Melvin Pride vivía en la calle Alaford, en una tranquila zona de casas unifamiliares con jardines bien cuidados. Había olor a humo en el aire. Me extrañó, porque era raro que a aquella hora de la noche estuvieran quemando basura.
Llamé más de un minuto a la puerta hasta que vino Melvin.
—¿Qué quiere, Easy? —me preguntó desde detrás de la puerta mosquitera, con una voz tan apagada y sepulcral como la de la señora de la guadaña.
—Quiero hablar con usted sobre el reverendo Towne, Tania Lee y Migración Africana.
—¿Qué dice?
—Lo he visto allí esta noche, Melvin. Sé que han desviado fondos de la iglesia para ellos. Lo que no entiendo es por qué. Quiero decir, Towne era religioso, y tenía una conciencia social. Pero a usted sólo le preocupa la iglesia, y a Winona y a Jackie les basta un espejo para ser felices. Pero aunque supiera por qué lo hicieron, no puedo imaginarme por qué tendrían que matar.
Melvin parecía furioso, pero en realidad estaba paralizado. Abrí la reja y entré en la casa.
—Easy Rawlins, usted no para de decir tonterías. —Melvin se movió hacia un costado, y yo retrocedí un paso para alejarme de él. Bailábamos como boxeadores que se estudian el uno al otro en el primer round de una pelea.
—Estoy buscando a un asesino, Melvin.
—¿Y quién es el asesino aquí? La policía ya me interrogó. Llevé a una persona que les dijo dónde me encontraba yo el día que los mataron.
—Seguro que fue Jackie, o una de sus chicas.
Cuando dije «Jackie» la mejilla de Melvin se estremeció.
—¡Vamos, Melvin! Usted sabe mejor que nadie que robaban el dinero de la iglesia.
No era más que una suposición, pero acertada. Un hombre como Jackie Orr no tenía muchos lugares de donde sacar mil dólares.
—Todos cogían dinero. Towne para Migración Africana, Winona y usted para Towne, y Jackie…, bueno, Jackie encontró un buen chollo.
—Usted no puede demostrar que yo matara a nadie. Y tampoco puede probar que robara.
—Tiene razón con respecto al robo. Ahora que ha quemado los libros en el patio de su casa no podré probarlo.
Melvin me obsequió con una retorcida sonrisa.
—Pero, en cuanto al asesinato, conseguiré que lo quemen vivo.
—¡Por Dios, no! ¡Yo no he matado a nadie! ¡No he matado a nadie en mi vida!
—Puede que no, pero basta con que yo se lo diga a la poli y ellos le pegarán hasta que confiese. Este juego tiene sus reglas, Melvin.
Melvin volvió la cabeza como si quisiera mirar tras la puerta que tenía a su espalda, y que probablemente daba a un dormitorio.
Se pasó la lengua por los labios.
—¿Usted piensa que yo maté a Towne? Eso es ridículo.
—Yo no me estoy riendo, Melvin. Y quiero saber por qué mataron a Towne. ¿Usted trabaja con Wenzler?
O Melvin era un actor excelente, o no sabía nada de nada.
—Easy, lo más probable es que el asesino de Towne sea usted.
Lo decía con tal convicción que empecé a sudar frío.
—¿Yo?
—Sí, usted. Tenemos informes confidenciales, Easy.
—Eso ya lo ha dicho antes, Melvin. ¿Qué significa?
—Significa que alguien le ha delatado, hombre. Ellos lo dijeron.
—¿Y quiénes son ellos?
—No puedo decirlo. Pero la información no viene de una sola persona, y no soy sólo yo el que la recibió, de modo que no se crea que puede acabar conmigo. Yo lo sé, y lo sabe Jackie, y también el hombre blanco.
El tono de voz de Melvin era de virtuosa indignación. Creía de verdad que yo era el asesino.
Me llevó un par de días decidir qué había sucedido a continuación.
Melvin me empujó hacia atrás gritando:
—¡Usted acabó con el pastor, pero no acabará conmigo!
Me torcí el pie con la alfombra; Melvin se abalanzó sobre mí y me asestó un derechazo en la mandíbula. Yo ya estaba cayendo y me retorcí para esquivarlo, pero golpeé contra un sillón y caí de cara al suelo. Sentí después un golpe en mi pierna izquierda y me di cuenta de que Melvin me había pateado y muy probablemente pensaba pisotearme. Rodé hacia un lado y metí las piernas entre las de Melvin, de tal manera que cuando intentó patearme de nuevo cayó hacia adelante, y yo le aticé un puñetazo en la sien.
Empezamos a pelear en el suelo. Melvin mordía y gruñía como un perro. Su ataque era feroz, pero improvisado. Yo seguía golpeándolo en la nuca, y no paré hasta que él dejó de morderme el hombro izquierdo. Después me puse de pie y arrastré conmigo a Melvin, agarrándolo de la camisa. Yo estaba terriblemente furioso, porque su ataque me había asustado y me dolía muchísimo la boca. Golpeé a Melvin con todo lo que tenía a mano. Retrocedió trastabillando y yo esperaba que cayera al suelo, pero él siguió en pie y escapó de la habitación.
