Los días de semana la Primera Iglesia Africana parecía deshabitada. Cristo aún colgaba en la entrada, pero cuando los feligreses no estaban reunidos alrededor de las escaleras, la imagen semejaba un simple adorno. Yo, sin embargo, me detenía siempre a mirarlo. Entendía muy bien aquello de sufrir y morir a manos de otros hombres. Casi toda la gente de color lo entendía muy bien. La muerte de Poinsettia había sido terrible, pero no era la primera persona que yo veía colgada.

Había visto linchamientos, hogueras, ejecuciones a tiros y a pedradas. Había visto colgar a un hombre, Jessup Howard, por mirar a una mujer blanca. Y había visto a dos hermanos ahorcados en dos dogales a ambos extremos de la misma cuerda porque protestaron de que en el almacén del condado les cobraban precios más altos que a los blancos. Los hermanos, en su desesperación mientras los estrangulaban, se habían hecho profundos arañazos el uno al otro. Y luego, cuando los dejaron colgados, sus cuellos, rotos al fin, parecían horriblemente alargados.

El intenso amor que los negros sienten por Jesús se debe en parte a que comprenden su situación. Era inocente y lo crucificaron; alzó la cabeza para decir la verdad y murió.

Oí algo mientras miraba la imagen, pero era como un ruido que sonara en mi cabeza, como el chasquido de una cerilla que se enciende y el susurro de un viejo árbol en el huracán.

Chaim estaba en el sótano seleccionando la ropa de las cajas. Miraba con los ojos entrecerrados un viejo y brillante vestido de lentejuelas.

—Es bonito —dije.

—¿Verdad que sí? Puede que le sirva a la señora Cantella para encontrar un nuevo marido —dijo con una sonrisa cómplice.

—Que seguramente no será mejor que los nueve anteriores.

Los dos nos reímos. Y después empecé a ayudarlo. Llevábamos las prendas de una caja a otra mientras les poníamos el precio en pequeñas etiquetas de papel sujetas con imperdibles. Los vestidos sencillos valían un dólar, y por aquellos más elegantes cobrábamos un dólar setenta y cinco centavos. Los sombreros y los pañuelos costaban veinticinco centavos.

—Shirley es una buena chica —dijo Chaim después de un rato.

—Me imagino que sí. Una mujer tiene que ser muy generosa para llevar a su casa a un borracho al que ni siquiera conoce.

—A veces uno tiene que emborracharse.

—Sí, supongo que eso también es verdad.

—Usted es un buen hombre, Easy. Y me alegro de haberlo llevado a casa de mi hija.

Seguimos cambiando cajas de lugar unos minutos más, sin hablar.

Y justamente cuando empezaba a pensar seriamente cómo haría para mantenerme lejos de la cárcel sin meter a Chaim en líos, oímos un grito. Había sonado bastante lejos, pero aun así era evidente que quien gritaba estaba aterrorizado. Chaim y yo nos miramos y yo corrí a las escaleras. Ya estaba cerca del primer piso cuando me encontré a Winona Fitzpatrick. Bajaba corriendo con los brazos extendidos, y no pude evitarla. Le faltaba un zapato, e iba gritando y lamentándose.

—¡Winona! —grité—. ¡Winona!

—Sangre…, muerto —gimió, y se desplomó en mis brazos.

Winona pesaba al menos noventa kilos. La sostuve como pude mientras descendíamos a la planta baja, y cuando llegamos la dejé en el suelo con mucho cuidado. Pero no tuve más remedio que dejarla en el suelo.

—Está muerto —dijo.

—¿Quién está muerto?

—Está muerto. Lleno de sangre —repitió Winona.

La dejé allí, pensando que Chaim vendría y se ocuparía de ella, y corrí escaleras arriba. Cuando llegué al apartamento del pastor, en el primer piso, aminoré la marcha y en ese preciso instante empecé a preguntarme qué diablos estaba pasando conmigo. Miré la puerta de madera contrachapada y recordé las ciénagas de Texas, al sudeste de Houston. Y pensé que un hombre podía perderse en aquellos terrenos pantanosos durante años sin que le encontraran. Y supe que las cosas debían de estar realmente mal para que yo echara de menos aquella tierra tan inhóspita.

