Desperté en mi casa, con resaca y muy dolorido. Cogí el frasco de morfina del bolsillo de los pantalones que había dejado en el suelo y tomé tres comprimidos. Después fui al cuarto de baño a quitarme de encima la suciedad y el olor de la noche pasada.

Tenía las palabras de Jackson clavadas en la cabeza como el dolor de muelas. Yo no estaba a favor de ningún bando. No apoyaba al loco de Craxton, con sus mentiras y sus verdades a medias, ni a Wenzler, si es que Wenzler pertenecía a algún bando.

Pensé en visitar a un dentista. Buscaba uno en la guía telefónica cuando llamaron a la puerta.

Era Shirley Wenzler, y se encontraba aún peor que yo.

—Señor Rawlins —dijo, y le temblaba el labio inferior—, señor Rawlins, he venido aquí porque no sabía qué hacer, no sabía a quién pedir ayuda.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Por favor, señor Rawlins, venga conmigo. Mi padre está herido.

Me puse los pantalones y un jersey. Shirley fue conmigo hasta el coche.

—¿Adónde vamos?

—A Santa Mónica —respondió.

Le pregunté si había llamado a un médico y me dijo que no.

Mientras conducía, ella me indicaba el camino, pero no hablamos de nada más. Yo tenía náuseas y estaba dolorido, de modo que no insistí. Cuando llegara a casa de Chaim ya vería si éste necesitaba un médico.

Era una casa pequeña frente a un parque pequeño, apenas una colina cubierta de hierba que se extendía hasta la calle siguiente. No había árboles ni bancos. Sólo una pequeña colina en la que dos niños rodaban cuesta abajo, fingiendo haber perdido el control de la situación.

Yo suponía que Shirley iba a abrir con su llave, pero empujó la puerta y entró. La seguí, cojeando. La morfina amortiguaba el dolor de la mandíbula, pero aún sentía el tobillo y el muslo izquierdos.

La casa estaba pintada en un color frío y mortecino, verde o azul. El techo era tan bajo que recuerdo que caminé encorvado desde el salón hasta el dormitorio.

Y allí el color era rojo muerte.

Chaim estaba encogido sobre una silla. Había un charco de sangre debajo de él. Pero también había sangre en la cómoda y en el baño. Sangre en el teléfono, y en el disco del teléfono. Había huellas sanguinolentas de dedos en la pared. Chaim había recorrido toda la habitación, apoyándose en la mano ensangrentada.

Junto al cadáver se encontraba un cojín verde claro, lleno de manchas y coágulos de sangre. Chaim había apretado el cojín contra el pecho para detener la hemorragia, pero debía de saber que aquello no serviría de nada.

Shirley tenía los ojos muy abiertos y se retorcía las manos. La empujé fuera de la habitación. Fue entonces cuando advertí unas gotas de sangre en la alfombra del salón. La luz era escasa, y hasta ese momento no las había visto.

—Está muerto —le dije a Shirley.

Ella ya lo sabía, pero necesitaba que alguien declarara muerto a su padre.

Había dos agujeros de bala de pequeño calibre en la puerta. Quizá alguien había llamado y cuando Chaim preguntó quién era, le dispararon a través de la puerta.

—Vamos al coche —dije.

Traté de limpiar todos los lugares que había tocado, pero es imposible saber dónde aparecerá una huella digital. Salí de la casa con la cabeza baja, y cuando subimos al coche iba tan agachado que apenas veía por encima del salpicadero. No me senté derecho hasta que estuvimos lejos de la casa.

Fuimos a un pequeño café en la playa de Venice, un lugar con suelos arenosos, decorado con redes de pescar y conchas que colgaban del techo. Nuestra ventana daba a la playa. Era una mañana fresca, y aún no había nadie.

—¿A qué hora lo ha encontrado?

—Esta mañana. Papá… —dijo, y la interrumpió un sollozo—. Me había pedido que le llevara algo.

—¿Qué quería?

—Dinero.

—¿Y cómo ha averiguado mi dirección?

—He llamado a la iglesia.

Me tomé un café. Tuve que beberlo lentamente, porque si el líquido se deslizaba hacia el lado malo, la muela me dolía como una cuchillada.

—¿Para qué necesitaba su padre el dinero?

—Tenía que escapar, Easy. Lo buscaba el gobierno.

—¿El gobierno? —pregunté, como si nunca hubiera oído hablar del FBI.

—Papá es miembro del partido comunista —dijo con la cabeza gacha—. Tenía un documento, o algo por el estilo, y el FBI lo perseguía. La última vez que vinieron dijeron que volverían. Papá pensaba que se lo llevarían, y me llamó para pedirme dinero.

—Esos hombres que fueron a su casa cuando yo estaba allí, la semana pasada, ¿eran del FBI?

—Sí.

—¿Y qué era eso que tenía su padre?

No parecía muy dispuesta a hablar.

—Shirley, su padre está muerto —le dije—. Ya no podemos hacer nada por él, pero sí por usted.

—Tenía unos planos, o algo parecido. Se los dio un tipo que trabajaba en Champion Aircraft.

—¿Qué clase de planos?

—Papá no lo sabía exactamente, pero pensaba que se trataba de armas. Estaba seguro de que el gobierno estaba haciendo armas para matar más gente. Papá odia la bomba atómica. Piensa que el imperialismo de los Estados Unidos matará a millones de personas. Él dice que son los planos de un bombardero nuevo, puede que para armas atómicas.

Me perturbaba que siguiera hablando de su padre como si aún estuviera vivo, pero jamás me hubiera atrevido a corregirla.

—¿Y qué pensaba hacer él con los planos?

