El agente Fine era un hombre paciente. Paciente y delicado. Él y su compañero, un novato pálido llamado Gabor, me enseñaron algunos secretos. Por ejemplo, hasta dónde se puede retorcer un brazo antes de que se rompa.
—Lo más importante es no darse prisa —dijo Fine sin dirigirse a nadie en particular mientras me retorcía la mano derecha sobre la nuca—. Yo podría estirar estos dedos por encima de la cabeza y metérselos en la boca, y él probablemente se los arrancaría a mordiscos para acabar con el dolor.
—¡No te des por vencido, Easy! —gritó la voz en mi cabeza.
—¿Por qué la mató? —me preguntó Gabor.
Yo lo único que quería era atizarle, pero tenía el pie y la mano izquierdos esposados a la silla.
Ya llevábamos una hora de faena. Me habían abofeteado, pateado, golpeado con una revista enrollada y retorcido como a un palo de regaliz.
Sentí que un pegote de sangre seca se resquebrajaba en mi mejilla cuando el dolor del brazo retorcido hizo que la cara se me contrajera en una mueca.
Y en ese instante estuve a punto de derrumbarme. Ya estaba casi dispuesto a confesar, a confesar lo que ellos quisieran. Pero la voz seguía gritando en mi mente.
Se abrió la puerta y entró un hombre alto, de pelo plateado. Agradecí el respiro, pero cuando Fine me soltó tuve la sensación de que el brazo se me había separado del cuerpo.
Gemí de humillación y de dolor mientras miraba aquellos brillantes zapatos negros.
—Capitán —saludó Gabor. Vi luego un segundo par de zapatos, más relucientes que el ónix pulido.
—¿Para ustedes esto es un interrogatorio, John? —preguntó el agente especial Craxton.
—Es un caso muy difícil, agente Craxton —respondió el hombre del pelo plateado. Después se dirigió a Fine—: El agente Craxton es del FBI. Está trabajando en un caso y necesita al señor Rawlins.
—¿Y qué pasa con los asesinatos? —preguntó Fine.
—Quítele las esposas y pídale disculpas o le arrancaré la polla y se la haré tragar —dijo Craxton sin ningún énfasis, casi con amabilidad.
Aquello no le gustó nada a Fine; alzó los puños a la altura del pecho y se adelantó un poco, pero retrocedió cuando miró a Craxton a los ojos. Abrió las esposas pero no se disculpó. Su expresión era de desafío, como un niño que ha hecho enfadar a su padre.
Craxton se limitó a sonreír. Los espacios que tenía entre los dientes le hacían parecer un cocodrilo que hubiera evolucionado hasta convertirse en un ser humano.
—Envíeme el expediente de este agente, John —pidió.
—Pídale disculpas, Charlie —ordenó el capitán John.
El poli gordo que tanto me había hecho sufrir dijo:
—Lo siento.
A pesar de lo dolorido que estaba, sus palabras me sonaron a música celestial. Su humillación me sabía mejor que una bola de helado con pastel de manzanas caliente.
Me froté la sangre seca de la cara y le respondí:
—Que te jodan, hijo de perra. Que te jodan bien jodido.
No era una respuesta inteligente, pero nunca entró en mis cálculos vivir hasta una edad avanzada.
El agente Craxton estaba con dos tipos que parecían verdaderamente del FBI. Llevaban traje oscuro, camisa blanca y corbata y sombreros de ala estrecha. Calzaban zapatos negros y calcetines blancos, y en el lado izquierdo de sus chaquetas se notaba un pequeño bulto. Iban bien afeitados y estaban más callados que una ostra.
Eran los mismos tipos que había visto hablando con Shirley a la puerta de su casa.
Los gemelos se sentaron en el asiento delantero del Pontiac negro; Craxton y yo en el de atrás. Nos pusimos en marcha, y cada dos o tres manzanas cambiaban de dirección. No creo que tuviéramos un destino decidido de antemano o un lugar al que ir.
