En el bar de John no había nadie más que Odell, que comía un bocadillo sentado en su lugar habitual. Ni siquiera me devolvió el saludo. Era doloroso perder a un amigo, pero todo estaba tan torcido que no sentía nada, salvo un dolor en el bajo vientre.

Cuando John me sirvió un whisky le pregunté:

—¿Has visto hoy a Jackson?

—No —respondió John—. Pero seguramente vendrá. Jackson sólo puede ir a un bar donde no se permitan peleas.

—Lo has salvado más de una vez, ¿verdad?

John se encogió de hombros.

—Hay mucha gente que no lo puede ni ver. Es un tío listo y estúpido a la vez.

Cogí mi copa y me fui a esperar al fondo del bar.

John siempre tenía por allí a unos cuantos borrachos y a unos pocos hombres de negocios que ejercían sus diversos comercios. De vez en cuando venía alguna mujer del oficio, pero era raro, porque John no quería problemas con la policía.

Jackson Blue llegó a eso de las cuatro y media.

—Hola, Easy —me saludó con su voz aguda y cascada.

—Hola, Jackson. Ven y siéntate conmigo.

Vestía un holgado traje de piel de tiburón con reflejos plateados. El contraste entre su piel, negra como el carbón, y el color del traje, le hacía parecer el negativo de la fotografía de un hombre blanco.

—¿Cómo van las cosas, Easy? —Jackson me saludó como si fuese su mejor amigo.

Unos cinco años antes, un atracador llamado Frank Green había estado a punto de matarme. Nunca tuve la seguridad de que fuera Jackson quien le había dicho que yo andaba tras él. Sólo sé que un día hablé con Jackson del asunto y por la noche tenía la navaja de Frank contra la garganta. En verdad, si Jackson se había chivado no tenía importancia, porque personalmente no tenía nada en contra de mí. Simplemente estaba comerciando con la única mercancía que tenía, información.

—Van mal, Jackson. No podrían ir peor. ¿Quieres beber algo?

—Sí.

—Tráele a Jackson su vaso de leche, John.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Jackson sonriendo mientras John le servía un whisky triple.

—Tú sabes lo que ocurrió en la Primera Iglesia Africana, ¿no?

—Sí, claro que lo sé. Rita me arrastró allí hace dos domingos. Dijo que pasaríamos juntos el sábado siguiente si la acompañaba a la iglesia.

Supe, por la cara de satisfacción que puso, que estaba a punto de embarcarse en una larga narración sobre las hazañas amorosas de Rita.

Interrumpí sus ensoñaciones.

—¿Has oído algo sobre los asesinatos?

—¿Qué asesinatos?

—Poinsettia se ahorcó hace unos días y yo encontré el cadáver.

—Sí, ya me lo habían dicho. —Y entonces se encendió una luz en sus ojos amarillentos—. Y también encontraste al pastor. ¿Piensan que tú los mataste?

—Sí. Y ni siquiera saben quién era la chica que estaba con el pastor. Pero quieren cargarme a mí los muertos.

—Mierda —exclamó Jackson—. Esos hijos de perra no encontrarían una pista aunque la tuvieran clavada en el culo.

—¿Tú estás enterado de algo, Jackson?

Jackson miró por encima de su hombro en dirección a la puerta. Eso quería decir que sabía algo, y que estaba decidiendo si debía decírmelo. Se frotó la barbilla y se mostró cauteloso durante aproximadamente medio minuto.

—¿Qué haces tú en el Colegio Central?

—¿Qué dices?

—Tú vas allí, ¿no?

—Sí.

—¿Y qué estudias?

—Hago cursos de recuperación. Las materias básicas que no pude hacer en la escuela nocturna, como historia o inglés. También asisto a un par de cursos más avanzados.

—¿Sí? ¿Y qué estudias en historia?

—Historia de Europa. Desde la Carta Magna británica en adelante.

—En pocas palabras, la guerra —declaró Jackson.

—Pero ¿qué dices?

—Siempre que he leído algo sobre Europa, estaba relacionado con alguna guerra. Los hombres blancos están siempre luchando. La guerra de las Rosas, las Cruzadas, la revolución, el káiser, Hitler, los comunistas. ¡Mierda! Lo único que les importa es la guerra y el dinero, el dinero y la tierra.