Al principio pensé que la pelea había terminado. Había descargado toda mi furia con el último golpe, y mi deseo de violencia estaba satisfecho. Y un instante después recordé que Melvin había mirado un rato antes hacia la otra habitación.
Cuando entré, Melvin estaba junto a la mesilla de noche que había junto a la cama y se dio la vuelta. En su mano había una pistola de color carbón.
Y aquella noche volé por segunda vez; derecho contra Melvin Pride. Nuestros cuerpos golpearon con tal fuerza la pared que el delgado tabique de escayola cedió. Tuve la misma sensación que cuando uno camina sobre hielo y éste se rompe, y uno se desploma en caída libre. Melvin gruñó, y yo también. Se oyó crujir una viga. Unos cascajos se deslizaron por mi mejilla y se oyó el sordo estampido de la pistola, aprisionada entre nuestros cuerpos.
Sentí el impacto de un disparo y en un acto reflejo me aparté de Melvin para llevarme la mano al agujero del pecho.
Estaba lleno de sangre. Sabía, por mis experiencias durante la guerra, que perdería la consciencia muy pronto. Y Melvin aprovecharía para matarme. Todo había terminado.
Pero entonces oí caer a Melvin y sonreí de oreja a oreja a pesar del terrible dolor en la mandíbula. La bala le había dado a Melvin, no a mí. Yo sólo había sentido la sacudida del disparo.
La cara de Melvin se retorcía en una mueca de dolor. Una mancha oscura se extendía sobre su camisa.
Melvin se esforzaba por respirar y gemía, pero aún intentaba levantar la pistola para dispararme. Le quité el revólver de la mano manchada de sangre y lo arrojé sobre la cama. Lloriqueó de miedo cuando me incliné sobre él. Me dolía tanto la mandíbula que no tenía ningún deseo de tranquilizarlo. Rasgué en dos la funda de una almohada y deslicé uno de los trozos debajo de la camisa ensangrentada de Melvin hasta que quedó sobre la herida.
—Apriete aquí —le dije.
Tuve que levantarle el otro brazo y mostrarle lo que tenía que hacer.
—Por favor, no me mate —susurró.
—Melvin, tiene que dominarse. Si no reacciona, sufrirá una conmoción y puede morir.
Le apreté la mano sobre la herida para que el dolor lo hiciera reaccionar, y también para mostrarle lo que tenía que hacer. Su pistola era calibre 25, y la herida no era demasiado grave.
—¡No me mate, por favor! ¡Por favor, no me mate! —salmodió Melvin.
—No quiero que muera, Melvin. No voy a matarlo, aunque después de este follón debería hacerlo.
—¡Por favor! —volvió a implorar.
Me guardé la pistola en el bolsillo y fui al cuarto de baño, donde me limpié la sangre de los zapatos y de los bajos de mis pantalones negros. Después cogí un abrigo del armario de Melvin y lo utilicé para cubrir el resto de mi persona.
En el patio de atrás varios documentos oficiales de la Primera Iglesia Africana humeaban en el incinerador. Melvin había intentado borrar las huellas contables del robo que él y los otros habían cometido en la iglesia. Salvé lo que pude con una manguera.
De vuelta en la casa, descubrí que Melvin se había arrastrado hasta la cocina. Estaba de pie, apoyado en el fregadero. Me imaginé que buscaba un arma, y lo ayudé a sentarse en una silla. Después cogí el teléfono de la mesa de la cocina y llamé a Jackie Orr. El timbre sonó siete veces antes de que respondiera.
—¿Sí?
—Hola, Jackie, habla Easy. Easy Rawlins.
—¿Ah, sí? —dijo con voz fatigada.
—Melvin está herido. —Se hizo el silencio al otro lado de la línea—. Oiga, yo no le he disparado. Ha sido un accidente. De todas formas, tiene una bala en el hombro y necesita un médico.
—Con esa mentira no conseguirá que vaya allí, Easy. No soy tonto.
—¿Y para qué voy a querer engañarlo, hombre?
—Usted quiere mi dinero.
—Usted tiene mil dólares en un cajón de su mesa, ¿verdad? No los he cogido, eso le demuestra que no quiero su dinero.
—Oiga, voy a llamar a la policía.
—Si lo hace, espero que esté preparado para ir a la cárcel, Jackie, porque puedo demostrar que usted ha robado dinero de la iglesia. Y ahora hable con Melvin.
Le puse a Melvin el teléfono junto a la oreja y los dejé que se contaran sus miedos.
Cuando conducía hacia mi casa la boca me dolía de tal manera que por poco pierdo el sentido. Cuando llegué me cambié de ropa, bebí unos cuantos tragos de coñac y regresé al coche.
En el bar de John, Jackson todavía se estaba gastando mis cinco dólares en whisky.
—¡Easy! —me llamó a gritos cuando yo cruzaba el salón.
Odell levantó la mirada de su copa. Yo lo saludé inclinando la cabeza y él se puso de pie para marcharse.
De modo que me volví hacia Jackson.
