Cuando llegué a casa me di una larga ducha y poco a poco me fui tranquilizando. Mi corazón aún clamaba por un asesinato, pero lo hacía en voz más baja, y en un tono más suave y menos insistente. Me tomé mi tiempo para secarme y vestirme. Y también para valorar las líneas elegantes de mis sillas de nogal y las vetas de la madera de pino del suelo del dormitorio.
Me puse unos bonitos pantalones marrón claro que me había regalado una novia hacía tiempo, y que sólo había usado en una ocasión, y una camisa roja de Jamaica con un estampado de grandes hojas verdes de palmera. Calcetines de nailon blancos y zapatos de cuero negro trenzado. Lo último que escogí fue el treinta y ocho. Me lo sujeté en la parte de atrás de la cintura, oculto por la holgada camisa roja.
Después de vestirme salí fuera para disfrutar del jardín. Me senté durante media hora en el banco de hierro fundido, donde no me podían ver desde la calle, y miré cómo bailaba un arrendajo en la hierba. Se le veía orgulloso y feliz en la hierba húmeda, que había crecido demasiado en las últimas semanas. No había ningún enemigo a la vista, y el pájaro no necesitaba nada más para ser feliz.
Pensé en la meseta mexicana. Parecía un buen plan.
Roberta Jefferson, la hermana de Mofass, vivía cerca de mi casa. Ella y George, su marido, tenían una pequeña casita.
Los dos trabajaban para el Consejo de Educación de Los Angeles. Él lo hacía en el Servicio Interno de Reparto, y ella preparaba el desayuno en el Instituto de Bachillerato Lincoln.
Roberta estaba en casa cuando llegué, y se había atado un gran pañuelo amarillo en la cabeza. Tardé bastante en llegar a la puerta. Ella estaba dentro planchando camisas, y en el aire había olor a repollo. Docenas de iridiscentes moscas verdes zumbaban alrededor de la puerta de tela metálica. A las moscas les encanta el olor a repollo cocido.
No tuve necesidad de llamar.
—Hola, Easy, ¿cómo estás? —me preguntó Roberta.
—Bien, gracias, Ro. Muy bien.
Me quedé en la puerta, sin apresurarme, esperando.
—Pasa, cariño, y dime qué te trae por aquí.
—Estoy buscando a Mofass.
—No lo he visto desde hace dos o tres días. Pero ya sabes, a veces pasa un mes entero sin que venga a verme.
—Sí —dije, y acerqué un taburete alto a la mesa donde Roberta estaba planchando—. Me dejó una nota para que sacara una nevera de uno de sus apartamentos, pero se le olvidó la dirección del apartamento. Y no quiero sacar la nevera de un pobre diablo que no tiene nada que ver con el asunto. A lo mejor me estoy llevando también su última costillita de cerdo.
Nos reímos alegremente.
—Bueno, yo no lo he visto, Easy —dijo luego Roberta—. Pero ya aparecerá. Sabes que Billy no se fía de nadie, y querrá asegurarse de que has hecho bien las cosas.
—¿Le llamas Billy?
Roberta rió.
—Sí. Billy Wharton. Por eso no le gusta venir a vernos, porque yo no dejo que olvide su verdadero nombre.
—Ya veo —dije.
Le pregunté por su marido y sus hijos. Todos estaban bien. George Junior había tenido la varicela y a la pequeña Mozelle le estaban creciendo las tetas y decía que quería tener un niño para darle de mamar. Las cosas habituales de la vida. Roberta me dijo que el Consejo de Educación estaba contratando gente, y que tal vez era el momento para que yo consiguiera un trabajo fijo. Le dije que me pasaría por las oficinas.
—Tu madre vive en Louisiana, ¿verdad, Ro? —le pregunté para terminar con las preguntas sobre su familia.
—Vivirá allí hasta que se muera.
—¿Cuántos años tiene?
—Le falta tan poco para cumplir los setenta que es como si ya los tuviera, pero ella dice que tiene sesenta y dos. Y en verdad no parece tener ni un día más. Ayer me contó mi hermana Regina que mamá tiene un novio nuevo.
—¡A los setenta años! —me escandalicé.
—Hombre, supongo que eso todavía no se le ha gastado.
—Tu madre debe de tener muy buena salud.
—Es fuerte como un toro —me respondió Roberta.
Intercambiamos unas pocas bromas más y me despedí.
Cuando salí de allí fui en mi coche a los apartamentos de la calle Magnolia. Fue como un viaje al pasado. No había cambiado nada. En la cuneta había un papel de chicle que ya había visto la última vez que estuve allí. Me asombraba pensar que los apartamentos aún me pertenecían. ¿Quién había cuidado de ellos durante todos aquellos largos días en que yo había estado ausente?