Claro está que tenía razón. Jackson Blue siempre tenía razón.

—¿Quieres ir tú también al Colegio Central?

—Llévame alguna noche, si no te importa. Veré cómo son las clases.

—¿Y qué me cuentas de la iglesia, Jackson?

—¿Me has dicho que la policía ni siquiera sabe quién era la chica?

—No, no lo saben.

—Puede que vaya al colegio y me haga poli.

—Para ser de la pasma tienes que medir por lo menos un metro setenta, Jack.

—Joder, hombre. Además de negro, enano. ¿Me invitas a otro, Ease? —dijo señalando con un largo dedo de ébano el vaso vacío.

Le hice señas a John para que le trajera otro whisky. Cuando John se marchó, Jackson dijo:

—Se llamaba Tania, Tania Lee.

—¿Dónde vivía?

—No lo sé. Me dijo su nombre Robert Williams, uno de esos diáconos jóvenes.

—¿Y él no sabe de dónde era?

—No. Ella le decía siempre que tenía que sentirse orgulloso de su color, y venerar a África.

—¿Sí?

—Sí —sonrió Jackson—. Tú sabes que a mí me gustan las chicas como a todos los negros, pero no creo que me veas nunca en África.

—¿Por qué no, Jackson? ¿Le tienes miedo a la selva?

—Qué dices, hombre. Si África no es peor que los Estados Unidos. Pero no me imagino a los africanos recibiendo con los brazos abiertos a los negros americanos. Hemos estado demasiado tiempo fuera de esa tierra, hombre. Demasiado tiempo —dijo, e hizo un gesto negativo con la cabeza; parecía apenado.

Jackson quizá se habría embarcado en una lección sobre las diferencias culturales entre los dos continentes, pero de repente tuve una idea y le interrumpí.

—Blue, ¿has oído hablar de un grupo que se llama Migración Africana?

—Claro, ¿no los has visto nunca? Están en Avalon, cerca del Bar y Asador Caballo Blanco.

Conocía el lugar. Antes era una ferretería, pero el dueño murió y sus herederos vendieron el local a un agente de la propiedad inmobiliaria que ahora lo alquilaba a pequeñas iglesias sin local propio.

—Pensé que se trataba de otra iglesia.

—No, Easy. Es la gente de Marcus Garvey. El movimiento de regreso a África. Ya sabes, como W. E. B. Du Bois.

—¿Quién?

—Du Bois. Es un negro famoso. Tiene casi cien años. Escribe siempre sobre el retorno a África. Es probable que nunca hayas oído hablar de él porque es comunista. Y nadie enseña nada sobre los comunistas.

—Y si no lo enseñan, ¿cómo lo sabes tú?

—La biblioteca tiene las puertas abiertas, hombre. Y nadie te dice que no entres.

En la vida no hay muchas ocasiones en las que realmente se aprenda algo. Y aquella noche, en el bar de John, Jackson me dio una lección que nunca olvidaré.

Pero en ese instante no tenía tiempo para discutir sobre política e información. Tenía que averiguar lo que ocurría, y mi próxima parada era el local de Migración Africana.

—Gracias, Jackson. ¿Te quedarás un rato?

Dejé un billete de cinco dólares sobre la barra; Jackson lo cubrió con su mano larga y delgada. Después me saludó levantando su vaso.

—Sí, Easy. Me quedaré por aquí. A esta hora seguramente los encontrarás. Se reúnen casi todas las noches.

Aquella noche había una reunión en el local de la antigua ferretería. Unas cuarenta personas rodeaban una tribuna en la parte de atrás del salón y escuchaban a los oradores.

Un tipo corpulento me detuvo en la puerta.

—¿Viene a la reunión? —preguntó.

Era alto, más de un metro noventa, y gordo. Me tendía una gran mano con dedos como enormes salchichas negras.

—Sí.

—¿Podría hacer una pequeña contribución? —dijo el hombrón, frotando la punta de los dedos en un gesto involuntario.

—… ellos no nos quieren, y nosotros no los queremos a ellos —escuché que decía una de las oradoras en la parte de atrás de la sala.

—¿Cómo de pequeña?

—Para un caballero, un dólar.

