Aquella noche fui al Salón Espléndido, en Slauson. Era una pequeña chabola con paredes de argamasa que se mantenían unidas mediante papel alquitranado, tela metálica y clavos. Se alzaba, torcida y desproporcionada, en medio de un gran terreno baldío. La única señal de que estaba habitada era una rústica tabla de pino sobre la puerta con la palabra «Entrada» torpemente pintada en letras negras.

El interior era pequeño y muy oscuro. La barra era un muro bajo, a la altura de la cintura de un hombre, con una hilera de estanterías metálicas detrás. La tabernera era una fornida mujer llamada Ula Hines. Servía ginebra y whisky, con agua o sin ella, y vendía bolsas de cacahuetes pelados. Había doce mesas pequeñas, en cada una de las cuales apenas cabían dos personas. El Salón Espléndido no era un lugar para grandes fiestas; su clientela eran hombres que querían emborracharse.

Puesto que no era un lugar para tertulias, Ula no había gastado dinero en un tocadiscos o en actuaciones en vivo. Tenía una radio que dejaba oír música country y un televisor que sólo se encendía para los encuentros de boxeo.

En una de las mesas más retiradas estaba Winthrop, bebiendo y fumando con cara de pocos amigos.

—Buenas noches, Shaker —lo saludé.

Cuando éramos niños en Houston su nombre era Shaker Jones. Cuando empezó a trabajar en seguros se le ocurrió que necesitaba un nombre elegante, como Winthrop Hughes.

Pero aquella noche Shaker no se sentía muy elegante.

—¿Qué quieres, Easy?

Me sorprendió que me reconociera, borracho como estaba.

—Me ha enviado Mofass.

—¿Y para qué?

—Necesita un seguro para los apartamentos de la calle Magnolia.

Shaker rió como un moribundo a quien cuentan el último chiste.

—Todos los calentadores de gas están en muy mal estado, por mí se puede ir al infierno —dijo Shaker.

—Mofass tiene algo que tú quieres, Shaker.

—No tiene nada que a mí me interese. Nada.

—¿Y qué me dices de Linda y Andre?

Mi tía Vel detestaba a los borrachos. Decía que no tenían por qué farfullar y comportarse como idiotas.

«Podrían no hacerlo —decía—. No es un problema de bebida, sino mental».

Shaker demostró que ella tenía razón cuando se sentó muy derecho y preguntó con voz clara y firme:

—¿Dónde están, Easy?

—Mofass me dijo que antes que nada me tienes que dar los papeles del seguro. Me dijo que te lleve muy cerca de donde ellos están; después tú me das los papeles y yo te llevo hasta la misma casa.

—Te pagaré trescientos dólares ahora mismo y dejamos a Mofass fuera del negocio.

Me reí e hice que no con la cabeza.

—Te veré mañana, Shaker. —Supe que no estaba borracho porque me miró con mala cara cuando dije su antiguo nombre—. A las ocho y cuarto en la puerta de la compañía de seguros Vigilance.

Antes de salir del local me di la vuelta para mirarlo. Estaba sentado muy derecho y respiraba hondo. Cuando lo vi supe que yo era lo único que se interponía entre Andre y la tumba.

Estuve en la puerta de la agencia de Shaker a la hora anunciada. Él ya me estaba esperando. Llevaba un traje cruzado color gris perla, camisa blanca y una corbata granate con un estampado de rombos amarillos. En el meñique de su mano izquierda había un brillo de oro y brillantes, y lucía una pluma roja en la banda del sombrero. Lo único gastado que llevaba Shaker era el maletín, con los bordes deshilachados y una rotura en el medio. Así exactamente era Shaker: le preocupaba mucho su pinta y le importaba un rábano su trabajo.

—¿Adónde vamos, Easy? —me preguntó antes de cerrar de un golpe la puerta del coche.

—Te lo diré cuando lleguemos.

Me miró consternado y yo me eché a reír; era estupendo ver a un tío arrogante como Shaker Jones quedarse con tres palmos de narices.

Me dirigí hacia Pasadena, al norte, y allí cogí la Ruta 66, que en aquellos días se llamaba Bulevar Foothill. Por este camino fuimos a parar a Arcadia y Monrovia, las zonas de cultivo de cítricos, y de allí seguimos hasta Pomona y Ontario. Por entonces las colinas eran muy agrestes. Sólo se veía piedra blanca y suelo arenoso con arbustos bajos y hierbas silvestres. Los huertos de cítricos eran de un verde brillante, salpicado por el naranja y el amarillo de los frutos. Las colinas más lejanas eran el dominio de los coyotes y los gatos monteses.

