El gordo encargado de la ambulancia estaba en una postura rara, subido a una silla de la cocina, con un cuchillo de carnicero en la mano. Intentaba cortar la cuerda de la que colgaba Poinsettia. El cuchillo hacía mucho ruido, como dos hombres derribando un árbol a hachazos. Poinsettia cayó por fin al suelo. El golpe fue terrible. El cadáver estaba tan blando y descompuesto que se desprendieron un brazo y la cabeza. Pero lo peor de todo fue el ruido cuando dio contra el suelo. Las estanterías empezaron a vibrar y las paredes se estremecieron. Toda la casa tembló como sacudida por un terremoto.

Desperté al alba. El cielo de mi ventana tenía el pálido azul que dan los primeros rayos del sol, pero el estrépito no cesaba. Creí por un instante que de verdad estaba en medio de un terremoto, pero enseguida me di cuenta de que alguien aporreaba la puerta.

Y cuando ese alguien gritó «¡Policía», pensé que hubiera preferido un desastre natural.

—¡Un momento! —grité.

Me puse un pantalón y una camiseta y me calcé unas pantuflas viejas.

Cuando abrí la puerta me encontré a Naylor y a Reedy, que me cogieron cada uno de un brazo.

—Está detenido —dijo Naylor, y me puso las esposas.

Aquello no me cogió por sorpresa, y no protesté. Tampoco me habría sorprendido si alguien me hubiera llevado detrás de la casa y me hubiera metido un balazo en la cabeza. No podía hacer nada, de manera que bajé la cabeza y confié en poder capear la tormenta.

Nos dirigimos a la comisaría de la calle Setenta y siete y allí, todavía esposado, me llevaron a una habitación pequeña. Después de un rato vino a hacerme compañía el agente Fine, el policía gordo de la cara rubicunda.

—¿Estoy detenido? —le pregunté.

Me mostró una boca llena de dientes cariados.

—Bueno, si lo estoy, tengo derecho a hacer una llamada, ¿verdad?

Ni siquiera sonrió.

Un instante después entró Reedy y mandó al gordo a sentarse al vestíbulo. Me miró con sus melancólicos ojos verdes y dijo:

—¿Quiere confesar, señor Rawlins?

—No, quiero hacer una llamada.

También vino Naylor. Arrimaron sus sillas y se sentaron uno a cada lado.

—No soy muy paciente con los asesinos, señor Rawlins, sobre todo con los que han matado a una mujer. A una negra —dijo Naylor—. De modo que nos cuenta lo que sucedió, o nos iremos a tomar un café y dejaremos que sea Fine quien haga las preguntas.

—Muy decente de su parte, hermano —sonreí.

Me abofeteó, pero no con fuerza. Tuve la impresión de que Quentin Naylor estaba tratando de salvarme de los verdaderos golpes.

—¿Quiere que venga Fine? —preguntó Reedy sofocando un bostezo.

—¿Quién mató al pastor y a la chica? —preguntó Naylor.

—No lo sé, hombre, no lo sé.

—¿Quién mató a Poinsettia Jackson?

—Poinsettia se suicidó, ¿no?

Me miraban con ferocidad.

—Yo la encontré colgada, sí, estaba colgada. No he matado a nadie.

—Alguien la había golpeado en la cabeza, Easy. La dejaron inconsciente de un golpe y la colgaron de la lámpara —me informó Naylor—. Después tumbaron la silla para que pareciera que Poinsettia la había utilizado para colgarse ella misma, pero la silla estaba demasiado lejos del cuerpo, y eso fue lo que nos hizo sospechar. La asesinaron, Easy. ¿Sabe usted de alguien que quisiera ver muerta a Poinsettia?

¡Filadelfia! Fue como una iluminación. Me hubiera jugado cualquier cosa a que Quinten era un negro de Filadelfia.

—Hable, señor Rawlins —insistió Reedy.

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—Usted quizá conoce a alguna persona que tenía un motivo, una razón —continuó Reedy.

Naylor se echó hacia atrás en su silla y me miró fijamente.

—¿Y por qué iban a querer matar a una chica enferma?

—Tal vez para que desocupara el apartamento.

—¿Y cómo quiere que yo lo sepa? Pregúnteselo al dueño.

—Es lo que estoy haciendo —me contestó Reedy mirándome a los ojos.

Me imaginé que estaba en una balsa, en medio de un mar muy agitado. Los policías eran tiburones que seguían a mi embarcación. Por el momento estaba a salvo, pero mi barca empezaba a hacer agua.

—Quiero un abogado; tengo derecho a hacer unas llamadas.

—¿Por qué nos mintió, hombre? —preguntó Naylor.

Parecía incómodo, como si mi pequeña trampa lo hubiera hecho quedar mal ante sus compañeros.

—Deme un teléfono, ¿de acuerdo?

—Le daremos al agente Fine —replicó Reedy.

—Muy bien, que venga el hijo de puta —dijo una voz en mi cabeza—. Que corra un poco de sangre.

