Empezamos a besarnos dormidos. Unos besos apasionados y torpes de los que todavía no éramos conscientes. Cuando despertamos aquello seguía siendo muy agradable, pero ninguno de los dos quería que continuara. Shirley se levantó y dio una vuelta por la habitación, como lo había hecho su padre, quizá. Yo me acerqué a ella y volví a besarla. La apreté contra la pared, ella me rodeó las caderas con las piernas y apretó aún más…
Más que sexo, fue una especie de espasmo, como el vómito o los calambres. Hacíamos los mismos ruidos que los boxeadores cuando encajan un golpe.
No nos dijimos palabras de amor. No hablamos hasta que todo terminó.
Y luego, lo único que dije fue que la llamaría al Filbert tan pronto como pudiera. Le di el teléfono de EttaMae y le dije que llamara a ese número si no podía dar conmigo.
—Pídele a Etta lo que necesites y dile que llame a Mouse.
—¿Quién es Mouse?
—Es un amigo —le dije.
—Ah, ya me acuerdo. —Sonrió por primera vez—. Es el hombre que te recordaba a mi padre.
—Sí, ese mismo.
No sabía qué iba a pasar con Shirley. Yo sólo podía pensar en la venganza, y creía saber cómo llevarla a cabo.
Fuera estaba oscureciendo y acompañé a Shirley hasta el coche. Durante todo el camino hice como que buscaba al villano de la escena, pero yo sabía que aquel tiro había sido para mí. Y sabía quién lo había disparado. Por mis venas corría hielo.
La casa de Primo quedaba en el este de Los Angeles, en el barrio mexicano. Antes tenía una casa muy grande y alquilaba habitaciones a los inmigrantes ilegales, pero la Dirección General de Sanidad lo descubrió y le confiscó la propiedad. Primo pagó trescientos dólares como entrada para una casa de dos plantas en el bulevar Brooklyn, en Boyle Heigths, y demolió todas las paredes de la planta baja. Él, su esposa Flower y sus once hijos vivían en el primer piso, y marido y mujer llevaban una cafetería en la planta baja.
Era una sala oscura con las vigas, en otra época cubiertas, bien visibles. Unas pocas mesas y sillas mal emparejadas aquí y allá. Flower era de Panamá, pero conocía la cocina mexicana lo suficiente como para preparar un burrito de huevos y patata y unas salchichas fritas de chuparse los dedos. Todos los trabajadores mexicanos de cinco kilómetros a la redonda iban a comer a Primo. Había tequila y cerveza de la tienda de licores vecina y los olores eran tan apetitosos que un tipo de Tijuana podía pensar que estaba de vuelta en su ciudad natal con su familia.
Cuando llegué era tarde, pero sabía que la familia estaría en la planta baja. En casa de Primo la cena empezaba a las cinco y continuaba hasta que los hijos mayores llevaban a sus hermanos y hermanas ya dormidos a la cama.
—¡Hola, Easy! —gritó Flower cuando asomé la cabeza por la puerta.
Cuando la familia estaba reunida yo nunca llamaba antes de entrar; había demasiado ruido para gestos de cortesía.
Flower cruzó la habitación y me dio un gran abrazo. Era más grande que EttaMae, y visiblemente negra, pero todos la considerábamos mexicana porque había nacido al sur de la frontera y cuando se enfurecía soltaba tacos en español.
—¡Easy! —exclamó Primo. Me estrechó la mano y me dio unas palmadas en la espalda—. ¡Que alguien le sirva una copa! Jesús, es tu padrino Ezekiel! ¡Ponle una cerveza!
El niño, tímido y silencioso, se puso en pie de un salto, y sorteando niños, perros y muebles fue a la cocina y volvió corriendo. Jesús Peña. Casi todos los hijos de los Peña eran de un moreno claro, color miel, como su padre, con grandes y redondos ojos negros. Pero Jesús era de un matiz más opaco y con ojos asiáticos. No era realmente hijo de Primo y de Flower. Era un niño que yo había encontrado comiendo harina cruda de una bolsa de dos kilos. Había sido maltratado por un perverso hombre blanco; un hombre blanco que había pagado por todas sus maldades con una bala en el corazón. Yo había llevado a Jesús a casa de los Peña. Ellos aceptaron criarlo con una condición, que si alguna vez les sucedía algo, yo me lo llevaría conmigo. Habíamos legalizado la adopción y Jesús era mi ahijado. Me sentía orgulloso de él porque era inteligente, vigoroso y amaba a los animales. Lo único malo era que no quería hablar. Como no conseguía que hablara, nunca supe si recordaba algo de su pasado, y cuando le hacía alguna pregunta al respecto, me abrazaba y me besaba, y se marchaba a toda prisa.
—¿Algo anda mal, Easy?
—¿Por qué? ¿Acaso tiene que pasar algo malo para que quiera ver a mis amigos y a mi ahijado?
