mis suposiciones eran correctas, había sido él quien informara a Jackie y a Melvin que de que yo andaba fisgoneando en la Primera Iglesia Africana. Así que él era también responsable de la muerte del reverendo Towne y de Tania Lee. O puede que los matara él mismo. Mofass era el único que tenía un motivo. Quería mi dinero. Sabía que el gobierno me confiscaría mis propiedades y que él las podría comprar antes incluso de que fueran a subasta. Él sabía cómo redimir deudas e hipotecas. Por eso no quería que llegáramos a un acuerdo privado y yo pusiera las escrituras a su nombre. Él lo quería todo, pero de verdad.

Iba a matar a Mofass, principalmente porque él había asesinado a mi inquilina, y yo sentía que estaba en deuda con ella. Pero también porque había matado a Chaim y yo había llegado a querer a aquel hombre. Mofass había destruido mi vida y me las pagaría.

Todo lo que le había contado a Craxton eran verdades a medias y mentiras para mantenerlo ocupado mientras yo me marchaba a México.

México. EttaMae, yo, y quizá también LaMarque. Me parecía un sueño. Era mejor que todo lo que había tenido hasta entonces, o al menos eso era lo que me decía a mí mismo.

Me senté a esperar que me llamaran. Sin radio ni televisión. Encendí una luz en el dormitorio y luego fui al salón y me senté a oscuras. Estaba leyendo un libro sobre la historia de Roma, pero aquella noche no me sentía con ánimos como para continuar. La historia de Roma no me atraía como solía hacerlo otras veces. No me importaba que los godos y los visigodos saquearan el imperio; ni siquiera me importaban los vándalos, tan terribles que los romanos convirtieron su nombre en sinónimo de destrucción.

En verdad, ni siquiera creía en la historia. Lo real era lo que me estaba sucediendo a mí. Lo real era un dolor de muelas, y un hombre en quien confiaba y que había jugado sucio conmigo. Lo real, lo verdadero, era un estómago vacío, o una mujer diciendo sí, o diciendo no. Lo verdadero era lo que podíamos sentir. La historia era para mí como la televisión, no era la gran ola de la humanidad moviéndose a través de un océano de minutos y de horas, ni era tampoco la humanidad volviéndose cada día mejor. Había visto bastantes asesinatos en Europa como para saber que los nazis eran peores que los bárbaros a las puertas de Roma. Y si yo hubiera estado en Roma, me habrían llamado bárbaro; y en nuestros días, en Watts, nada había cambiado.

Chaim quería un mundo mejor para mí y para mi pueblo. Chaim era un buen hombre, mejor que muchos en Washington, y mejor que un montón de negros que yo conocía. Pero estaba muerto. Chaim ya era historia, como suele decirse, y yo, en la oscuridad, con mi revólver en la mano, era real.