Chaim Wenzler era muy raro. Pero me traía recuerdos de gente que había conocido en el pasado, y comencé a alentar la esperanza de que no fuera un mal tipo, tal como afirmaba el agente Craxton. Me figuré que en tanto Craxton siguiera sin saber dónde estaba Andre, yo debía poner toda mi atención en averiguarlo. Sospechaba que el hombre del FBI no me había contado toda la historia de lo sucedido en Champion. Y no tenía mucho sentido que se tomara el trabajo de arrancarme de las garras de Hacienda nada más que para averiguar qué hacía un sindicalista. Necesitaba más información y nadie mejor que Andre para dármela, aunque para llegar hasta él tuviera que recorrer un camino muy tortuoso.

Craxton había sido muy listo al buscar a un tipo como yo, porque el FBI no podía, en verdad, llevar a cabo una investigación en el gueto. En aquella época la gente de color no estaba ni remotamente dispuesta a decirle a un blanco la verdad, y el FBI estaba compuesto exclusivamente por blancos.

Además, yo tenía la ventaja añadida de conocer a Andre y a la gente con la que andaba.

Andre había dejado preñada a una chica muy joven, Juanita Barnes, que había tenido el niño. Yo sabía que Juanita vivía en un pequeño apartamento, cerca de Florence, y no trabajaba. Andre estaba orgulloso de su hijo, y me imaginé que si se había fugado con Linda era porque ella lo hacía sentir muy hombre, y también porque podía sacarle algunos dólares para enviarle al niño. Eso sin hablar de los líos que podía tener en Champion Aircraft, y con Chaim Wenzler.

Winthrop Hugues, el marido de Linda, también estaba enterado de casi todo esto, pero él no habría podido sacarle una sola palabra a Juanita.

Era la clase de trabajo que me gustaba.

Me personé a la mañana siguiente en el sucio apartamento de una sola habitación de Juanita con un trabajo de costura. A Juanita le gustaba imaginarse que era buena con la aguja y el hilo, y le decía a todo el mundo que se ganaba la vida cosiendo. Yo no me creía esa mentira.

De todas formas, fui allí con unas ropas que necesitaban arreglo y le pregunté si podía hacerlo.

—Será mejor que tires esto a la basura, Easy —me dijo, mirando los pantalones a la luz de la ventana. Por los agujeros de la tela se podían ver los pájaros posados en el cable de teléfono—. No vale la pena que los remiende.

—¿Quieres decir que no necesitas el trabajo?

—No, no es eso lo que quiero decir.

—Pues a mí me lo parece. Te traigo mi ropa de faena para que me la arregles y no quieres tomarte la molestia.

Se encogió un poco bajo mi mirada.

—Yo sólo decía que te podrías comprar unos pantalones nuevos por muy poco más de lo que te va a costar el arreglo.

—Deja que yo haga con mi dinero lo que me dé la gana —respondí.

Estábamos de pie, y yo era mucho más alto que ella. Juanita tenía al pequeño Andre en brazos.

Andre hijo tenía catorce meses. Ya caminaba, y mostraba un cierto carácter propio. Su madre era una chica menuda, con pinta de dura, y de tez del mismo color que la piel de un puma. Tenía dieciocho años, ojos pequeños y piernas flacas. Era fea, pero tenía la mirada deslumbrada de los enamorados. Una expresión que aparece en la cara de muchas mujeres con la llegada del primer hijo.

Cogí en brazos a Andre hijo y le hice unos mimos.

—Yo cuidaré al niño mientras tú me arreglas la ropa —dije.

Intentaba hablar como un padre, y ella interpretó el papel de hija obediente. Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que casi le doblaba la edad a Juanita.

Nos lo pasamos muy bien con el pequeño Andre. Yo dejé que me caminara encima, o que durmiera, y hasta le calenté el biberón, dejando, eso sí, que Juanita lo inspeccionara para asegurarse de que no iba a quemar la lengua de su niño. Mientras yo estaba sentado en su silla tapizada, Juanita me sonreía tímidamente desde la mesa de la cocina donde me estaba arreglando la ropa. Pero lo que la puso realmente contenta fue que le cambiara los pañales. Acosté a Andre en la mesa, al lado de su madre, y me puse a jugar con él de tal manera que ni siquiera lloró.

Le mostré a Juanita cómo le ponía vaselina al niño para que los pañales no le irritaran la piel, y mientras extendía la crema por las nalgas de Andre, Juanita descruzó las piernas, se pasó la lengua por los delgados labios, y me preguntó:

—¿No quieres comer algo, Easy? —Y siguió antes de que yo pudiera responder—: Porque yo me estoy muriendo de hambre.

No me pareció que hubiera nada malo en lo que hacíamos.

Juanita no tenía ningún pariente cercano, de modo que estaba sola con el pequeño Andre casi todo el tiempo, y como todo el mundo sabe, un crío de esa edad, que comienza a hablar, después de un tiempo puede volver loca a la persona más tranquila. Lo único que hice fue tener una relación con ella justo cuando necesitaba un hombre.

Fui a Safeway y compré bistecs, una mezcla en polvo para hacer pan de maíz y un poco de verdura y preparé la comida, porque Juanita no sabía cocinar. Después de la cena acostó a Andre en una caja de cartón y la dejó encima de la mesa que estaba junto al sofá, que abrió para convertir en una cama.