El reverendo Towne estaba tendido de espaldas en el sofá. Tenía los pantalones en los tobillos y los calzoncillos a la altura de las rodillas. Su pene todavía estaba medio duro y estoy seguro de que a los piadosos feligreses de la congregación les habría sorprendido su pequeñez. Uno siempre piensa que los pastores baptistas son hombres muy viriles, pero yo había visto niños mejor dotados que Towne.

Y otra cosa rara era el color de su piel. En la mayoría de los hombres negros, la piel de la zona genital es más oscura. La del pastor, sin embargo, era más clara, una rara peculiaridad de su linaje.

La sangre que manchaba su camisa blanca y su expresión atónita me dijeron que estaba muerto. Me habría acercado a él para comprobarlo, pero me impedía el paso la mujer que estaba a sus pies, doblada sobre sí misma. La parte de atrás de su cabeza también estaba ensangrentada.

Si exceptuamos los dos cadáveres, todo lo demás parecía estar en orden. Era un apartamento moderno, sin paredes que separaran los distintos ambientes. La cocina, a la izquierda, con muebles de pino, tenía fogones eléctricos y una ventana que daba a la parte delantera de la iglesia. El dormitorio, a la derecha, muy limpio y ordenado, estaba adornado con máscaras, escudos y tapices africanos que colgaban de la pared. A los pies de la cama había una manta rojo vivo. En la parte central del apartamento el suelo estaba unos centímetros más bajo que en las habitaciones de los lados.

El salón central estaba alfombrado en blanco. El muerto se hallaba tendido en un sofá tapizado en piel blanca. La mirada vacía de Towne estaba fija en una moderna chimenea, medio oculta tras un biombo dorado.

Todo estaba limpio y ordenado, salvo un rincón junto a la puerta, donde había un charco de vómito. El asesino había comido ensalada de col y pastel de carne picada. Del rincón venía también un fuerte olor a bebida.

Miré por la ventana de la cocina y vi las escaleras de la entrada, donde había estado hacía menos de quince minutos; recordé aquel ruido que parecía un chasquido y un susurro. Me pregunté si aquello no habría sido una ráfaga de balas de pequeño calibre. Quizá sí.

Volví junto a los amantes, si es que puede dárseles ese nombre. Más parecía uno de aquellos encuentros rápidos que disfrutábamos los soldados en Europa cuando no teníamos mucho tiempo ni dinero. La mujer estaba completamente vestida; ni siquiera se había quitado los zapatos. Era la misma mujer que había visto con el pastor hacía unos días, en el sótano.

Fue entonces cuando me pregunté quién llevaría aquel caso. Después de todo, la calle Magnolia no estaba muy lejos de la iglesia.

Chaim entró cuando yo dudaba entre coger el teléfono o escapar a las ciénagas del este de Texas.

—¿Qué es esto? —tartamudeó.

—Dos muertos.

—¿Quién ha sido? —volvió a preguntar.

En la vida real se necesitan muy pocas palabras.

—No lo sé, hombre. Winona bajaba la escalera gritando, y éstos estaban aquí.

—¿Ella los ha matado?

—¿Quiere llamar a la policía, Chaim?

—¿De dónde llamo? —preguntó.

Me alegré de que no preguntara por qué. Le señalé el teléfono y mientras él marcaba los números seguí inspeccionando la habitación. Cuando terminó de hablar con el policía de guardia le pregunté si había visto algo raro abajo. Me respondió que no. Después le pregunté si había visto a alguien en la iglesia —sin contarme a mí, claro está—. Me dijo que un poco más temprano había visto a Robert Williams, uno de los diáconos jóvenes.

La policía llegó diez minutos más tarde. Repetimos lo que ya les había dicho Chaim por teléfono y después nos separaron y comenzaron con las preguntas.

Condujeron a Winona a la planta alta. Se sentó en el suelo, fuera del apartamento, llorando y diciendo en voz muy baja algo acerca de la sangre.

El poli que estaba conmigo me preguntó si Winona conocía al pastor. Le respondí que no sabía cuál era la relación que había entre ellos, y él se volvió repentinamente suspicaz.