—No lo sé —dijo llorando—. No lo sé.

—Tiene que saberlo.

—¿Por qué? ¿Por qué es tan importante? Él está muerto.

—Conocía a Chaim desde hace poco tiempo, pero era mi amigo. Y me gustaría pensar que no era un traidor.

—Pero lo era, señor Rawlins. Pensaba que el gobierno que tenemos sólo quiere hacer la guerra. Mi padre quería entregar los planos de las armas secretas de los Estados Unidos a un periódico socialista, creo que de Francia, para que el mundo entero estuviera enterado. Quería que todos advirtieran el peligro. Él… —Empezó a llorar otra vez.

Chaim era mi amigo y estaba muerto. Poinsettia era mi inquilina y también estaba muerta. Y yo tenía la culpa de la muerte de ambos. Aunque sólo fuera por que no había dicho la verdad, o porque no me había mostrado compasivo cuando debía.

Shirley estaba temblando, y le cogí la mano.

El cocinero blanco salió de detrás de la barra y unos cuantos clientes se dieron la vuelta para mirarnos.

Shirley no se daba cuenta de nada.

—Mi padre quería irse del país, Easy —dijo.

—Y nosotros tenemos que marcharnos de aquí —le respondí.

Cuando llegamos a mi casa le pedí que entrara. No sé por qué. Estaba sucio y dolorido, y lo último que quería era agasajar a una joven, pero se lo pedí y ella aceptó, y caminamos juntos entre las azucenas, las patatas y las fresas por el sendero sin pavimentar que llevaba a la puerta de mi casa. Y cuando yo buscaba la llave en el bolsillo ella me miró y yo me detuve para mirarla un instante, o dos. Después decidí besarla. Me incliné con un movimiento rápido…

No fue el tiro lo que me puso nervioso.

Tampoco el agujero que apareció en la puerta de mi casa, o el coche que se alejó calle abajo; ni el débil grito de Shirley o su mirada, una mirada que podía partir el corazón de un hombre. Ni la mala suerte, o la muela rota, o la resaca que aún no se me había ido del todo, o la brisa en la nuca que había sido como un saludo de la muerte. Lo que me enfurecía no eran las ideas políticas que no comprendía y que no me interesaban.

Era la idea de que todos mis sufrimientos se debían a que no era libre y nunca lo había sido. ¡Ni siquiera sabía quién me estaba tiroteando frente a mi propia casa! Personas ahorcadas y acribilladas a tiros por nada, eso era lo que me enfurecía. Me volvía loco de rabia. Podía sentirlo, como sentía el comienzo de una erección por Shirley cuando lo que realmente deseaba era dormir, un buen dentista y una muerte tranquila a manos de un marido celoso o de un policía racista.

Como casi todos los hombres, yo quería una guerra en la que pudiera disparar a gusto, y no aquella inútil confusión de sangre e inocencia.

Me quedé mirando la cara de miedo de Shirley. La chica estaba temblando. La abracé y le dije:

—Ya ha pasado, no temas.

Después, la hice entrar en casa sin mirar quién nos había disparado. Había decidido en ese instante que, quienquiera que fuese, era hombre muerto. Cuando lo matara iba a empezar disparándole a la planta de los pies. En el infierno se iba a acordar de mí.

—¿Crees que son los agentes del gobierno? —tartamudeó Shirley mientras la ayudaba a llevarse el vaso de whisky a los labios.

—Es probable —dije, pero en verdad no lo creía—. Tal vez piensan que tú te escaparás con los planos.

—¡Oh, Easy! —Me cogió el brazo—. ¿Qué podemos hacer?

—Tendrás que escapar. Y de prisa.

—¿Pero adónde puedo ir?

—Hay un hotel en el centro, el Filbert. Ve allí y coge una habitación. Di que te llamas Diana Bowers. Yo tuve una novia que se llamaba así. Llámame cuando estés instalada. Puede que no esté aquí cuando llames; en ese caso, te telefonearé yo en cuanto pueda y preguntaré por Diana Bowers.

Se estremeció y se acercó aún más a mí.

—Déjame quedarme un rato. Ahora no podría conducir; estoy demasiado asustada.

Nos quitamos todo menos la ropa interior y mi pistola. Nos acostamos en mi cama, abrazados, hasta que ella dejó de temblar y nos dormimos. Yo seguí abrazándola, más por mi propio consuelo que por el de ella.

Soñé que cerca del lecho de muerte de mi madre había una escotilla. Yo caía por un largo pasillo que era igual que un pozo. Al fondo había un río, pero yo sabía que era una cloaca, y que había hombres, hombres blancos y desesperados, que me buscaban. A veces los hombres se convertían en cocodrilos y me buscaban en el agua, y en otras ocasiones los cocodrilos se convertían en hombres. Yo me había pegado a una pared rocosa, para esconderme. De vez en cuando mi mano, en un movimiento involuntario, tocaba una de las oquedades de la pared, y cuando eso sucedía, la pared dolía. Era un dolor terrible, y medio desperté frotándome el lado de la cara donde Melvin me había roto una muela.

Hice una mueca de dolor, y estaba casi despierto cuando vi a Mofass riendo detrás de su mesa; me preguntó cómo era que Hacienda me había dejado escapar. Lo vi hablando mal de Poinsettia, y negándose a que pusiera mis propiedades a su nombre.

Los sueños son maravillosos, porque constituyen una manera diferente de pensar. Por un instante supe con toda certeza lo que debía hacer. Supe quién había matado a Poinsettia y por qué. En mi sueño lo sabía todo, y hasta soñando planeaba mi venganza.