La casa de Linda y Andre estaba en Turkel, una callejuela sin pavimentar a cuatro manzanas de la calle principal, el Bulevar Alessandro. Me detuve a varias calles de distancia.

—Ya hemos llegado —dije con voz alegre.

—¿Dónde están Linda y Andre?

—¿Y dónde están los papeles que quería Mofass?

Shaker me miró con ojos asesinos durante un minuto y después, como vio que yo no cedía, metió la mano en el gastado maletín marrón y sacó un fajo de papeles donde habla no menos de quince hojas. Los dejó sobre mis rodillas, y después pasó unas páginas para señalar una línea que decía «Primas».

—Esto es lo que quería Mofass en diciembre, cuando habló conmigo. Ahora dime dónde están Linda y Andre.

No le hice caso y comencé a examinar los documentos.

Shaker bufaba, pero yo me tomé el tiempo necesario. Los documentos legales hay que examinarlos detenidamente; yo había visto unos cuantos en el curso de mi vida.

—¿Qué haces, hombre? —chilló Shaker—. Tú no puedes leer esos documentos; hay que estudiar derecho para entenderlos.

Shaker no era abogado. A decir verdad, ni siquiera había terminado la escuela primaria. Yo había estudiado dos años —si bien a tiempo parcial— en la Universidad de la Ciudad de Los Angeles, pero me rasqué la cabeza para que viera que pensaba lo mismo que él.

—Puede que sí, Shaker, puede que sí. Pero hay algo que quiero preguntarte.

—No me llames Shaker, Easy —me advirtió—. Ya no me llamo así. Y ahora dime qué quieres saber.

Busqué la penúltima hoja y le señalé una línea en blanco cerca del final de la página.

—¿Qué es esto?

—Nada —respondió muy rápido. Demasiado rápido—. Tiene que firmarlo el presidente de Vigilance.

—Aquí dice «el asegurador o el agente del asegurador». Ése eres tú, ¿verdad?

Shaker me dirigió otra de sus miradas asesinas, después cogió sin demasiada ceremonia los papeles y los firmó.

—¿Dónde está Linda? —preguntó.

No le respondí, pero llevé otra vez el coche a la carretera y me dirigí a la casa de Andre y Linda.

El Plymouth de Shaker estaba en el jardín, hundido en el barro hasta los tapacubos.

—Ya hemos llegado —dije, mirando hacia la casa.

—Muy bien —respondió Shaker.

Bajó del coche y yo lo seguí.

—¿Adónde vas, Easy?

—Te acompaño, Shaker.

Se irritó cuando oyó que le seguía llamando por ese nombre.

—Ya tienes lo que querías —dijo después—. De ahora en adelante esto es asunto mío.

Observé un bulto en el bolsillo derecho de su chaqueta. No me preocupó, sin embargo. Yo también llevaba mi 25 bajo el sobaco.

—No voy a permitir que mates a nadie, Shaker. Como tú mismo has dicho, no soy abogado, pero sé que a la policía le encantan los «cómplices encubridores», que así les llaman.

—No me estorbes, Easy —dijo, y dando grandes 2ancadas en el barro marchó hacia la casa.

Yo me quedé algo más atrás; iba a paso más lento.

Cuando Shaker abrió de un golpe la puerta, yo estaba a unos siete u ocho pasos de él. Oí gritar a Linda y Andre hizo un ruido parecido al de un ascensor hidráulico poniéndose en marcha. Después se oyó un ruido de muebles rotos, y en ese momento entré en la sala.

Aquello era el caos. Un sofá de color rosa estaba tumbado en el suelo y la corpulenta Linda, sentada del otro lado, se entrenaba en abrir los ojos como platos. Y también gritaba: chillidos agudos e incoherentes. El pelo, grueso y alisado en la peluquería, se le había erizado en la nuca, y Linda parecía un pollo monstruoso.

Shaker tenía una cachiporra en una mano, y con la otra había cogido a Andre por la nuca. El pobre Andre, la cabeza hundida entre los hombros, se protegía como podía de los golpes que le asestaba Shaker.

—¡Suéltame! —gritaba Andre. La sangre manaba del centro de su frente.

Shaker accedió a su petición; Andre cayó pesadamente al suelo y él soltó la cachiporra. Y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Pero yo ya estaba detrás de Shaker. Le cogí el brazo y le quité la pistola del bolsillo.

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó.

Yo estaba al borde de la risa.

—Hoy no matarás a nadie, Shaker.

—Dame la pistola; dame la pistola. —Tenía los ojos vidriosos; creo que no se daba cuenta de lo que sucedía.