—Necesito que me acompañes, Jackson —dije hablando tan rápido como pude.
El dolor era insoportable. John me miró fijamente, pero cuando vio que yo no le decía nada, se volvió hacia el otro lado.
—¿Sabes dónde puedo conseguir algún calmante? —le pregunté a Jackson.
—Sí.
Cuando llegamos al coche le di las llaves.
—Conduce tú —le dije—. A mí me duelen las muelas.
—¿Qué te pasa, hombre?
—Un tipo me ha estropeado una muela. ¡Me ha estropeado toda la boca!
—¿Quién ha sido?
—Un individuo que ha querido atracarme a la salida de Migración Africana. Pero me lo he cargado. Joder, cómo duele.
—Tengo unas píldoras en casa, hombre. Vamos a buscarlas.
—Ay —respondí, y me imagino que se dio cuenta de que significaba «sí».
Jackson tenía tabletas de morfina. Me dijo que bastaba con una, pero tomé cuatro para calmar la roja herida de mi boca. Me retorcía de dolor.
—¿Cuánto tiempo tarda en hacer efecto?
—Cerca de una hora.
—¡Una hora!
—Sí, hombre. Pero oye —dijo, y tenía cogida por el cuello una botella de Jim Bean—, nos sentamos aquí, bebemos y charlamos, y antes de que te des cuenta te habrás olvidado de que tenías una muela.
De modo que nos fuimos pasando la botella. La bebida le soltó de tal modo la lengua a Jackson que llegó un momento en que no se guardaba nada. Me contó historias que, de saberse que las había divulgado, le habrían costado la vida. Atracos, asesinatos, adulterios. Me dio los nombres y las pruebas de los hechos. Jackson no era un tipo malvado, como Moose, pero no le importaba lo que sucedía en tanto él pudiera contar el cuento.
—Jackson —lo interrumpí al cabo de un rato.
—¿Sí, Easy?
—¿Qué te parece la gente de Migración Africana?
—Están bien. Tú sabes que aquí uno puede sentirse muy solo si se pone a pensar en lo difíciles que son las cosas. Alguna gente se obsesiona con eso.
—¿Qué quieres decir?
—Sí, hombre, pensando en todo lo que no podemos hacer, y lo que no podemos tener. Y las cosas que suceden sin que podamos hacer absolutamente nada.
Me pasó la botella.
—¿Y alguna vez tienes ganas de hacer algo? —le pregunté al pequeño y cobarde genio.
—Los coños no están mal. A veces me emborracho y dejo una cagada en la puerta de algún blanco. ¡Una buena mierda bien grande y olorosa!
Nos reímos. Y después, cuando todo estaba de nuevo en silencio, le pregunté:
—¿Y qué pasa con esos comunistas? ¿Qué piensas de ellos?
—Vaya, Easy, qué pregunta más fácil —dijo, y se rió—. Ya sabes, es la misma mierda de siempre. Alguna gente ha conseguido alguna cosa, dinero, por ejemplo, y otros no lo tienen pero están desesperados por obtenerlo. Los banqueros y las grandes compañías lo poseen todo, y los obreros no tienen ni una mierda. Y ahora los obreros tienen un sindicato que dice que el obrero es el que hace las cosas, y el dinero debería ser suyo. Eso es el comunismo. Pero a los tipos ricos eso no les gusta, y van a obligar al obrero a agachar la cabeza.
Me asombraba lo sencillo que era todo en boca de Jackson.
—Entonces nosotros estamos del lado de los comunistas.
—No, Easy.
—¿Cómo que no? Puedes estar seguro de que yo no soy un banquero.
—¿Has oído hablar de la lista negra? —me preguntó Jackson.
Sí que había oído, pero le respondí que no para saber qué opinaba él.
—Es una lista que tienen los ricos. Allí hay toda clase de nombres. Nombres de gente blanca, de actores de cine, escritores y científicos. Los que aparecen en la lista no pueden trabajar más.
—¿Porque son comunistas?
Jackson hizo que sí con la cabeza.
—En esa lista aparece hasta el tipo que inventó la bomba atómica, Easy. Un hombre realmente importante, ya ves.
—¿Y qué? ¿Qué quieres decir con todo esto?
—Tu nombre no está en la lista, Easy. Tampoco el mío. ¿Y sabes por qué?
Le respondí que no con un gesto.
—No necesitan tu nombre para saber que eres negro. Les basta con mirarte.
—¿Y a mí qué me importa? —No entendía qué me quería decir, y estaba tan borracho y tan ciego que por poco no monté en cólera.
—Llegará un día en que se olvidarán de la lista, hombre. Tendrán necesidad de una de esas estrellas de cine, o de una nueva bomba, y tirarán la lista a la basura. La mayor parte de los que figuran allí volverán a trabajar —dijo, y me guiñó un ojo—. Pero tú seguirás siendo un pobre negro, Easy. Un negro no tiene un sindicato que lo apoye; un negro no tiene políticos que trabajen para él. Lo único que tiene es una puerta donde cagar, y una mano negra para limpiarse el culo negro.