—Buenos días, señor Rawlins —me saludó la señora Trajillo.
—Buenos días, señora. ¿Cómo está usted?
Me respondió con una sonrisa y yo me acerqué a su ventana. Detrás de la mujer, en una de las paredes, había una imagen de Cristo. Tenía el pecho abierto, y mostraba un corazón como el de las tarjetas del día de los enamorados, pero coronado de espinas. Me miraba y tenía dos dedos levantados, como si quisiera decirme: «Ve despacio, hijo, y encontrarás tu venganza».
—¿Ha vuelto por aquí la policía? —pregunté.
—Sí. Precintaron el apartamento y nos hicieron un montón de preguntas; quién pensábamos que lo había hecho, y esa clase de cosas.
—¿Y ya lo saben? ¿Han encontrado al asesino?
—No lo creo, señor Rawlins, pero nos hicieron muchas preguntas acerca de usted y del señor Mofass.
—¿Mofass estaba aquí aquel día?
—Yo no lo vi, y les dije que un caballero de color como el señor Mofass no entra a escondidas por una ventana.
No, pensé, él se hubiera arrastrado como una serpiente.
—Yo les conté todo lo que había visto, señor Rawlins. Aquel día sólo vi a la gente de la casa, al cartero que traía un envío urgente y a un agente de seguros blanco.
—¿Un agente de seguros? ¿Quién era?
—Un tipo blanco con un traje pasado de moda. Dijo que vendía seguros de vida. —La señora Trajillo bufó—. Uno más de los muchos que quieren aprovecharse de los pobres.
A la señora Trajillo no le gustaban mucho los blancos.
—¿Y trató de venderle un seguro a usted?
—No, yo no tenía ningún interés, pero subió y bajó las escaleras buscando a quién robar.
De todas formas, no me interesaba el agente de seguros.
—¿De modo que eso fue todo?
—Pienso que sí, señor Rawlins. El policía blanco estuvo mirando la puerta trasera. Dijo que parecía que la habían forzado hacía poco tiempo.
Le di las gracias y me despedí. Pero no debía de tener muy buena cara, porque cuando me iba, la señora Trajillo me dijo:
—No sufra, señor Rawlins. Ya sabe que cuando alguien muere no es culpa de nadie.
—¿Cómo es eso?
—Es Dios que los llama a su lado.
Contuve la risa, como un lobo enjaulado.
Cuando llegué a casa aún me sentía sucio, y me di un largo baño. Quería estar limpio, impecable. Coloqué una silla junto a la bañera y puse allí mi treinta y ocho. Dejé la puerta abierta y todas las luces encendidas. Las sombras iban a ser mi alarma.
Llamé a Dupree, pero Mouse había salido con LaMarque.
Había una sola posibilidad de que me pudiera quedar en Los Angeles, y esa posibilidad dependía de que manipulara de manera muy inteligente los documentos secretos.
De modo que me vestí con ropa oscura de trabajo, cargué con amoníaco una pistola de agua, cogí un hule que usaba para pintar y compré tres bistecs en la carnicería de la esquina. Después fui al cementerio de coches de Vernon; me dirigí a la parte de atrás, porque era de noche y estaba cerrado. Coloqué el hule encima de la cerca de alambre de púas y salté. No tenía tiempo para esperar a que abrieran a la mañana siguiente.
El depósito de coches estaba dispuesto en anchos callejones formados por montones de coches. Ya había recorrido tres de ellos cuando los perros me olieron. Vi dos animales, un monstruo con apariencia de boxer y un perro pastor. El primero gruñía y corría hacia a mí, con su colega a la zaga. Les disparé al hocico con la pistola de amoníaco. No hay nada que un perro odie más que el amoníaco. Preferiría arrancarse la cola a mordiscos antes que tener el hocico lleno de ese veneno.
Los documentos estaban donde había dicho Andre, detrás del asiento de una vieja furgoneta Dodge, dentro de una libreta de piel, de esas que tienen un cierre al costado. Me los puse bajo el brazo y recordé que Chaim los había dejado allí. En verdad, no le había dicho adiós a mi amigo.
Cuando llegué a la parte de la cerca que había cubierto con el hule tenía otra vez a los perros detrás de mí. El galgo-boxer me mostró los dientes, pero no parecía muy decidido, y se mantuvo detrás de los otros tres o cuatro perros. Cogí la pistola de amoníaco y le disparé en el hocico al primero —de una raza más que desconocida— que quiso morderme.
No le bastaron las cuatro patas para alejarse de mí. Los otros animales siguieron de inmediato su ejemplo, y salí de aquella incursión sin más daño que un pequeño corte que me hice al abrir la puerta de la furgoneta. Dejé los bistecs en el suelo, junto a la valla. Si los perros tenían la boca llena de carne, no podrían ladrar después de mi partida, y así no llamarían la atención de nadie. Lo que menos necesitaba era que alguien se fijara en mí.
