—Easy, ¿en qué estás pensando? —me preguntó Etta.

Estábamos acostados en su cama. Yo tenía las manos detrás de mi cabeza, y ella acariciaba mi erección debajo de las sábanas. Me sentía raro. Era una sensación absurda. Mi cuerpo estaba excitado pero tenía la mente fría, y me preguntaba cuál debía ser mi próximo movimiento. Si Etta no hubiera seguido moviendo sus dedos de aquella manera, habría estado nervioso, no habría sido capaz de pensar en nada.

Había ido a casa de Etta por la noche, cuando LaMarque ya estaba durmiendo. Ella me bañó y luego yo la amé, una y otra vez, hasta poco antes del alba. No creo que ella sintiera mucho placer, salvo el de ayudarme a embotar mi miedo y mi dolor.

—Pienso en la gente. Están muertos, pero no puedo dejar de preocuparme por ellos. Eso es lo que nos hace distintos de los animales.

—¿Cómo es eso? Explícamelo —susurró, y al mismo tiempo me apretó un poco.

—Si un perro ve a una persona, o a un animal muerto, da unas vueltas alrededor del cadáver y sigue adelante, continúa cazando. Pero si yo encuentro a un hombre muerto, es como si continuara vivo y me siguiera a todas partes, señalándome con el dedo.

—¿Y qué vas a hacer, cariño?

—El tipo del FBI piensa que el reverendo Towne estaba metido en algo. Cree que andaba en líos con los comunistas.

—¿Qué comunistas?

—Ahhh, así, así está muy bien… —dije—. El judío que trabajaba conmigo es un comunista.

—¿Y qué tienen que ver los comunistas con Towne?

Etta se sentó para mirarme.

—Vuelve a poner la mano donde estaba, Etta. Sigue como antes.

Sonrió y se recostó contra mi pecho.

—Por eso el gobierno me ha dejado en libertad. Porque quieren al judío.

—¿Sí? Pues déjalos que lo cojan ellos. No tienes por qué hacerles su trabajo.

—Es verdad —le contesté, y sonreí. Parecía mentira que después del dolor fuera posible experimentar tanto placer.

—Mofass se ha marchado —le conté después de un rato.

—¿Adónde?

—Nadie lo sabe.

—¿Se ha ido de su casa?

—Sí. Dejó una nota bastante tonta en su despacho. Decía que su madre estaba enferma en Nueva Orleans y que iba a cuidar de ella. También ha dejado su habitación en la pensión. Todo es bastante raro.

—Hombre, no me parece que haya hecho nada malo.

—No, supongo que no. Pero nunca pensé que Mofass pudiera marcharse sin decirme nada.

—La gente cambia cuando se trata de la familia.

—Pero Mofass ni siquiera quería a su madre.

—Eso nunca se puede decir, Easy; la sangre tira mucho.

Sabía que Etta tenía razón. A pesar de que mi padre me abandonó cuando yo tenía ocho años, lo quería más que a mi vida.

—Pero hay algo que sí me parece raro.

—¿Qué es?

—¿Te acuerdas de aquel chico que trató de darte una paliza a la salida de la iglesia?

—¿Willie Sacks?

—Sí. Paulette, su madre, ha venido hoy a verme.

—¿Para qué?

—La invité a mi casa porque quería contarle lo que había hecho Willie contigo. Ella ya lo sabía. Me dijo que, después de conocer a Poinsettia, Willie se había vuelto malo.

—¿Qué entiende ella por «malo»?

—Iba como desesperado tras Poinsettia, y se gastaba todo su dinero en ella. Willie antes le daba dinero a su madre. El chico no tiene padre, y Paulette contaba con él para pagar el alquiler.

—Los chicos crecen, Etta. LaMarque hará lo mismo cuando encuentre una chica que le haga sentir lo que tú me haces sentir a mí —dije, y le acaricié la mano.

—Pero Willie nunca ha ganado mucho, y también Mofass le pagaba a esa chica.

—¿Qué dices?

—Mofass pagó el alquiler de Poinsettia durante todo el año pasado. Ella se lo contó a Willie. Le dijo que a veces tenía que ir con él, pero que sólo se besaban, nada más.

—Pero ¿será verdad? —Nunca se me había ocurrido que Mofass fuera tras las chicas.

—Poinsettia también le contó a Willie que a veces Mofass la hacía ir con otros hombres.

—¿Quieres decir que era su chulo?

—No lo sé, Easy. Te estoy repitiendo lo que me contó Paulette. Su hijo le contó todo lo que le había dicho Poinsettia. Cuando Willie se enteró de todo esto, rompió con la muchacha. Al menos eso es lo que pensaba Paulette. Pero después de su accidente Poinsettia volvió a llamarlo. Después de todo, quizá la mató Mofass.

—No lo sé. Pero no me lo acabo de creer. ¿Qué podría haberle hecho Poinsettia a Mofass para que él quisiera matarla?

