Oí una puerta que se cerraba de un golpe y abrí los ojos unos instantes después.
La ventana tenía una cortina de encaje en la mitad inferior. Los cristales de arriba dejaban ver las grandes nubes blancas que se deslizaban por un cielo absolutamente azul. Contemplar aquel cielo me ayudaba a respirar mejor. Recuerdo que aspiré profundamente el aire, y que no quería soltarlo.
—Buenos días, señor Rawlins. —Era una voz de mujer—. ¿Cómo se encuentra?
—¿Qué hora es? —pregunté, y me senté en la cama. No llevaba camisa y las mantas me llegaban al estómago. Los ojos de Shirley Wenzler estaban fijos en mi pecho.
—Cerca de las diez.
Shirley llevaba un vestido de algodón sin mangas con rayas inclinadas en azul, verde y amarillo, todo en colores muy vivos. Me di cuenta de que tenía resaca porque tuve que entrecerrar los ojos ante los colores.
—¿Ésta es su casa? —pregunté.
—Vivo aquí, pero la casa es alquilada. Papá vive en Santa Mónica y pensamos que era mejor traerlo aquí.
—¿Y cómo llegué a la cama?
—Caminando.
—No me acuerdo de nada —dije, lo que en parte era verdad.
—Estaba borracho, señor Rawlins —respondió riendo, y se cubrió la boca con la mano.
Era una joven muy bonita, de tez muy blanca y cabello renegrido. Su cara tenía forma de corazón, y todo en ella parecía apuntar a su sonrisa.
—Papá le gritaba y le decía dónde ir, y siguió gritándole hasta que usted hizo lo que él le decía. Usted… —titubeó.
—¿Sí?
—Usted lloraba.
—¿Y dije algo?
—Sí, hablaba de una mujer muerta. Dijo que ella se había matado porque usted la obligó a marcharse. ¿Es eso cierto?
—No, claro que no. La desalojaron de una casa donde yo hago la limpieza.
—Ah —susurró, y me miró el pecho.
Me halagaba su mirada, así que dejé las mantas en paz.
—¿Chaim está aquí?
—Lo he llevado a la iglesia. Yo he vuelto hace un momento. Mi padre ha dicho que usted podía ir más tarde, si no se encontraba muy mal.
—¿Ésta es su habitación? —pregunté, y eché un vistazo a mi alrededor.
—Sí. Pero anoche dormí en la habitación para invitados, en el ático. Hay una cama, y a veces voy allí a leer. Sobre todo en primavera o en otoño, cuando no hace mucho frío o mucho calor. Papá durmió en el sofá —añadió—. Muchas veces lo hace.
—Ah —respondí, en cierto modo porque no sabía qué decir, y también porque me dolía la cabeza.
Me quedé unos instantes mirando cómo me miraba, hasta que Shirley por fin dijo:
—Nunca había visto el pecho de un hombre…, quiero decir, un pecho como el suyo.
—La piel es morena, cariño. Aparte de eso, no es tan diferente.
—No, eso no, me refería al vello. Usted no tiene mucho, y es tan rizado y…
—¿Y qué?
En aquel momento llamaron a la puerta. Tres timbrazos cortos que parecían venir de otro mundo. Shirley, que se había ruborizado, se marchó. Me imagino que estaba un poco aturdida. También yo lo estaba.
Cuando me quedé solo eché un vistazo a la habitación. Los muebles eran tallados a mano en una madera marrón muy claro, con tintes amarillentos, que no pude identificar. No había una sola superficie lisa. Todo estaba lleno de curvas y arabescos, desde el escritorio a la cómoda.
Había también una gruesa alfombra blanca y unas pocas sillas tapizadas. Era una habitación pequeña y femenina; exactamente el tamaño y el sexo que mejor le sentaban a mi resaca.
Al cabo de un rato oí voces masculinas. Fui a la ventana y vi a Shirley Wenzler junto a la verja de un pequeño y cuidado jardín. Hablaba con dos hombres vestidos con traje oscuro y sombrero de ala estrecha. Me acuerdo de que pensé que aquellos dos tipos debían de haber salido de compras juntos para conseguir ropa tan parecida.
Shirley se puso furiosa y gritó algo que no conseguí entender. Después se marchó, dándose la vuelta una o dos veces para ver si ellos también se habían ido. Pero los hombres se quedaron mirándola, como si fueran los lobos vigía de una manada.
Mientras la miraba me puse los pantalones. Cuando oí que la puerta se cerraba hubiera querido preguntarle a Shirley qué sucedía, pero los gemelos me interesaban aún más. Cruzaron lentamente la calle y subieron a un Buick negro o azul oscuro. Pero no se marcharon; se quedaron sentados vigilando la casa.
—¿Ya se ha levantado? —me preguntó Shirley desde la puerta de la habitación. Había vuelto a sonreír.
Me volví y dije:
—Bonito barrio. ¿Es Hollywood?
—No, pero estamos al lado. Esto está cerca de La Brea y de Melrose.
—Está lejos de donde yo estaba.
Se rió estrepitosamente y entró en la habitación. Se sentó en una silla tapizada de terciopelo, al otro lado de la cama. Yo me senté en el colchón para hacerle compañía.
—¿Es verdad que murió una mujer? —me preguntó.
—Una muchacha que vivía en los apartamentos donde yo hago la limpieza no podía pagar el alquiler y se suicidó.
—¿Usted lo vio?
—Sí.
Pero yo sólo recordaba los dedos del pie de Poinsettia que goteaban.
—Mi padre también vio cosas parecidas —había una luz extraña en sus ojos; no tenía una mirada atormentada, como la de Chaim, sino vacía—. Muchos judíos —siguió, como si repitiera una plegaria que había rezado todos los días de su vida antes de irse a la cama—. Madres e hijos.
