Habían pasado muchos años desde la última vez que me llevaron para interrogarme a la comisaría de la calle Setenta y siete. Ahora que estábamos en los años cincuenta parecía algo más vieja, pero olía de la misma manera. Un olor agrio imposible de identificar. No era olor a algo vivo ni a algo muerto; tampoco a comida, o a excrementos. Yo no sabía a qué olía, pero era un mal olor, tan desagradable como el del apartamento de Poinsettia.
La última vez que me llevaron a la comisaría estaba detenido y me pusieron en una habitación de paredes desnudas donde interrogaban a los prisioneros. Un interrogatorio de esos interrumpidos por puñetazos y patadas. En esta ocasión, sin embargo, me hicieron sentar en un escritorio frente a Quinten Naylor. El detective tenía delante un expediente y me hizo unas cuantas preguntas.
—¿Su nombre?
—Ezekiel Porterhouse Rawlins —respondí.
—¿Fecha de nacimiento?
—El 3 de noviembre de 1920.
—¿Cuánto mide?
—Alrededor de un metro ochenta y cinco.
—¿Y pesa?
—Ochenta y cuatro kilos, salvo en Navidad. En esa época peso ochenta y seis.
Me hizo algunas preguntas más de ese tipo, y le respondí sin ninguna reserva. Un negro me inspiraba confianza, aunque no sé por qué. Mis hermanos de raza me habían golpeado, robado, tiroteado y maltratado con mucha más asiduidad que los blancos, pero aun así confiaba antes en un negro que en el más honesto de los blancos. Así eran las cosas para mí.
—Muy bien, Ezekiel, cuénteme ahora todo lo que sepa de Poinsettia, del reverendo Towne y de la mujer que estaba con él.
—Hombre, qué quiere que le diga. Están todos muertos, más muertos que una sardina en lata.
—¿Quién los mató?
Tenía una manera muy educada de hablar. Yo, si hubiera querido, habría podido hablar como él, pero nunca me había parecido bien que un hombre dejara de hablar con las palabras de sus padres. Si uno hablaba como los blancos, podía llegar a olvidar quién era.
—Hombre, yo no lo sé. Poinsettia se suicidó, ¿no?
—Esta tarde tendremos el informe de la autopsia. ¿No prefiere decirme ahora todo lo que sabe?
—¿Todavía no conocen el resultado de la autopsia? —Yo estaba verdaderamente sorprendido.
—El juez de instrucción tiene mucho trabajo estos días, señor Rawlins. Hubo un accidente de autobús en la calle San Remo, y un incendio en Santa Mónica. Todavía no estamos seguros de que la muerte de Poinsettia merezca ser investigada —me explicó Quinten—. El juez está de muertos hasta el cuello, pero ya le llegará el turno.
—Yo no sé nada. Sé que el pastor y la chica han sido asesinados porque he visto la sangre. No sé quién los he matado, y si tengo un poco de suerte, nunca lo sabré. Los asesinatos no son lo mío.
—No es eso lo que me han contado.
—¿Qué quiere decir?
—Me han dicho que hace unos años usted estuvo implicado en unos cuantos asesinatos. Y que gracias a su testimonio encarcelaron a uno de los asesinos.
—¡Así es! Pero ya ve, no había sido yo —me señalé el pecho—. Alguien cometió un asesinato y yo se lo dije a la policía.
Y si ahora supiera algo, también se lo diría. Pero cuando he oído gritar a Winona estaba en el sótano, cambiando de lugar unas ropas. He subido por si necesitaba ayuda, pero he visto que ya no podía hacer nada.
—¿Usted cree que los ha matado Winona?
—¡Hombre, yo qué sé!
—¿Ha visto por allí a alguien más?
—No —respondí; Chaim había mencionado a Robert Williams, pero yo no lo había visto.
—¿No ha visto a nadie?
—He visto a Chaim, y Chaim me ha visto a mí. Eso es todo.
—¿Dónde estaba antes de ir a trabajar?
—Desayunando, me acompañaba una amiga.
—¿Quién es ella?
—Se llama Shirley.