—Ya lo descubrirás.

—¿Y qué te hace pensar que puedo hacerlo?

—Lo sé. Eres un tipo listo, y no te quedarás tranquilo hasta que sepas lo que ha pasado.

—¿Eso crees?

—Sí.

Apartó las mantas para que yo pudiera ver la obra de sus manos. Ella también se quedó mirándola.

—Quiero más, cariño —me dijo en voz alta y un tono atrevido, como si estuviera ante un público.

Yo sabía que en verdad no quería, pero le pregunté.

—¿De modo que quieres más?

Su «sí» fue casi como un gruñido junto a mi oreja.

—¿Dónde?

Y ella me guió. Y yo me convertí otra vez en un cerdo en celo; en celo y desesperado por encontrar un lugar seguro.

Desperté sobresaltado. Se oía un ruido en algún lugar del piso. Me inquietó pensar que Mouse pudiera estar en la otra habitación con su revólver, pero en ese mismo instante miré a EttaMae. Me sentía exhausto, pero la miré y me di cuenta de que la quería no sólo por el sexo. Aquélla era una sensación nueva. Habitualmente el sexo era para mí lo primero y lo último, pero ahora me daba cuenta de que cuando estaba agotado seguía queriendo a EttaMae con igual pasión.

Bajé de la cama y me puse los pantalones. Fuera no se veía ninguna luz, ni tampoco en el cuarto de al lado. Abrí la puerta y lo vi sentado en el salón. Movía la cabeza hacia adelante y hacia atrás y golpeaba el sofá con los talones.

—¡LaMarque!

—Hola, tío Easy —dijo, y miró hacia el interior del dormitorio.

—¿Qué haces?

—¿Tú duermes con mi madre?

—Sí.

No se me ocurrió ninguna otra respuesta. Mi única esperanza era que no se lo contara a Mouse. Habría querido pedirle que no se lo dijera a nadie, pero pensé que era pecado hacer que un niño mintiera.

—Ah.

—¿Por qué te has levantado?

—Estaba soñando.

—¿Y qué soñabas?

—Que había un monstruo muy grande con cientos de ojos.

—¿Sí? ¿Y te perseguía?

—Me preguntaba si quería ir a dar una vuelta y me llevaba volando muy, muy alto, y después empezaba a caer como si nos fuéramos a estrellar.

Y mientras hablaba, LaMarque abría unos ojos enormes, como si estuviera muerto de miedo.

—Después paraba justo antes de que nos estrelláramos y se echaba a reír. Yo le pedía que me dejara bajar, pero él seguía volando y asustándome.

Me senté a su lado y lo dejé que se sentara en mis rodillas. Al principio su respiración era agitada.

Esperé hasta que se tranquilizó y le pregunté:

—¿Te gusta que tu padre te lleve a casa de Zelda?

—No, huele mal.

—¿A qué huele?

—A bocadillos y a vómito. —LaMarque sacó la lengua en un gesto de asco.

—¿Y se lo has contado a tu madre?

—No, nunca. No me atrevo.

—¿Por qué?

—No sé.

—¿Crees que si se lo cuentas a tu madre, ella se peleará con tu padre?

—Sí.

Me cogió del pantalón y empezó a retorcer la tela.

—Sabes que si le dices a tu padre que no quieres ir más, él no volverá a llevarte.

—Sí que lo hará. A mi padre le gusta apostar y follar con esas mujeres.

Cuando dijo la última palabra se encogió como si temiera que fuera a pegarle.

—No, cariño —le dije, y le acaricié la cabeza—. Tu padre quiere verte a ti. Y jugar contigo a la pelota, y mirar la tele.

No me contestó, y nos quedamos sentados en silencio. Me retorcía los pantalones con tanta fuerza que me pellizcaba.

—Tu padre os visitará dentro de unos días —dije después de un rato.

—¿Cuándo vendrá?

—Creo que pasado mañana.

—¿Y me traerá un regalo?

—Seguro que sí.

—¿Y tú vas a estar en la cama con mamá?

Me reí y lo apreté contra mi pecho.

—No —dije—. Tengo que trabajar.

Vimos salir el sol sentados en el sofá. Después los dos nos quedamos dormidos. Yo volví a soñar con Poinsettia. La carne se desprendía de los huesos. En mis sueños, Poinsettia se iba deteriorando noche tras noche. Muy pronto no sería más que un montón de huesos.

Me desperté media hora después de haberme dormido. LaMarque roncaba. Lo llevé a su habitación y después fui a mirar a Etta. Seguía en la misma posición, una de sus fuertes manos junto a la hermosa cara de satén marrón. Seguía deseándola con la misma intensidad de todos aquellos años, pero por primera vez en mi vida pensé en casarme.

Le dejé una nota en la cocina para decirle que Mouse pasaría dentro de un par de días a visitar a su hijo. Le aseguré que todo estaba bien. Y firmé con un «Te quiero».