—¿Pero usted no la conoce? Entonces, ¿cómo sabe su nombre?

—La conozco lo bastante como para saludarla, pero no sé si era amiga del pastor. Winona está en el consejo de la iglesia, de modo que conocía a Towne, pero no sé qué tipo de relación había entre ellos.

—¿Cuánto tiempo estuvo ella con el pastor?

—Ni idea.

El poli empezó a pasearse por la habitación y a apretar los puños. Era un hombre gordo, de cara rubicunda y ojos de un vivo color azul. Era más alto que yo y tenía la costumbre de hablar solo.

—Este tipo sabe cómo se llama la mujer —dijo—, pero no he podido sacarle otra cosa.

—Yo estaba en el sótano —dije interrumpiendo su soliloquio, pero el poli ni siquiera me oyó.

Continuó hablando solo:

—Aquí hay algo que huele mal. Sí, hay algo que huele mal.

Después me preguntó:

—¿Usted sabe dónde vive ella?

—No.

Mi respuesta hizo que volviera a pasearse.

—Este tipo se está haciendo el tonto, y oculta algo. Sí, está escondiendo alguna cosa.

Decían que en las ciénagas de Texas todavía había cocodrilos. En aquel momento yo habría preferido estar con uno de esos encantadores reptiles.

—Muy bien —dijo alguien desde la puerta.

El policía loco se dio la vuelta como si hubiera oído su nombre. El recién llegado era Andrew Reedy.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Reedy.

—Tenemos dos fiambres y este negro se comporta como si todo fuera obra de Dios. Los ha encontrado la chica que está en el vestíbulo.

Detrás de Reedy entró Quinten Naylor. No sé si oyó lo que decía el policía loco, pero era evidente que aquellos dos no se amaban. Ni siquiera se miraron.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Reedy—. Tenemos otra vez aquí al señor Rawlins. ¿Acaso estaban desalojando a esos dos? —El que está en el sofá es el pastor de la iglesia. A la chica no la conozco.

Pude ver el cambio de humor en la cara de Reedy. Un pastor muerto, no importaba cuál fuera su color, era un problema político.

—¿Y por qué estaba usted aquí?

—Estaba trabajando en el sótano.

—¿Trabajando? ¿Siempre aparecen cadáveres en los lugares donde usted trabaja? —preguntó Naylor.

—No, señor.

—¿Conocía al pastor?

—Había hablado una o dos veces con él, nada más.

—¿Es usted miembro de esta congregación?

—Sí, señor.

Naylor miró a los policías de uniforme.

—Cubran los cadáveres —les ordenó—. ¿O es que no saben lo que hay que hacer?

El policía gordo hizo un gesto como para atacar a Naylor, pero Reedy lo cogió del brazo y le dijo algo en voz baja. Después los agentes de uniforme se marcharon y el gordo se fue con ellos.

Pero cuando se dirigía a la salida se volvió y le dijo a Naylor:

—No te apures, hijo, que en la patrulla de los barrios negros hay muchos muertos. Ya verás cuando las zorras negras empiezan con los navajazos. —Y se marchó.

—Voy a matar a ese hijo de puta —dijo Naylor.

Reedy no dijo nada. Había ido al dormitorio y trajo un par de sábanas para cubrir a los muertos.

—¿Y quién es usted? —le preguntó Naylor a Chaim.

—Me llamo Wenzler, señor. Estaba trabajando con Easy en el sótano cuando hemos oído los gritos. Él ha subido corriendo, yo he ido detrás, y hemos encontrado al pobre doctor Towne y a la chica. Es espantoso.

—¿El señor Rawlins trabaja para usted?

—Trabajamos juntos —respondió Chaim—. Organizamos obras de beneficencia para la iglesia.

—¿Y estaban abajo cuando han oído los gritos?

—Sí.

—¿Y los disparos?

—No, no hemos oído disparos, sólo gritos. Muy débiles, como si ella estuviera en un pozo, muy lejos.

—Que vengan con nosotros y les tomaremos declaración, Quint —dijo Reedy—. Pediré que envíen más agentes y los llevaremos a la comisaría. Y también llamaré a la ambulancia y al juez.