—¿Y qué más?
—No sé su apellido, pero sí dónde vive.
—¿Cuánto tiempo ha estado en la iglesia antes de ir al sótano?
—He bajado directamente al sótano.
Después empezamos otra vez desde el principio. Y otra vez más.
En una de las repeticiones me preguntó si había oído los disparos.
—¿Disparos?
—Sí —me dijo con tono brusco—. Disparos.
—¿Es que les han disparado?
—¿Usted qué había pensado?
—Hombre, no sé. Por lo que yo he visto, podrían haber muerto apuñalados.
Y con eso terminó el interrogatorio. Naylor se levantó y se marchó disgustado. Volvió minutos después y me dijo que podía irme. Chaim y Winona se habían marchado hacía horas. La policía no sospechaba de ellos. Winona estaba demasiado perturbada como para estar fingiendo, y nadie sabía que Chaim era parte del Terror Rojo.
Salí a la calle y en Central cogí un autobús que me llevó hasta la iglesia; desde allí me fui a casa en mi coche. Nada parecía estar bien, todo estaba un poco podrido. Ya era bastante extraño que hubieran ocurrido tantas cosas, pero ahora moría gente, y aquello seguía sin tener sentido.
Como para confirmar mis temores, Mouse estaba sentado en mi mecedora en el porche de mi casa y bebía whisky; se lo olía a cinco metros de distancia.
Mi amigo había sido siempre un tipo elegante. Llevaba seda y cachemir cuando otros hombres se conforman con algodón. Las mujeres lo vestían y después lo sacaban a pasear para que todo el mundo viera qué hombre tan guapo tenían.
Una vez me contó que una mujer hizo cambiar el forro de los bolsillos de los pantalones por otro de satén, para poder acariciarlo bajo la mesa o cuando estaban en un espectáculo de la misma manera que lo acariciaba en casa.
Pero el individuo que estaba en mi porche no era el atildado Mouse de siempre. No se había afeitado en varios días, y su barba era de esas que hacen que un hombre parezca desaseado. Tenía la ropa arrugada y su expresión era sombría. Además, estaba borracho. Y no era la borrachera de una noche, sino esa que se cultiva a lo largo de varios días.
—Hola, Easy.
—¿Cómo estás, Mouse?
Me senté a su lado, y de repente tuve la sensación de que éramos otra vez jóvenes, como si nunca nos hubiéramos marchado de Texas. Supongo que era porque deseaba volver a una época de mi vida menos complicada.
—No llevo mi revólver, tío —dijo Mouse.
—¿No? ¿Y por qué?
—Porque podría matar a alguien. Alguien a quien no quiero matar.
—¿Qué te pasa, Ray? ¿Estás enfermo?
Se rió, sacudiéndose como si tuviera convulsiones.
—Sí —dijo por fin—. Mortalmente enfermo de tanto sufrir.
—¿Y por qué sufres?
Me miró a los ojos; una mirada gris y acerada.
—¿Has visto a mi chico?
—Sí, Etta lo trajo cuando vino aquí.
—Es un niño hermoso, ¿verdad?
Hice que sí con la cabeza.
—Tiene los pies grandes y una buena boca. Mierda, eso es todo lo que se necesita en este mundo. Nada más que eso.
Como Mouse no siguió hablando, yo añadí:
—Es un chico estupendo. Fuerte, y también listo.
—Es el mismo demonio —susurró Mouse con la cara vuelta, como si le hablara a su brazo izquierdo.
—¿Qué dices?
—Satanás. Uno de los ángeles del mal. Se nota en las cejas; se curvan hacia arriba como cuernos.
—LaMarque es un poco travieso pero no es mal chico, Raymond.
—Satanás en el infierno. Gatos negros y una maldición vudú. ¿Te acuerdas de Mama Jo?
—Sí.
Jamás podría olvidarla.
Mouse me había convencido mediante engaños para que lo llevara en un coche robado a Pariah, una pequeña ciudad en la zona de los pantanos del este de Texas. No teníamos más de veinte años, pero la verdadera catadura de Mouse ya se había manifestado en todo su esplendor. Quería una dote que su madre le había prometido antes de morir. Mouse iba a casarse con EttaMae, y había dicho:
—Conseguiré ese dinero, o papá Reese morirá.