Le di dos monedas de medio dólar con la efigie de la libertad.

Los que estaban en el salón eran, en general, personas serias. Casi todos los hombres llevaban gafas y mucha gente tenía un libro o un periódico bajo el brazo. Nadie se fijó en mí. Yo era un hermano más que buscaba la manera de llevar la cabeza en alto.

Distinguí a Melvin Pride entre la multitud. Estaba concentrado en la oradora y no me vio. Me situé detrás de una columna, para poder vigilarlo sin que me viera.

La conferenciante hablaba de nuestra tierra, África. Un lugar donde todos tenían el mismo color que los presentes. Un lugar donde los reyes y los presidentes eran negros. Me emocionó escucharla.

Pero no estaba tan conmovido como para dejar de vigilar al diácono. Melvin echaba miradas inquietas a su alrededor y se frotaba las manos.

Al cabo de un rato el público estalló en un aplauso entusiasta. La oradora, que vestía ropas africanas, dio las gracias con una inclinación de cabeza y dejó la tribuna al hombre que estaba detrás de ella. La mujer que había hablado era regordeta y de color marrón claro, y tenía la cara de una estudiante aplicada, seria pero inocente. Melvin se le acercó y le dijo algo en voz baja mientras el siguiente orador se preparaba para dirigirse a la multitud.

Algo que muy bien podía ser un fajo de billetes cambió de manos.

El hombre que estaba en la tribuna habló con entusiasmo de una influyente mujer negra que a pesar de su juventud había demostrado su liderazgo. Me di cuenta de que se trataba de la amiga de Melvin, porque la mujer interrumpió un instante su transacción para mirar al orador.

Melvin ya había terminado con lo suyo y se dirigió a la salida.

—… Sonja Achebe —dijo el orador.

La multitud volvió a aplaudir y la joven fue hacia una puerta al fondo del salón.

—¿Señorita Achebe?

—¿Sí? —dijo, y me sonrió.

—Si me permite, soy Easy Rawlins.

Frunció un poco el ceño, como si el nombre le sonara pero no pudiera recordar por qué.

—Dígame, hermano Rawlins.

El espíritu de Migración Africana, como el de tantas otras organizaciones negras, era básicamente religioso.

—Quisiera hablar con usted de Tania Lee.

En ese instante recordó quién era yo. No dijo nada, simplemente señaló una puerta. Me dirigí hacia allí mientras otro orador empezaba a hablar.

—¿Qué quiere saber de la hermana Lee? —preguntó.

Estábamos en un amplio almacén dividido en estrechos pasillos por hileras de estantes vacíos. Era como un laberinto para ratas, iluminado apenas por unas pocas bombillas de cuarenta vatios.

—Necesito saber quién la mató, y por qué.

—¿Está muerta?

La señorita Achebe se sorprendió de manera muy poco convincente.

—Vamos, señora, usted sabe lo que sucedió. Ella pertenecía a su organización.

Lo que decía era una suposición, pero muy bien podía ser cierto.

—¿Se lo ha dicho a la policía?

Hice que no con la cabeza.

—No…, todavía no.

La señorita Achebe ya no parecía una niña. Su cara había adquirido la expresión dura de una mujer mucho mayor.

—¿Y qué quiere de mí? —me preguntó.

—¿Quién mató a su amiga y al pastor de mi iglesia?

—No sé de qué está hablando. Yo no tengo nada que ver con ningún asesinato.

—La he visto con Melvin, y a él con Tania y con el reverendo Towne. Usted tiene alguna clase de trato con la iglesia. Cariño, sé que ellos le han entregado por lo menos tres mil seiscientos dólares, pero a mí el dinero no me preocupa. La policía me busca por asesinato, y no voy a ocuparme de los tejemanejes que se traen ustedes.

—Nosotros no matamos a Towne.

—¿Y por qué habría de creer lo que usted me dice?

—No me importa lo que usted crea, señor Rawlins. Yo no he matado a nadie, y ninguna de las personas que yo conozco es un asesino.

—Puede que no. Pero no tengo más que decirles una o dos palabras a las autoridades, y quizá le pidan que demuestre que usted no lo hizo.

La mujer bufó en lugar de reír.