No dije una palabra, pero mis miradas eran asesinas. Yo sabía aguantar una paliza. Mi padre, antes de irse para siempre, me llevaba muchas veces detrás de la casa. Y después de que se fuera, cuando todavía era un niño, a veces echaba de menos el bastón con que me azotaba.

—¡Mierda! —exclamó Reedy, y salió de la habitación.

El agente Fine apareció en la puerta.

—Esto se puede poner muy feo, Ezekiel —me dijo Naylor acercándose más a mí—. Si usted no confiesa yo no puedo protegerlo.

—Corte el rollo, hombre. Usted se viste como ellos y habla como ellos. O sea que es uno de ellos.

—Naylor, el detective Reedy lo espera en el vestíbulo —dijo Fine; hablaba casi con educación.

—Déjeme hacer una o dos llamadas, hombre —le susurré a Naylor—. Si quiere salvarme, acepte que tengo derechos.

Mientras el policía negro pensaba contuve el aliento. A Fine le habría gustado matarme, me daba cuenta por su olor.

—Vamos —dijo Naylor por fin.

—Eh, qué van a… —empezó a decir Fine, pero Quinten Naylor ya estaba de pie, y hay que decir que el detective parecía hecho de ladrillos muy sólidos.

—Va a hacer una llamada. Tiene derecho.

Naylor me quitó las esposas y cruzamos el vestíbulo hasta una pequeña zona cerrada por tres tabiques de cristal opaco, de un metro ochenta de alto. Y dentro del cubículo, sobre un escabel de madera, se encontraba el teléfono.

—Ahí lo tiene —dijo Naylor, y se quedó detrás para mostrarme que podía disfrutar de cierta intimidad. Se acercaron Reedy y Fine, y los tres hombres empezaron a discutir. Yo era una vaca muerta, y aquellos tipos, buitres. Los tres.

Llamé al despacho de Mofass. No contestaron.

Llamé a la pensión donde vivía. Al tercer ring me contestó Hilda Bark, la hija de la dueña.

—¿Sí?

—¿Está Mofass?

—Se ha marchado.

—¿Adónde ha ido?

—Se ha ido. ¿No entiende inglés? —Me regañó de la misma manera que su madre seguramente la regañaba a ella—. Se ha marchado.

—¿Quiere decir que se ha mudado?

—Sí —ladró, y colgó el teléfono.

Los hombres todavía se disputaban mis restos, de manera que marqué rápidamente el número de Craxton.

—FBI —dijo una enérgica voz masculina.

—¿Puedo hablar con el agente Craxton?

—El agente Craxton está trabajando fuera. Vendrá mañana por aquí. ¿Quiere dejarle un recado?

—¿Pero él llamará por teléfono?

—No sabría decirle, señor. El señor Craxton es un agente externo. Va a donde quiere y llama cuando le parece necesario.

—Por favor, dígale que le ha llamado Ezekiel Rawlins desde la comisaría de la calle Setenta y siete. Dígale que necesito que venga a verme a la comisaría y que es urgente.

—¿Me puede informar por qué asunto llama usted?

—Usted dele mi recado, hombre, nada más.

Él también me colgó el teléfono.

Después llamé a la escuela de la Primera Iglesia Africana. El teléfono estaba llamando cuando Fine se acercó y me cogió del hombro.

—Todavía no he conseguido hablar con nadie —le dije.

—De acuerdo —sonrió.

Fine iba a esperar a que yo terminara mi llamada, y después se dedicaría a comprobar cuán fuertes podían ser mis gritos.

—¿Sí? —me contestaron; no reconocí la voz.

—¿Puedo hablar con Odell Jones?

Esperé un buen rato pero Odell vino por fin al teléfono.

—¿Sí?

—¿Odell?

—¿Easy?

—Hombre, estoy en dificultades.

—Lo estás desde que naciste. Has nacido para meterte en líos, y también para complicar la vida de los demás.

—Me han detenido, Odell.

—Irás a la cárcel, Easy, que es el lugar donde deben estar los delincuentes.

¡Si hasta me alzaba la voz!

—Pero oye, que yo no he tenido nada que ver con el asesinato de Towne. No he sido yo, te lo juro.

—Si no has sido tú, quiero que me respondas a una pregunta: ¿Estaría muerto Towne si tú no hubieras empezado a trabajar en la iglesia?

Era una buena pregunta, pero yo no tenía respuesta.

—¿Qué más quieres? —me preguntó con voz cortante.

—Ven a sacarme de aquí, hombre.

—Imposible, Easy. Yo no tengo dinero, sólo tengo a Dios.

—¡Odell, por favor! —supliqué.

—Llama a otro, Easy Rawlins. Este pozo está seco.

Tres golpes sobre el cristal y el agente Fine me cogió del brazo.

—Yo ya estoy libre de servicio, señor Rawlins —dijo Quinten Naylor—. El agente Fine continuará con su interrogatorio.