Reese era el padrastro de Mouse.
Pero antes de que llegáramos a Pariah, Mouse me hizo llevarlo a un lugar en medio de los pantanos. Llegamos a una cabaña oculta por frondosos perales, que servían también de pilares. Y en esa cabaña vivía Mama Jo, la bruja de la zona. Era una zorra de más de un metro noventa de altura, que vivía del cuento y sin hacer caso de las leyes que rigen a los hombres comunes y corrientes. Tenía veinte años más que yo, que acababa de cumplir los veinte. Nos quedamos a pasar la noche allí, y ella me hechizó. Mouse estaba fuera, planeando el asesinato, y Mama Jo hizo conmigo lo que quiso. Yo proclamaba mi amor por ella, y no paraba de decir tonterías. Aún recordaba el olor de su aliento: pimientos y ajo, vino agrio y tabaco rancio.
—Ella siempre me decía que a veces, cuando se lleva una mala vida, el mal cae sobre nosotros. Si no hemos pagado por lo que hicimos, el mal se encarna en nuestros hijos.
—¡Pero LaMarque es un niño como todos, Ray!
—¿Y tú qué sabes? —gritó, agresivo—. Ese chico me ha echado mal de ojo, Easy. Me dijo que me odiaba, y que deseaba que yo estuviera muerto. Y ahora dime que el hijo que desea la muerte de su propio padre no es un malvado.
Yo estaba pensando en Etta. Me preguntaba cómo se me había ocurrido que podía ser su amante y amigo de Mouse al mismo tiempo, y salir bien parado de la historia.
—LaMarque no te odia, Ray. Sólo es un niño, y está furioso porque tú y Etta no estáis juntos.
—Es un demonio salido del infierno —volvió a susurrar Mouse—. He hecho todo lo que debe hacer un padre, Easy. Tú sabes que yo no conocí al mío, y que maté a Reese.
A pesar de que intenté detenerlo, Mouse finalmente había asesinado a su padrastro.
—Sí, lo maté y bien muerto está —continuó Mouse—. Tú sabes que él y su hijo Navrochet siempre me pegaban, y que encima se reían de mí.
Mouse también había matado a su hermanastro Navrochet.
—LaMarque no pensaba lo que te dijo, Ray.
—Sí que lo pensaba. Sí. Y no le he dado ningún motivo, la verdad. Tú sabes que yo quería a ese niño, y siempre lo he tratado bien. —Las lágrimas le bañaban la cara—. A veces voy a buscarlo y lo llevo al local de Zelda. A las chicas les encanta que uno lleve un niño. Le hacen fiestas y le regalan chocolates. Y yo le enseño a apostar y a bailar. Pero LaMarque se hace el tímido, el asustado y todo eso. Y consigue que me sienta violento delante de la propia Zelda.
»Pero, sabes, siempre está corriendo detrás de mí para ir al lavabo al mismo tiempo. —Mouse sonrió—. Y me mira la polla como si jamás hubiera visto algo tan grande. Y la última vez que fuimos a casa de Zelda, inmediatamente después, me dijo que no quería ir nunca más a ninguna parte conmigo. Ni siquiera me habla, y si yo le digo algo, se pone a gritar en medio de la calle como si yo fuera un mal tipo, como si fuera igual que Reese.
Antes de que Mouse matara a Reese, el viejo granjero nos había perseguido por la ciénaga. Raymond había matado a uno de sus perros de caza, pero el viejo tenía dos más, y los lanzó tras nosotros. Finalmente conseguimos escapar, pero ya oscurecía y tuvimos que pasar la noche al raso. Yo estaba con gripe y Mouse me abrazó como una madre gata y me dio su calor toda la noche. Podría haber muerto si él no me hubiera cuidado.
Le pasé el brazo por los hombros mientras lloraba. Mouse era muy ruidoso y me hacía sentir incómodo, pero no lo solté.