—Algo tiene que haber pasado para que tengas la cara hinchada.
Seguramente se me había inflamado mientras dormía.
—Tuve una pelea —dije—. Pero gané yo.
Flower me miró frunciendo el ceño. Me tocó con un dedo el costado de la boca y por poco me desmayo.
—Eso está infectado —afirmó—. Tienes que ver a un dentista, o empeorará.
—Iré cuando termine un asunto que tengo entre manos.
—Antes la muela terminará contigo —me dijo, abriendo unos enormes ojos.
Los niños se rieron y la imitaron.
—¡Ya está bien! —exclamó Primo; después gritó algo en castellano y agitó las manos como si estuviera haciendo viento para enviar a los niños arriba.
Al principio los chicos se resistieron, pero Primo empezó a gritar y a darles palmadas.
Flower los llevó hasta la escalera y cuando se dio la vuelta vio a Primo que la despedía agitando la mano.
—Tú también, mujer. Easy ha venido a hablar conmigo.
Flower se rió y le sacó la lengua, después se dio la vuelta y movió el culo en nuestra dirección. Corrió escaleras arriba antes de que Primo pudiera arrojarle algo.
Yo saqué el pequeño frasco que me había dado Jackson Blue. Quedaban cinco o seis comprimidos.
—¿Qué estás tomando, Easy?
—Morfina.
Primo hizo un gesto de asco.
—Eso no es bueno, hombre. Yo lo he visto en la guerra, en el Pacífico. Se lo daban a los muchachos y acababan enganchados.
Los efectos de la morfina comenzaban a disiparse. Me sentía como si tuviera un gorila dentro de la boca.
—Tengo un problema muy serio, Primo. Quizá pueda ver a un dentista después de solucionarlo.
—Ya veo. ¿Y qué te sucede?
—Alguien me la está jugando. Primero tengo que asegurarme de que se trata de la persona que pienso, y puede que después lo mate.
—¿Y quién es?
—No voy a decírtelo, Primo. Si no sabes nada, no podrán acusarte de nada.
Creo que la falta de sueño, el dolor, la morfina y la bebida contribuían a mi chifladura. Me daba cuenta de que Primo pensaba que yo no estaba completamente en mis cabales, porque me hablaba suavemente y con frases cortas. No reía ni hacía bromas como de costumbre.
—¿Y qué puedo hacer por ti?
—Puede que cuando todo acabe tenga que marcharme con EttaMae, mi novia. Se me ocurrió que quizá te gustaría tomarte unas vacaciones en México, en esa ciudad de la que siempre hablas.
A Primo le encantaba hablar de Anchou. Era una ciudad del centro de México que no aparecía en ningún mapa; nadie sabía dónde estaba, excepto la gente que había nacido allí, o aquellas escasas personas que excepcionalmente eran invitadas por uno de los pobladores. En una ocasión me había dicho que la ciudad era móvil; que si presentían malos vientos, podían hacer las maletas y mudarse en un par de horas. Pero ni el ejército ni la policía querían líos con los de Anchou. Una mujer de Anchou, contaba Primo, podía arrancarle de un mordisco la polla a un soldado y dársela luego a su marido como filtro de amor.
—¿Por qué no te marchas a Texas? Allí no te encontrarán.
—No puedo. El gobierno está metido en esto. Y les parece que no están trabajando realmente si no te siguen de estado en estado.
El señor Peña me dirigió una mirada ceñuda. Bebió un sorbo de su cerveza, y volvió a dirigirme la misma mirada.
Yo me daba masajes en la mandíbula.
—Toma los comprimidos, Easy —dijo por fin.
Tomé tres, y los tragué con la ayuda de la cerveza que me había traído Jesús. En el frasco aún quedaban otros tres.
—Tómalos todos —insistió Primo.
—Sólo me quedan estos tres.
—Yo tengo más. Si realmente te calman el dolor, toma los seis.
Me tomé el resto del frasco; confiaba en que la muela dejara de dolerme, así podría dormir bien y al día siguiente haría todo lo que me había propuesto.
—Hombre, aquí tengo quinientos dólares —le dije, y le tendí el sobre que saqué del bolsillo de atrás.
El dinero siempre hacía reír a Primo. Cuanto más había más reía. Contó los billetes de diez y de veinte que yo había ido escondiendo en mis paredes. Y con cada billete su sonrisa se hacía más amplia y sus ojos más vidriosos.
Puede que fuera el subidón de la droga, pero de repente tuve miedo de que Primo fuera a jugármela. Quizá él también era parte de toda la mala suerte que me perseguía.
—¿Me ayudarás? —le pregunté.
La sospecha se me debió de notar en la voz, porque Primo me respondió muy serio que sí, y me tendió un porrón de barro que tenía junto a la silla.
—¿Tequila?
—Mezcal.
Tomé un trago. Noté que era muy fuerte, porque lo sentía a pesar de la envolvente niebla del narcótico.
