En la época en que trabajaba para el FBI llevaba una vida muy agitada. Me pasaba casi todas las noches en brazos de EttaMae, explorando su cuerpo y su amor; valía la pena morir por cualquiera de los dos. Las horas más emocionantes y también las más terribles de mi vida las he pasado con EttaMae. Para estar con ella tenía que vencer mis sentimientos de culpabilidad y el miedo que me inspiraba Mouse. Iba a su apartamento por la noche, bien tarde, mirando a todas partes para asegurarme de que nadie me veía. LaMarque dormía en su pequeña habitación y Etta se me acercaba lentamente, como un domador de caballos que trata de doblegar a un potro asustadizo. Cuando llegaba a la casa mi corazón palpitaba de miedo, pero muy pronto el miedo se convertía en pasión. A veces, en medio del amor, Etta me cogía por la nuca y me preguntaba:

—¿De veras me quieres, Easy?

—¡Sí, sí, nena! —Y me rendía a aquella poderosa fuerza que crecía en mí.

Durante el día trabajaba con Chaim Wenzler. Era un buen hombre y un trabajador incansable. Íbamos de puerta en puerta por Hollywood, Beverly Hills y Santa Mónica. Yo esperaba en el coche y Chaim pedía ropa usada y otros donativos. En una ocasión me ofrecí a acompañarlo, pero me respondió:

—No te darían nada, amigo mío. No se resisten a dar, pero nada de hacerlo directamente. «Se lo entregamos al judío, y que él se lo pase a los negros», así es como piensan ellos. Y tras decir esto escupió en el suelo.

Comíamos siempre en restaurantes pequeños o en bares. Un día pagaba Chaim y al siguiente lo hacía yo. Los dueños de los restaurantes aceptaban de buen grado nuestro dinero, pero se veía que nuestra presencia les fastidiaba. Quizá porque nos veían tan alegres y amigos.

A Chaim le gustaba contar historias y también le gustaba reír, y hasta llorar. Me hablaba de su niñez en Vilna. Yo había oído hablar de Vilna porque había estado en Alemania «liberando» los campos de concentración. Cuando le hablé a Chaim de mis experiencias él me contó de las épocas que había pasado entre alemanes, polacos y judíos. Fue así como nos hicimos amigos íntimos. Compartíamos experiencias comunes a través de nuestros recuerdos, y a pesar de que nunca habíamos estado en el mismo lugar, esas memorias estaban animadas por los mismos sentimientos de mortalidad y desesperación que nos habían consumido a ambos durante la Segunda Guerra Mundial.

Cuando los alemanes ocuparon Vilna, Chaim era miembro del clandestino partido comunista. Había organizado la resistencia y combatido a los nazis. Cuando la atemorizada población judía denunció su movimiento, él y sus camaradas abandonaron la ciudad y se agruparon en un pelotón judío que asesinaba nazis, volaba trenes y liberaba a todos los judíos que podía.

—Peleábamos hombro a hombro con los guerrilleros rusos —me contó en una ocasión Chaim—. Ellos eran soldados del pueblo —dijo, y con una mano se tocó el pecho y con la otra, mi brazo—. Como usted y como yo.

Yo sabía que los rusos habían abandonado al gueto de Varsovia a su suerte, y estaba seguro de que Chaim también lo sabía, pero no podía decir nada porque jamás había conocido a un blanco que pensara que éramos realmente iguales. En el instante en que me tocó el brazo, fue como si hubiera metido su mano en mi pecho y me hubiera robado el corazón. El agente Craxton quizá apreciaba lo que hacía por él, pero jamás pensaría que yo estaba a su mismo nivel.

Chaim llevaba siempre un frasco de bolsillo lleno de vodka. Le gustaba tomar un trago de vez en cuando. Se achispaba de una manera agradable, y su amabilidad era verdadera. En ocasiones sacaba a relucir su trabajo como «organizador del sindicato» en Champion, y una vez hasta mencionó a Andre Lavender. Pero yo siempre cambiaba de tema. Me comportaba como si me asustara hablar de política, o enterarme de la existencia de los sindicatos, o de sus actividades. Y me asustaba; tenía miedo de lo que podría verme obligado a hacer para salvarme de la cárcel.