Juanita cogió después el frasco de vaselina y me mostró algunas de las cosas que sabía hacer. Tenía dieciocho años y sabía muy poco del mundo, pero estaba llena de amor. De un amor muy fuerte. Y tenía la capacidad de hacer surgir el amor que había en mí.

Me empujó a la cama y me abrazó y me contó todo lo que había soñado desde que Andre padre se marchara.

Ya avanzada la noche el niño lloró y Juanita se ocupó de él. Después me susurró algo al oído y poco después yo estaba de rodillas suplicándole y rezándole como si ella fuera a la vez sacerdotisa y templo, todo en uno.

Me desperté otra vez a las cuatro de la mañana. Ni siquiera sabía dónde estaba. Me dolían todos los lugares delicados del cuerpo, y cuando miré a aquella muchacha tan joven, sentí un respeto que rayaba en el temor.

Las persianas estaban rotas. La luz del farol de la calle iluminaba al pequeño Andre en su cuna de cartón. Vi moverse sus pequeños labios hacia dentro y hacia fuera.

Eché un vistazo al resto del piso. Hasta en la oscuridad se notaba que estaba sucio. Juanita nunca había limpiado las paredes o el suelo. En aquel apartamento había mugre que ya estaba allí antes de que viniera Juanita, y que seguiría allí después de que ella se fuera.

Cuando vi los cajones del aparador de la cocina recordé qué había ido a hacer allí.

En el cajón de abajo, oculto por unos rollos de papel de envolver, había un paquete de cartas atadas con una ancha banda de goma. El matasellos, que me costó muchísimo descifrar en aquella media luz, era de Riverside, y el nombre y la dirección de Juanita parecían escritos por la torpe mano de un alumno de los primeros cursos del instituto. Pero lo que me interesaba era la dirección del remitente. Arranqué la parte de arriba de una de las cartas, volví a ponerla entre las otras del paquete, y cerré el cajón.

—¿Qué haces, Easy?

—Buscaba un vaso de agua, pero no he encendido la luz para no despertarte —dije, poniéndome rápidamente de pie.

—¿Buscabas el agua en el suelo?

—¡Tropecé y me di un golpe en un maldito dedo! —Traté de que mi voz pareciera furiosa, y ella diera así por concluida la cuestión.

—Los vasos están en el armario que tienes delante, cariño, y yo también quiero agua.

Cuando volví a la cama Juanita cogió otra vez el frasco de vaselina.

—Estoy algo cansado, nena —le dije.

—No te preocupes, Easy, que yo conseguiré que te despiertes.

Unas horas más tarde la luz del sol entraba por la ventana. Juanita estaba sentada, apoyada en la cabecera de la cama y con una expresión maliciosa en el rostro. Tenía al niño en brazos y le daba el biberón.

—¿Cuánto hace que se marchó el padre de Andre? —pregunté.

—Demasiado tiempo —respondió ella.

—¿Y sabes algo de él?

—No. Se marchó y punto. —Después me sonrió, y siguió hablando—: No te preocupes, cariño, que no vendrá. Ni siquiera está en Los Angeles.

—¿No me habías dicho que no sabías dónde estaba?

—He oído decir que se había marchado.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo he oído por ahí, eso es todo.

Hizo un puchero con su boca de labios finos.

Yo le cogí un pie y se lo acaricié hasta que volvió a sonreír. Después le pregunté:

—¿Y a ti te gustaría que volviera?

Dijo que no. Pero no fue una respuesta inmediata. Primero miró al niño e hizo un gesto como para alejar su pie de mi mano.

Me levanté y me puse los pantalones.

—¿Adónde vas? —me preguntó Juanita.

—Mofass me espera a las ocho en una de sus casas.

Me fui a mi casa y dormí una siesta de varias horas, y después me dirigí a Riverside.

En aquella época Riverside era, por así decirlo, el campo. No había aceras ni carteles con el nombre de las calles. Para averiguar el camino hasta la casa de Andre tuve que preguntar en tres gasolineras.

Vigilé la casa hasta la tarde, y entonces vi acercarse por el camino el Playmouth de Winthrop. Era de color turquesa.

Linda era una mujer alta, más corpulenta que EttaMae y de carnes más abundantes. Su tez era casi blanca, y eso fue lo que en un principio atrajo a Shaker, es decir, Winthrop. La cara de Linda era lozana y sensual, y daba la impresión de que el pobre Andre no podía soportar el peso del brazo de ella sobre sus hombros. Los faldones de su camisa flotaban tras él, y vi que el cordón de su zapato derecho estaba suelto. Andre Lavender era un hombre de ojos saltones y más negro que Linda. No era gordo, pero sí musculoso. Tenía un aire entre tímido y bonachón; Andre era de aquellos que le dan a uno la mano tres veces en un solo encuentro.

Les vi avanzar haciendo eses por el camino sin pavimentar de la entrada. Linda iba cantando y Andre se hundía torpemente en el lodo.

Podría haberle abordado en ese momento, pero yo quería que él hablara conmigo. Yo necesitaba a un Andre asustado, pero no de mí, de modo que regresé en mi coche a Los Angeles, a un pequeño bar que conocía.