—Señor Rawlins, aquí estamos acostumbrados a vivir peligrosamente. La policía y el FBI nos visitan cada semana. Y ni ellos ni usted me asustan.

—Señorita Achebe, yo no pretendo asustarla. Me parece muy bien lo que usted hace aquí, pero yo me encontraba en el lugar equivocado y en el momento menos oportuno, y ahora necesito respuestas.

—No puedo ayudarlo. No sé nada.

—¿Melvin no le ha dicho nada?

—No, nada —dijo encogiéndose de hombros y mirando detrás de mí.

—De acuerdo. Pero quiero saber… —me interrumpió una pesada mano sobre mi hombro.

Me di la vuelta y me encontré con el hombre que había cogido mi dinero en la puerta.

—¿Algún problema? —preguntó.

—Sí, Bexel —le respondió Sonja—. El señor Rawlins piensa que estamos involucrados en el asesinato del reverendo Towne.

—¿Eso cree?

Era fácil ver que a aquel hombrón le ofendían mis ideas.

Sonja sonrió.

—Y quiere decírselo a la policía.

—¡No!

Cuando Bexel apretó los puños tuve la impresión de que los nudillos de sus manos eran saltarinas palomitas de maíz.

Supongo que mis peleas con Willie y el agente Lawrence me habían envalentonado. Hice como que me apartaba del ujier y luego bajé el hombro derecho para asestarle un gancho al bajo vientre.

Fue un golpe perfecto, al que siguió un puñetazo debajo del corazón. Después retrocedí hasta que una hilera de estantes me tocó la espalda. No era muy lejos, pero no esperaba que mi víctima estuviera en condiciones de perseguirme.

Y entonces vi su cara tranquila y sonriente.

Bexel se inclinó hacia adelante y me empujó con su enorme zarpa. Mi cuerpo dolorido hizo caer los estantes que estaban a mi espalda y los que estaban detrás de éstos. Los pulmones me estallaban dentro del pecho y sentí dolor en lugares que jamás había imaginado pudieran doler.

El hombretón, todavía sonriendo, me cogió por los hombros y me levantó en el aire hasta que faltó muy poco para que nuestras caras se tocaran.

Le di una patada. Con todas mis fuerzas. Y me enorgullezco de haber conseguido que en su cara apareciera una mueca de dolor que duró una décima de segundo. Pero Bexel luego soltó mis hombros y me cogió por la cabeza.

—¡Bexel! —gritó Sonja Achebe—. ¡Suéltelo!

Di con mis huesos en el suelo, convencido —al menos en ese instante— de que aquéllos no eran los asesinos. Había sido un tonto al ir a su madriguera y acusarlos del delito de asesinato. Me podrían haber matado. Y deberían haberlo hecho.

Tirado en el suelo pensaba en un plato de espaguetis y me preguntaba si estaría sangrando, cuando Sonja me preguntó:

—¿Se encuentra bien, señor Rawlins?

—Claro que no.

Bexel todavía estaba de pie delante de mí. Y yo miraba sus enormes zapatones. Eran los más grandes que había visto en mi vida. Me cogió por la chaqueta y me hizo poner de pie. Era la primera vez en esa noche que tenía la sensación de volar.

—Ahora debería marcharse —dijo Sonja Achebe—. Aunque no espero que me crea, nosotros no hemos hecho nada malo. Pero lo que usted piense no importa, porque no tenemos miedo.

Miré a Bexel. Ni siquiera tenía la respiración agitada. Recuerdo que me dije que quizá aquello me había servido para aprender a ser más prudente. Pero en el fondo de mi corazón sabía que no aprendería nunca.

—Le pido disculpas —dije.

Estreché la mano de Sonja.

—Puede que no me crea, pero sus palabras me han conmovido. Hay mucha gente que necesita lo que usted les ofrece.

—¿Y usted no? —sonrió, y su rostro volvió a ser de nuevo el de una niña.

—Yo ya tengo un hogar. Puede que esté en tierra enemiga, pero es mío.

Me gustaba Sonja Achebe, y también las propuestas de Migración Africana. No quería que se vieran en dificultades. Confiaba en que no estuvieran implicados en la muerte de Towne. Y deseaba que tampoco lo estuviera Chaim Wenzler. Al parecer, yo estaba a favor de todos, menos de mí mismo.