—Ellos piensan que usted los mató a todos, Easy. Que asesinó a la chica que vivía en sus apartamentos, y también al ministro.
—Sí, me he dado cuenta.
—¿Y lo hizo?
—¿El qué?
—Le pregunto si mató a su inquilina.
—¿Para qué? ¿Por qué habría querido matarla?
—Eso tiene que decírmelo usted. Quizá porque era su inquilina y no pagaba el alquiler.
—No tengo nada que decir. Encontré muerta a Poinsettia, y también al ministro. Tuve mala suerte, nada más que mala suerte.
—Me parece lógico que sospechen. Si yo no le hubiera enviado a usted a esa iglesia, también pensaría que todo es muy extraño.
—Sí, pero así es como sucede todo siempre, de una manera muy rara. He visto pasar cada cosa, usted no podría ni imaginárselo.
—Alguien le persigue, señor Rawlins. Alguien que sabe que usted trabaja para nosotros.
—¿Por qué lo dice?
—Porque estos asesinatos de la iglesia fueron un trabajo muy profesional. Los rusos han contratado a alguien, o bien lo han hecho ellos mismos.
—¿Quiere decir que dispararon contra Towne? ¿Y por qué iban a querer matarlo?
—El reverendo debía de estar implicado en algún asunto, y ellos pensaron que matándolo podían borrar sus huellas.
—¿Y por qué no me mataron a mí?
—Los rusos son partidarios de arrancar las hierbas de raíz. Aunque él fuera su mejor alumno, seguro que no dudaron en matarlo si pensaron que podía poner en peligro una mínima parte de sus planes.
Decidí probar suerte con Craxton.
—Hombre, debe de haber algo que usted no me ha contado.
Me miró un instante en silencio antes de hablar.
—¿Por qué lo dice?
—Bueno, ya hace días que vigilo a Wenzler, y no me parece que sea un pez gordo. Así que he empezado a preguntarme por qué me ha librado usted de ir a los tribunales si lo único que hago es espiar a un sindicalista sin importancia. Después mataron al pastor, y usted está seguro de que el asesinato tiene que ver con lo que yo estoy haciendo. Como le he dicho, aquí hay algo que no cuadra.
Craxton se recostó contra la ventanilla y empezó a recorrer el contorno de su mandíbula con un peludo dedo índice. Comenzó por el centro de la barbilla y siguió por el lado izquierdo de la cara. A medida que el dedo progresaba, empezó a aparecer una sonrisa. Y cuando llegó al lóbulo de la oreja, ya era una risa hecha y derecha.
—Usted es un tipo listo, ¿verdad, Rawlins?
—Sí. Tan listo que estoy aquí, preocupándome por mi libertad, mi dinero y mi vida. Si fuera un poco más listo, ni siquiera tendría que respirar.
—Wenzler tiene algo —dijo Craxton.
—¿Sí? ¿Y qué es?
—No es necesario que usted lo sepa, Easy. Es suficiente con que esté enterado de que en este juego las apuestas son muy fuertes. Jugamos de veras.
—¿Me está diciendo que me podrían matar?
—Así es.
—¿Y por qué diablos no me lo advirtió antes? —Uno de los robots del asiento delantero giró la cabeza, pero no le hice el menor caso—. Me ha hecho trabajar como si todo anduviera de acuerdo a lo planeado y entretanto había gente apuntándome a la cabeza.
Debo reconocer que mis palabras no hicieron mella en Craxton.
—¿Quiere ir a la cárcel, Easy? —me preguntó—. No tiene más que decírmelo y se lo devolvemos al inspector Lawrence.
—Si usted sabe qué es lo que Wenzler tiene, ¿por qué no lo detiene?
—Ya lo hicimos, Easy. Lo detuvimos y lo interrogamos, pero no nos dio nada, y no tenemos ninguna prueba. Nada, absolutamente nada. No puedo decirle qué es lo que nosotros creemos que él tiene en su poder, pero es algo muy importante. Significaría un gran riesgo para los Estados Unidos que no consiguiéramos recuperarlo.