—Lo siento, Raymond —dije cuando acabó; tenía los ojos rojos y la nariz le chorreaba.
—Quiero mucho a ese chico, Easy.
—Hombre, él también te quiere. Es tu hijo, lleva tu sangre. LaMarque te quiere.
—Si es verdad lo que dices, ¿por qué se porta de esa manera?
—No es más que un niño, Mouse. Tú siempre vas con tíos muy violentos, y el chico se asusta, se pone nervioso y quiere irse de allí. No puede soportar ese ambiente.
—¿Y por qué no me lo dice? Puedo ir con él a pescar.
—Seguramente no sabe cómo hacerlo. Ya sabes, los niños en realidad no piensan; sólo saben lo que les gusta y lo que no.
Mouse se echó hacia atrás en su asiento y me miró como si yo hubiera sacado un conejo de un sombrero. Vi que algo cambiaba en él. Se sentó un poco más derecho, y la mirada sombría desapareció de sus ojos.
—¿Por qué no entras? Te das una ducha, y después, a dormir toda la noche. Cuando vaya a casa de Etta hablaré con LaMarque.
Hablé por teléfono mientras Mouse estaba en la ducha.
—¿Cómo va todo, señor Rawlins? —me preguntó el agente especial Craxton.
—Han asesinado al pastor y a su novia.
—¿Qué dice?
Le hablé de los asesinatos. Me hizo un montón de preguntas sobre la habitación donde los habían matado.
—Parece el trabajo de un profesional —dijo finalmente.
—O puede ser que el asesino tuviera buena puntería.
—¿Y por qué entonces no había nada fuera de lugar, todo estaba perfectamente limpio y ordenado?
—Hombre, ella se la estaba mamando al reverendo. Puede que su marido los sorprendiera. O quizá fue Winona, que pensaba que Towne le pertenecía.
—Quizá. Y ahora escúcheme. Veré qué puedo averiguar por aquí. Entretanto, usted dedíquese al pastor. Averigüe a quién veía, que tipo de contactos tenía en política, y ese tipo de cosas.
—De acuerdo —respondí; Craxton era el patrón y no había nada más que decir.
Raymond salió de la ducha con una toalla alrededor de la cintura y una sonrisa en la cara.
—Tienes mucho mejor aspecto —le dije.
—Y tú tienes cara de haberte tragado una mosca viva. ¿Algo anda mal, Easy?
—Hombre, podrías preguntar si algo anda bien.
—¿Hablarás de mí con LaMarque, Easy?
—Claro que sí. Tan pronto como lo vea.
Rió como un niño; como si fuera aún más pequeño que su hijo.
—Y ahora dime qué pasa.
—Le debo dinero a un tipo y él tiene como garantía las escrituras de mis casas. Quiere que investigue a unos hombres que trabajan en la Primera Iglesia Africana.
Le mentí a Mouse porque temía que si le decía la verdad él querría hacerme un favor al estilo de Louisiana, como por ejemplo incendiar las oficinas de la delegación de Hacienda y todos sus archivos.
—¿Y?
—Han asesinado al reverendo Towne y a una chica, y yo estaba allí cuando lo han hecho. Y otro hombre que trabaja para la compañía del que tiene las escrituras también quiere quedarse con mis propiedades. Por si eso fuera poco, una chica que vivía en uno de mis apartamentos se colgó porque yo quería desalojarla. O puede que también la asesinaran.
—Tú habla con mi hijo y yo mataré a esos tipos, Easy.
—No, hombre, no. Trabajan para compañías muy importantes. Ya sabes, matas a uno y otros dos ocupan su lugar.
—¿Son blancos?
—Sí.
—Piénsatelo, Easy. Y si necesitas algo, no tienes más que llamarme.
Se vistió en el baño y un rato más tarde se marchó. No se quedó a dormir porque sus mejores ropas estaban en casa de Dupree, y ya estaba de humor como para volver a ser un hombre elegante.
Yo me fui a la cama y me bebí muy rápido tres copas de whisky. Demasiado rápido. Perdí la conciencia mientras pensaba que tenía que llamar a EttaMae.