Primo me contó historias de Anchou.
—Es una ciudad antigua —recuerdo que me dijo—. Hace cuarenta años había allí un jefe que huyó cuando iban a colgarlo y se fue con Zapata.
De vez en cuando me tocaba la mandíbula. Si le decía que me dolía, me pasaba el porrón. Al cabo de un rato ya no sentía ningún dolor.
Primo también se reía. Más tarde bajó Flower y bebió con nosotros. Me hizo compañía mientras Primo revolvía en unas cajas viejas que guardaba en un rincón de la sala grande.
—Tienes una mujer estupenda, Primo —le dije cuando volvió; tenía en la mano algo parecido a unas tijeras de podar.
—Las he encontrado —informó.
—Sí —continué yo; lo había oído, pero estaba tan preocupado por expresarme que no le presté atención—. Yo también tengo una mujer como la tuya, está en uno de mis apartamentos. Tiene brazos fuertes, como tu esposa, y también huele a flores.
Si recuerdo bien, me caí hacia adelante al tratar de besar en los labios a la señora Peña. Aterricé en sus rodillas, y conseguí acercar mis labios a su hombro. Después la habitación empezó a dar vueltas y yo acabé acostado de espaldas en el suelo, con Flower encima, inmovilizándome con su más que considerable peso.
—… hace años mi primo era dentista en Guadalajara, y yo conservo todos sus instrumentos —oí que decía Primo. Mi estómago daba saltos por ahí, y yo hubiera ido tras él de no haber sido por la vigorosa señora Peña.
—Abre bien la boca, Easy —dijo Primo.
Con una mano me tapaba la nariz y con la otra blandía las horrorosas tijeras. En verdad no eran tijeras, sino más bien unas tenazas de líneas aerodinámicas y con la punta acabada en una especie de cepo dentado.
—Aquí está —dijo Primo, y frunció el entrecejo.
Fue entonces cuando empecé a luchar. No podía gritar a causa de aquel maldito instrumento, y no podía darme la vuelta porque Flower me tenía cogido por los hombros. Pero me agité y me revolví debajo de Primo como si él fuera mi primer amante. Luché y mordí hasta que no pude más; me sentía como si en las profundidades de la boca tuviera cantos rodados que daban vueltas y más vueltas.
Jesús Peña estaba agachado junto a mi cabeza y me miraba fijamente. Me sonrió cuando me vio con los ojos abiertos. Vi que le faltaba un diente, y busqué con la lengua el lugar dolorido en mi boca. O, mejor dicho, el lugar donde antes estaba situado el dolor. Y encontré una gasa empapada en algo que tenía un gusto amargo.
Me senté y la escupí al suelo. Jesús saltó hacia atrás como un gatito asustado. La gasa tenía forma de muela y estaba llena de pequeñas hierbas y hojas. Y también manchada de sangre.
La sangre me hizo acordarme de los pies de Poinsettia y del suelo de su apartamento, y de las marcas de dedos en las paredes de la casa de Chaim. Me levanté tambaleante de la improvisada camilla en que me encontraba. Los Peña me habían acostado encima de unas cajas en la parte de atrás del café. Ya había algunos clientes en la sala, que desayunaban tortillas de maíz con mantequilla y cerveza.
Recuerdo que me alegré de ver que todavía era de mañana.
Flower estaba junto a la cocina, a mi derecha. Me sonreía en medio del vapor que salía de una tetera negra.
—Acércate, Easy —me dijo.
Me dio un tazón del caldo en el que flotaban unas diminutas galletas. En el fondo del tazón había un huevo escalfado.
—Es sopa de ajo —me informó Flower sonriendo.
Me senté en un taburete muy cerca de ella. El primer bocado me dio náuseas, pero seguí comiendo. Últimamente había comido muy poco y se me ocurrió que tenía que recobrar fuerzas.
Por la pequeña ventana de la cocina entraba el sol. Pequeñas motas de polvo flotaban en sus rayos como un enjambre de diminutos peces plateados. Pensé en los apartamentos de la calle Magnolia y en Mofass, aquel sapo de color marrón caca, subiendo trabajosamente las escaleras.
Al cabo de un rato mi estómago se tranquilizó. El hueco donde había estado la muela casi no me dolía.
—Toma, Easy —me dijo Flower. Tenía en la mano un puñado de bolsitas de té—. Si te duele, muerde una de éstas.
Me guardé las bolsitas y le pregunté:
—¿Dónde está Primo?
—Ha ido a San Diego a ver a su hermano. Ellos se cuidarán de todo cuando viajemos al sur.
De modo que mi plan ya estaba en marcha.
—Muchas gracias por hacer de dentistas, Flower. Me imagino que entre el dolor y la droga estaba un poco chiflado.
—Nosotros te queremos mucho, Easy —fue su respuesta.
Por poco me echo a llorar.