—¿Hay whisky? —le pregunté a Andre.

—Sí, en la cocina.

Andre me miró con sus enormes ojos, parpadeó dos o tres veces y trató de ponerse en pie. Estaba tan perturbado que lo intentó dos veces antes de conseguirlo. La sangre le caía sobre la suelta camisa azul. El chico estaba hecho un asco.

—Tráelo —le dije.

Linda seguía chillando, aunque se había quedado sin voz. Ahora, en lugar de un pollo, parecía un perro viejo y ronco que ladraba a las nubes.

La agarré de los hombros y le grité que se callara.

Escuché que algo caía y cuando me di la vuelta vi a Shaker que atacaba de nuevo a Andre. Esta vez lo tenía cogido por el cuello.

Golpee a Shaker en las orejas y después le di con el cañón de su propio revólver. Cayó al suelo más rápido que si le hubiera pegado un tiro.

—Iba a matarme —dijo Andre con tono de sorpresa.

—Sí. Tú te estás gastando su dinero, conduces su coche y te follas a su mujer. Y él iba a matarte.

Andre puso cara de no entender nada.

Cambié de interlocutor y le pregunté a Linda:

—¿Cuánto te queda del dinero de Shaker?

—La mitad, aproximadamente —respondió; el miedo a la muerte le había quitado todas las ganas de mentir.

—¿Y cuánto es eso?

—Mil ochocientos dólares.

—Dame mil seiscientos.

—¿Qué?

—Me das mil seiscientos, te quedas con doscientos y te vas de aquí. A menos que quieras volver con él. —Y le señalé con la cabeza a Shaker.

Andre fue a buscar el dinero. Estaba en un calcetín debajo del colchón.

Mientras yo contaba la parte de Linda, ella metía su ropa en una maleta. Shaker parecía estar volviendo en sí y Linda estaba asustada. A mí no me ponía nervioso que recuperara el sentido y me hubiera gustado atizarle de nuevo.

—Vamos, nene —le dijo Linda a Andre cuando terminó con la maleta.

Llevaba puesto un abrigo de piel de conejo y un sombrerito rojo.

—He visto a Juanita, Andre —dije—. El pequeño Andre quiere que vuelvas, y tú sabes muy bien que este romance se ha terminado.

Andre parecía indeciso. Se le estaba empezando a hinchar un lado de la cara y tenía un gran parecido con su hijo.

—Márchate sola, Linda —dije—. Andre ya tiene una familia. Además, si sois dos no llegaréis muy lejos con doscientos dólares.

—¡Andre! —llamó Linda con su voz ronca.

Él se miró los pies.

—¡Mierda! —fue la última palabra que ella le dirigió.

—Hay una parada de autobús cuatro calles más arriba, en el Bulevar Alessandro.

Linda me maldijo y se marchó.

—El Ford que está aparcado ahí fuera es mío —le dije a Andre después de haber mirado a Linda chapotear en el barro calle abajo—. Ve y espérame allí, que quiero hablar con este tipo.

Andre cogió una pequeña bolsa del armario. Me reí para mis adentros de que ya tuviera todo preparado para marcharse.

Me senté y contemplé a Shaker, que se agitaba en el suelo y ponía los ojos en blanco. Todavía no estaba consciente. Y mientras disfrutaba el espectáculo, cogí trescientos dólares del fajo de billetes que había dejado Linda. Shaker recuperó el sentido unos quince minutos más tarde. Yo estaba sentado frente a él, abrazado al respaldo de una silla plegable. Se sentó en el suelo y me miró.

—No quedaban más que mil trescientos. Aquí los tienes —dije, tirándole el calcetín a la cara.

—¿Dónde está Linda?

—La esperaban lejos de aquí.

—¿Con Andre?

—El chico está conmigo. Lo llevaré con su familia.

—Voy a matarlo, Easy.

—No lo harás, Shaker —dije—. Andre está bajo mi protección. ¿Entiendes lo que te digo? Será mejor que lo entiendas, porque si a Andre le pasa algo malo, te mataré.

—Habíamos hecho un trato, Easy.

—Y yo he cumplido mi parte. Tienes tu coche, el dinero que queda y tu mujer no quiere saber nada de ti. Y eso no lo arreglarás matando a Andre. Así que déjalo en paz, o te las verás conmigo. Y sabes que también entonces llevarás todas las de perder.

Shaker me creía, lo veía en sus ojos. Mientras pensara que yo era pobre, me tendría miedo. Por eso yo mantenía en secreto mi riqueza. Todos saben que un hombre pobre no tiene nada que perder; un pobre le matará a usted por una moneda.