—Sí —asentí, también en voz baja.
En Dachau había visto muchos hombres y mujeres como Wenzler, a los que el hambre había vuelto pequeños y frágiles. La mayoría estaban muertos, tendidos en los caminos entre los cobertizos, como suponía que estarían las hormigas dentro de sus madrigueras.
—¿Usted cree que habría podido salvarla? —me preguntó, y yo tuve la extraña sensación de que estaba hablando con el padre y no con la hija.
—¿A quién?
—A la mujer que murió. ¿Cree que habría podido salvarla?
—Estoy seguro de que sí. Tengo mucha influencia sobre el hombre que administra la casa. Si yo se lo hubiera pedido, él le habría permitido que se quedara.
—No —dijo ella.
—¿Qué ha querido decir con ese no?
—Todos estamos atrapados, señor Rawlins. Atrapados como un insecto en un trozo de ámbar, o atrapados en el trabajo. Y si no podemos pagar el alquiler, morimos.
—No, las cosas no son así —me opuse.
Sus ojos brillaron aún más y me sonrió.
—No, señor Rawlins. Son aún peor.
Lo que decía parecía tan verdadero y definitivo que no se me ocurrió nada que decir. Me quedé callado, mirando sus pálidas y delicadas manos. Se adivinaban las venas azules latiendo bajo la piel blanca.
—Baje cuando esté listo —me dijo, y se levantó y fue hacia la puerta—. Estoy preparando el desayuno.
Y como si Shirley hubiera agitado una varita mágica, de repente me llegó el olor del jamón y el café.
Shirley estaba sentada a la mesa en una salita que daba a un patio muy verde. Junto a la ventana había un mandarino, cubierto de flores blancas que parecían de cera. Docenas de abejas libaban y volaban entre las flores.
—Venga, siéntese —me invitó.
Se levantó y me cogió del brazo, por encima del codo. Era un gesto amistoso, y me hizo sentir culpable.
—Gracias —dije.
—¿Quiere café? —preguntó Shirley, sin mirarme a los ojos.
—Sí, me encanta —respondí con la voz más seductora que me permitió la resaca.
Sirvió el café. Tenía unos brazos largos y hermosos y la piel tan blanca como la arena de las playas de México. En aquellos tiempos las mujeres blancas me dejaban atónito. En el Sur, mirarlas podía costarle a uno la vida. Y algo tan valioso resultaba muy atractivo.
—Mi padre me envió en un cajón fuera de Polonia antes de que empezara la guerra —dijo, como si prosiguiera una conversación.
—Su padre es un tipo muy listo.
—Él dice que podía olerlo, que podía oler la llegada de los nazis.
Parecía una niña pequeña. Sentí un intenso deseo de besarla pero me contuve.
—Y por eso mi padre trabaja con ustedes, señor Rawlins.
Él sabe que sus sufrimientos en Polonia son semejantes a los de ustedes en este país.
Shirley tenía los ojos llenos de lágrimas.
Recordé por qué estaba allí, y la tostada me supo amarga.
—Su padre es un buen hombre —le dije, y era sincero—. Quiere que las cosas mejoren.
—¡Pero también tiene que pensar en sí mismo! —Lo dijo como si no pudiera contenerse más—. No puede seguir haciendo cosas que le apartarán de su familia. Tiene que vivir aquí. Se está haciendo viejo, y no puede seguir dedicando toda su vida a los otros.
—Sí, quizá dedica demasiado tiempo a las obras de beneficencia.
—¿Y qué pasa si nadie se preocupa por él? ¿Qué sucederá cuando los cosacos llamen a su puerta? ¿Quién lo va a defender?
Sentía sus lágrimas en mis ojos. Nada había cambiado desde la noche pasada. Yo seguía siendo un traidor y un malvado.
Shirley se puso de pie y fue a la cocina. Salió corriendo hacia allí, a decir verdad.
—¿Quiere más tostadas, señor Rawlins? —me preguntó Shirley cuando volvió de la cocina. Tenía los ojos rojos.
—No, gracias. ¿Qué hora es?
—Falta poco para las doce.
—¡Mecachis! Será mejor que vaya a ayudar a su padre o empezará a preguntarse qué estamos haciendo.
—Lo llevaré, si quiere —sonrió Shirley.
Era una hermosa sonrisa. Me estremecía ver que confiaba en mí, porque la ruina de su padre era mi única posibilidad de salvación.
—Está muy callado —me dijo Shirley en el coche.
—Estaba pensando.
—¿En qué?
—En que usted me lleva ventaja.
—¿Qué quiere decir?
Me acerqué más a ella y susurré:
—Bueno, usted me dio su opinión sobre mi pecho, pero aún no ha escuchado todo lo que tengo que decir sobre el suyo.
Se concentró en el camino y se ruborizó de una manera muy bonita.
—Discúlpeme —dije—. Me encanta coquetear con las jovencitas.
—Me parece que era más que coquetear.
—Eso depende de dónde ha nacido usted —dije—. En mi tierra no es más que el cumplido de un admirador. —Era una mentira, pero ella no lo sabía.
—Bueno, no estoy acostumbrada a que los hombres me hablen de esa manera.
—Le he pedido que me disculpara.
Me dejó en la Primera Iglesia Africana. Le di la mano, y retuve la suya entre las mías un poco más de lo debido. Pero ella sonrió, y seguía sonriendo cuando se marchó.
Vi alejarse el pequeño Studebaker. Y después me fijé en el Buick negro con los dos hombres de traje oscuro. Estaba aparcado frente a la iglesia. Y ellos estaban sentados como si fueran vendedores que se tomaran un descanso a la hora de la comida.