Los oí gritar antes de llamar a la puerta. Chillidos agudos mezclados con palabras como «no» y «basta».
Llamé a la puerta. Cuando Etta abrió, los chillidos continuaban a su espalda. Mouse y LaMarque estaban luchando en el sofá. Los dos gritaban, pero LaMarque estaba encima de Mouse, y lo golpeaba en la cabeza jugando. Mouse se había agachado, hacía como que le dolía muchísimo y chillaba como un ratón.
Etta me tocó el pecho —yo lo sentí hasta en las rodillas—, y me dijo:
—Gracias, cariño. Para LaMarque, es como si Raymond hubiera resucitado.
—¿Me quieres, Etta? —susurré.
—Sí, Easy, te quiero —me respondió también en voz muy baja.
Quería preguntarle si escaparía conmigo a México, pero decidí esperar hasta que Mouse estuviera en otro sitio.
—¡Easy! —me llamó Mouse desde el interior.
—Hola, tío Easy —me saludó LaMarque.
Me pregunté si LaMarque vendría con nosotros a México o si Etta lo dejaría con su hermana. El niño era aún lo bastante pequeño como para aprender muy fácilmente otro idioma.
—Hola, muchachos —dije. Y después—: Raymond.
—¿Sí, Easy?
—Necesito que me ayudes.
LaMarque apartó la vista de nosotros y miró hacia la mesa redonda donde solían comer. Allí estaba la pistola calibre cuarenta y uno de Mouse. El arma, abandonada en la mesa, tenía un aspecto obsceno, pero supongo que era mejor que Mouse no la llevara encima mientras jugaba con LaMarque.
—Voy a preparar té —anunció Etta, a quien no parecía molestar la artillería de Raymond.
Etta movió la pistola a un lado y otro para limpiar la mesa.
—No, cariño, no te molestes —le dije—. Raymond y yo tenemos cosas que hacer. Nos vamos.
De modo que nos marchamos.
—Necesito ayuda, Mouse —le dije en el vestíbulo.
—¿A quién quieres que mate? —me respondió, y sacó la pistola para demostrarme que estaba preparado.
—Por ahora sólo necesito que me acompañes, Raymond. Tengo que averiguar un par de cosas, y no me vendría mal que alguien me cubriera las espaldas.
Raymond sonreía mientras enfundaba su gran pistola.
Fuimos hasta el despacho de Mofass. Yo tenía la llave, de modo que no nos podrían acusar de allanamiento de morada.
—¿Qué estamos buscando, Easy? —me preguntó Mouse, mientras se hurgaba los dientes con un palillo de marfil que siempre llevaba consigo.
—Tú siéntate, Raymond. Yo voy a registrar los archivos de Mofass.
—Para eso no necesitabas que viniera.
—Ayer me dispararon en la puerta de mi casa —le dije—. Estaba con una amiga, y si no me hubiera agachado, para mí ya habría acabado la función.
—¡Ah! —fue todo lo que respondió Mouse, y se palpó la pistola por debajo de la chaqueta.
Se sentó después en la silla giratoria de Mofass, puso los pies sobre la mesa y me sonrió mientras yo empezaba a registrar el archivador.
Mofass llevaba un libro con todas las propiedades que administraba. A la derecha de cada una de las direcciones había doce columnas donde él señalaba, mes a mes, si la propiedad estaba ocupada o deshabitada. Cuando un piso estaba vacío, aparecía una X escrita con lápiz en el mes correspondiente.
Había unos doce apartamentos desocupados, la mayoría en la calle Clinton. Tomé nota, aunque no creía que Mofass se hubiera escondido en un apartamento. No es un tipo muy querido, y la gente se iría muy fácilmente de la lengua si conociera su paradero.
Mofass también administraba un grupo de locales comerciales y siete almacenes. Todas estas propiedades estaban alquiladas. Uno de los almacenes estaba alquilado a Frutas y Verduras Alameda, S.A. Mofass me había dicho que esa compañía ya no existía. Anton Vitali, el presidente, era también el dueño del edificio. Lo había desocupado, pero seguía pagando el alquiler —se lo pagaba a sí mismo—, porque necesitaba que la gente creyera que era un próspero rentista que vivía de sus propiedades. A Mofass aquel arreglo le satisfacía, porque seguía cobrando su comisión y no tenía que mover un dedo.
Le di a Mouse todas las direcciones y le dije que inspeccionara primero el almacén.
—¿Quieres que lo mate, Easy? —me preguntó con la misma naturalidad con que me ofrecería una cerveza.
—Sólo quiero que lo retengas, Ray. Si hay que matar a alguien, ya lo haré yo.