Llegué a casa en medio de un estrépito de martillos. Había tres hombres en mi portal. Dos de ellos se ocupaban de la carpintería. Ya había tablones encajados en las ventanas, cruzados por cintas de color amarillo brillante. En ese momento los hombres clavaban las tablas que clausuraban la puerta de entrada.

—¿Qué carajo se piensan que están haciendo aquí? —grité.

Todos los hombres eran blancos y vestían trajes oscuros. Cuando se volvieron sólo reconocí a uno, pero fue suficiente.

El agente Lawrence habló:

—Estamos precintando la casa para evitar que venda una propiedad que por ley podría pertenecer al Estado.

—¿Qué dice?

Lawrence, en lugar de responderme, arrancó una hoja de papel que habían pegado a la pared y me la dio. Era el mandato judicial que había traído el oficial de justicia. En él se decía que mi propiedad quedaba temporalmente confiscada hasta que fueran determinadas mis responsabilidades con respecto a Hacienda; al menos eso es lo que entendí. El documento estaba firmado por dos jueces y también por el inspector de Hacienda que llevaba el caso, Reginald Arnold Lawrence.

Rompí en dos el mandato, hice a un lado al inspector y me dirigí a uno de los alguaciles.

—Hermano, no sé qué haría usted si un hombre quisiera quitarle su casa, pero a mí el FBI me ha dicho que no tengo que preocuparme por esta cuestión hasta que termine un trabajo que estoy haciendo para ellos.

El oficial era bajo, de ojos azules y cabellos rubios escasos y pegados al cráneo por el sudor; ese sudor causado por los clavos que había martillado en mis paredes.

—Yo de eso no sé nada, señor Rawlins. Tengo un mandato judicial y debo hacerlo cumplir.

—¡Pero ésta es mi casa! Aquí tengo toda mi ropa. Mis zapatos, mi agenda, todo está en la casa.

Los dos oficiales de justicia se miraron. Me di cuenta de que simpatizaban conmigo. A nadie le gusta echar a un hombre de su casa. A ninguna persona decente, quiero decir.

—De prisa, Aster, que me tengo que ir a casa —dijo el inspector Lawrence.

—Este hombre tiene derecho a una explicación —protestó Aster—. Después de todo, estamos precintando su casa, y él se ha quedado sólo con lo puesto.

—La ley es así, señor —respondió Lawrence—. La ley es todo lo que tenemos, por eso estoy aquí. Yo hago mi trabajo y quiero que usted haga el suyo.

Lawrence miró severamente a los hombres y ellos volvieron a los martillos.

Los miré durante un minuto. Y mientras lo hacía, mi respiración se hizo más rápida y algo comenzó a sacudirse dentro de mi pecho.

—No puede hacerme esto, hombre —dije, porque tuve miedo de lo que podía ocurrir si no hablaba.

Lawrence no me hizo el menor caso. Cogió los dos trozos del mandato judicial y volvió a pegarlos en la pared.

—¡He dicho que no puede hacerme esto, hombre!

El tono de mi voz hizo que me acordara de Poinsettia, cuando le lloraba a Mofass para que le diera otra oportunidad.

Los alguaciles ya casi habían terminado, y puse mi mano en el hombro de Lawrence.

No se molestó en retirarla. Me dio un puñetazo en la sien, seguido por un gancho dirigido a la cara que conseguí esquivar. La adrenalina ya circulaba por mi cuerpo, de modo que le atizé en el pecho y luego en el costado de la cabeza. Cuando se agachó, dolorido, lo empujé escalera abajo.

Ya me disponía a ir tras él cuando me acordé de los dos hombres que tenía a mis espaldas. Iba a darme la vuelta cuando ellos me cogieron por los brazos.

Me arrastraron por la escalera mientras Lawrence gritaba:

—¡Me ha pegado! ¡Este hombre me ha agredido!

Lo repetía una y otra vez. Su tono, sin embargo, no era de indignación. Más bien parecía que se alegraba de que le hubiera atacado.

Los alguaciles me llevaron por la fuerza hasta la cerca y me obligaron a arrodillarme para luego esposarme a uno de los postes de hierro. Yo me revolvía y luchaba, y es posible que también gritara. Seguramente había lágrimas en mi voz y en mis ojos cuando les advertía a aquellos hombres que no se acercaran a mi casa.

Los vecinos se habían reunido junto a la entrada. Unos cuantos hombres entraron y se acercaron a las blancas fuerzas del orden.

El alguacil que había hablado conmigo se dirigió a los hombres. Estaba muy tranquilo, y sostenía en alto sus credenciales. Me dieron un golpe en el costado de la cabeza cuando lo miré. Me di la vuelta y vi que el otro alguacil sujetaba al inspector de Hacienda Lawrence.

—¡Basta ya! —le ordenó el hombre, moreno y de pelo negro.