—¿Y de qué vive usted, Chaim? —le pregunté un día.

Estábamos sentados en un pequeño parque frente al océano Pacífico.

Antes de responderme se quedó mirando un largo rato el aire y el agua, tan azules.

—No me permiten trabajar —dijo por fin.

—¿Quiénes?

—Los Estados Unidos. Van y le dicen a los patrones, a esos asustadizos patrones, que soy un mal tipo. Y ellos me despiden. Ni siquiera me dejan fregar suelos. Vivo de la ayuda de mis amigos y de mi familia.

—¿Pero quiénes son los que le persiguen?

—Los cosacos —dijo como escupiendo las palabras—. Los nazis, el FBI.

—¿Me está diciendo que van a su trabajo y le cuentan a su patrón que ha hecho algo malo?

—Dicen que no soy americano, que soy comunista.

—Pero eso es una chorrada.

—Por eso trabajo para obras benéficas en la Primera Iglesia Africana. Los blancos no pueden entender que alguien se encuentre en mi situación. Ellos creen que son libres porque nadie les molesta en sus puestos de trabajo. Y están convencidos de que yo soy un mal hombre porque la policía me sigue. No tienen ni idea de lo que realmente sucede. —Chaim se señaló la cabeza—. Se vuelven tontos a fuerza de creer todo lo que les dicen.

—¡Ya lo creo! Aquí uno oye hablar continuamente de que en los Estados Unidos somos muy libres, pero eso no es cierto.

—No, pero los blancos lo son. Tienen un trabajo y no lo pierden. Cuando las cosas andan mal, amigo, somos usted y yo los que vamos al paro.

Asentí. En más de una ocasión, cuando la economía estaba en crisis, había visto que los primeros en ser despedidos eran los empleados negros de una compañía. Esto no sucedía siempre, pero sí bastante a menudo.

Chaim apretó mi mano con la fuerza de un torniquete. Había lágrimas en sus ojos. Nos quedamos sentados con las manos cogidas y mirándonos hasta que empecé a sentirme un poco incómodo. Él dijo entonces:

—Cuando era niño les vi ahorcar a mi hermano. Lo acusaban de escupir en el camino de un soldado. Lo colgaron, y después incendiaron la casa de mi madre.

No voy a decir que esas pocas palabras nos hicieron amigos, pero sí que gracias a ellas comprendí a Chaim Wenzler.

Hablé con el agente Craxton esa misma noche, un poco más tarde. Me hizo toda clase de preguntas acerca de dónde recogíamos la ropa y quién era el que manejaba el dinero. Craxton buscaba espías por todas partes. Y si yo no hubiera hablado con Andre Lavender, habría pensado que el tipo del FBI estaba loco.

Pero a pesar de que tenía la evidencia que necesitaba para conseguir mi libertad, me resistía a provocar la caída de Chaim Wenzler.

—¿Pero de qué quiere acusar a ese hombre? —le pregunté a Craxton.

—Lo sabré cuando usted me lo diga, Easy. ¿Lo ha invitado a alguna reunión?

—¿Qué clase de reunión?

—Eso es precisamente lo que le he preguntado.

—No, nada de reuniones. Lo único que hacemos es recoger la ropa, y luego la entregamos.

—No se preocupe, señor Rawlins, que Wenzler ya cometerá un desliz. Y entonces lo cogeremos.

Aquello no era para mí un gran consuelo.

—Easy, hace unos días hablé con su amigo.

—¿Qué amigo?

—Lawrence. Desde que la gente de Washington llamó a su jefe, el inspector canta una canción nueva. Dice que todo está en orden y que se alegrará mucho, cuando este asunto termine, de establecer un programa de pagos.

—Pero usted no dejará que lo haga, ¿verdad?

—No, creo que no. Le he dicho que todos sus documentos tienen que estar en Washington la semana próxima.

—Gracias —suspiré.

—Ya ve, Easy, nos estamos ayudando el uno al otro.

Yo aún sentía aquel poderoso apretón en mi mano.