—Entonces ¿no me va a decir qué es lo que tengo que buscar?
—Es mejor que no lo sepa, Easy. Créame, no le gustaría nada si lo supiera.
—Muy bien, pero dígame si tiene algo que ver con Andre Lavender.
—Mi respuesta es que si sabe dónde está Lavender, debería informarnos de inmediato. No se trata de un problema racial, Easy, sino que concierne a nuestra patria.
—¿Tengo entonces que vivir con un arma apuntándome sólo porque usted lo dice?
—Puede salirse de este asunto cuando quiera.
Él sabía que no iba a hacerlo.
—¿De modo que quiere que siga vigilando a Wenzler?
—Exactamente. Ahora usted sabe que Towne también estaba implicado en el asunto. Conocemos sus vínculos con los movimientos pacifistas. Usted puede investigar a partir de la relación de Wenzler con el predicador. No nos extrañaría que Wenzler fuera el asesino.
Chaim había matado en Polonia. Y no había pasado tanto tiempo desde la guerra como para que un buen soldado olvidara su oficio.
—¿Y Poinsettia? ¿También piensa que la mataron los rusos?
Craxton me miró muy fríamente.
—Quizá la mató usted, o puede que lo hiciera otro. No lo sé ni me importa; no me ocupo de ese caso.
—Pues le aseguro que a la policía le importa.
Craxton cambió de postura en el asiento para mirar por la ventanilla.
—Cuando todo esto termine, les explicaré por qué estaba usted en la iglesia —dijo, tan cerca de la ventanilla que su aliento empañó el cristal, ya de por sí bastante opaco—. Les diré que es un héroe. Y si no tienen ninguna prueba material de que usted mató a la chica, entonces… —Se volvió para mirarme; yo sentí que un hilo de sangre me resbalaba por la cara.
—¿Ha estado alguna vez en una trinchera individual, y en invierno, Easy?
—Sí, en más ocasiones de las que me gustaría recordar.
—Hace mucho frío y se está muy solo, pero eso hace que volver a casa sea más emocionante.
No le contesté, pero mi respuesta hubiera podido ser «Amén».
—Sí —continuó—, el dolor hace hombres a los niños asustados.
El sol era una gran bola roja sobre la ciudad. Las nubes colgaban encima de nuestras cabezas como estalactitas negras en una cueva oscura, pero encima de esas nubes había una naranja luminosa, tan cálida que inspiraba un sentimiento de adoración poco menos que religioso. Casi me parecía oír música de órganos.
—Sí, Ezekiel, nos espera un trabajo muy duro. Y puede que hasta penoso.
No podía mover el meñique sin que una punzada de dolor me atravesara el brazo, pero le pregunté:
—¿Y qué se propone hacer?
—Tenemos que atrapar a Wenzler. Es un tipo duro, y sus cómplices son aún peores. Sé que usted correrá riesgos, pero en este trabajo son inevitables.
—¿Y qué pasa si hago todo lo que usted dice y sigo sin descubrir nada?
—Si no consigo lo que quiero, señor Rawlins, mis jefes no darán ni un centavo por mí. Si no consigo resolver este caso, caeré en desgracia. Y usted conmigo.
—¿Y si lo encuentra?
—En tal caso podré echarle una mano, Easy. Ya ve, se trata de nadar o ahogarse.
—¿Me promete que me ayudará, señor Craxton?
—¿Lo llevo a su casa? —me preguntó en lugar de responderme.
—Sí.
En el camino sólo habló de que iba a comprar un buen trozo de bonito, lo cortaría en filetes, le daría un hervor y después lo escabecharía en vinagre y salsa de soja. Había aprendido a prepararlo en Japón, cuando estuvo con el ejército.
—Los japoneses saben guisar muy bien el pescado —dijo.