—… sólo cumplíamos con nuestro trabajo —explicaba a los hombres el alguacil Áster. Poco a poco los hacía retroceder; no había ningún arma a la vista—. Ahora tienen que volver a sus casas. El señor Rawlins ya les explicará todo cuando nos marchemos.

—¡Quiero que lo detengan por atacar a un inspector de Hacienda! —chilló Lawrence; apretaba los labios y se estremecía como si tuviera frío.

—¡La próxima vez lo mataré! —le grité, de rodillas.

El alguacil de pelo negro se llevó a Lawrence hasta la cerca y su compañero se puso a mi lado.

—¡No pueden hacerme esto! —le dije—. No puedo perder mi casa, mi ropa…

—¡Cállese ya! —me ordenó.

Aquel hombre debía de ser un oficial, o algo por el estilo, porque su voz era la de alguien que exige obediencia.

Se agachó a mi lado y cogió las esposas.

—Después de esto, estamos libres de servicio, señor Rawlins. Si rompe el precinto, tendremos que venir mañana y detenerlo. Si sigue usted aquí, claro.

Me quitó las esposas y me puse de pie. Fui hasta los dos hombres que estaban junto a la cerca con Áster pegado a mis talones.

—¿Qué pasa, Easy? —me preguntó Melford Thomas, mi vecino de la casa de enfrente.

—Quiero que lo detenga —volvió a decir Lawrence.

—¿Por qué? Yo sólo he visto que usted se caía de culo —respondió Áster.

—¡No voy a permitir esto! —chilló Lawrence, y nos salpicó a todos de saliva.

Áster se limpió la cara.

—Hemos terminado y nos vamos. Suba al coche si quiere venir con nosotros, o quédese y deténgalo usted mismo.

Por un instante, dio la impresión de que Lawrence iba a hacer lo último, pero cuando vio a mis furiosos vecinos retrocedió.

—No rompa el precinto, Rawlins —me advirtió—. Lo ha puesto el gobierno.

Y después subieron al coche y se marcharon.

Yo arranqué las tablas de la puerta antes de que volvieran la esquina.

Por la noche Craxton aún estaba trabajando. Quizá trabajaba todos los días hasta bien avanzada la noche, sentado en una gran oficina, planeando sus batallas contra los enemigos de los Estados Unidos. Pero yo no tenía que preocuparme por los comunistas, ya tenía bastante con la policía.

—¿Qué pasó? —preguntó riendo—. ¿Envió a su casa al oficial de justicia federal?

—Yo no lo encuentro muy divertido. Lawrence me golpeó en la cabeza.

—Lo siento, Easy, pero no puedo dejar de admirar a un hombre que quiere hacer bien su trabajo.

—¿Y qué pasa conmigo? Trabajo para usted y ni siquiera tengo un lugar donde dormir o ropa que ponerme.

—Voy a hacer unas llamadas. Usted váyase a la cama y prepárese para trabajar mañana. El inspector Lawrence no volverá a molestarlo.

—De acuerdo. Y mantenga a ese hombre lejos de mi casa. No quiero volver a verlo por aquí.

—Puede darlo por hecho. Pensé que Lawrence sería un poco más razonable. Solicité la colaboración de usted de manera informal. No quería pasar sobre la autoridad del inspector. Pero ahora lo haré.

Me di por satisfecho. Los dos nos quedamos un momento callados.

—Entonces, ¿aún quiere que investigue lo que hace ese tal Wenzler?

—Claro que sí, Easy. Usted es la carta que guardo en la manga.

—He estado pensando…

—Sí, dígame.

—Sobre ese otro tipo, Andre Lavender.

—¿Qué sabe de él?

—He preguntado por él a dos antiguos compañeros de la fábrica de aviones. Me han dicho que tuvo algunas dificultades con la policía y desapareció.

—¿Y cuáles fueron esas dificultades?

Yo estaba seguro de que él ya conocía la respuesta, de modo que le contesté que no lo sabía.

—Easy, yo no estoy enterado de que tuviera ningún problema. Sólo sé que trabaja con Wenzler y nos gustaría hablar con él. Nos sentiríamos muy agradecidos si usted nos pusiera en contacto con Lavender. De hecho, si nos conduce hasta él es posible que no tenga que hacer nada más para nosotros.

Era una oferta tentadora. Andre no significaba nada para mí. Pero el chico era inocente; su único delito era ser tonto, y Craxton no me prometía nada en firme. De modo que le respondí:

—Al parecer, nadie sabe dónde está, pero mantendré los ojos bien abiertos.

Me pasé la noche dando vueltas por la casa. Caminé, maldije a todo cristo y cargué mis pistolas. Cuando salió el sol me senté en el porche a esperar a los alguaciles.

No vinieron. Las cosas empezaban a mejorar.