Volví a mi casa por la tarde. Cuando llegué a la puerta sonaba el teléfono. Traté de meter la llave en la cerradura, pero la prisa hizo que se me cayera en una pila de hojas secas. El teléfono seguía sonando, y continuó haciéndolo mientras yo revolvía las hojas en busca de la llave, la encontraba, abría la puerta y entraba. Pero tropecé en el felpudo, y cuando por fin me puse de pie y fui cojeando hasta la mesita del teléfono, el aparato ya había enmudecido.

Me froté la magullada rodilla y fui al cuarto de baño. Y justo cuando comenzaba a hacer mis necesidades, el teléfono empezó a sonar otra vez. Pero ya había aprendido la lección. Seguía sonando cuando me lavé las manos y me las sequé. Sonó hasta que yo llegué junto a la mesita, y entonces volvió a parar.

Estaba en la cocina con una botella de vodka en una mano y una cubeta de hielo en la otra cuando el teléfono volvió a sonar. Consideré la posibilidad de arrancar el cable de la pared, pero, tras pensarlo mejor, respondí a la llamada.

Lo primero que oí fueron los gritos de un niño, o de una niña: «¡No! ¡No!», gritaba. Y después otra vez «No», aún chillando pero con un sonido sordo, como si alguien hubiera cerrado la puerta de la sala de torturas.

—¿Señor Rawlins? —preguntó el inspector de Hacienda Reginald Lawrence.

—Dígame.

—Quería hacerle un par de preguntas y darle un consejo.

—¿Qué preguntas?

—¿Qué trato le ofreció el agente Craxton?

—En verdad no sé si puedo decírselo, señor. Dijo que era un asunto de Estado, y que tenía que mantener la boca cerrada.

—Todos trabajamos para el mismo gobierno. Yo también soy un funcionario del Estado.

—Pero él es del FBI. Es de la policía.

—Él sólo representa a otra sección de la administración, una rama que no tiene ninguna relación con la mía.

—Entonces, ¿por qué me pregunta qué quiere Craxton?

—Quiero saber qué le ha ofrecido, porque el agente Craxton no está autorizado a hacer ningún trato en nombre de Hacienda. Cuando nuestro departamento inicia una investigación, hay que seguirla hasta el final. No podemos hacer otra cosa. Como puede suponer, tengo que seguir esta investigación o mis expedientes… —se detuvo un instante, como buscando las palabras justas—, o mis expedientes quedarán incompletos. De modo que ya lo ve, aunque el agente Craxton le dijera lo contrario, yo tendré que preparar su caso para presentarlo mañana por la mañana ante el juez.

—¿Y yo qué puedo hacer? —pregunté—. Él me ha puesto a trabajar en otro caso, para el gobierno. Y si le cuento de qué se trata, me meteré en un lío aún más serio.

—Yo no puedo hablar en nombre del FBI, lo único que puedo decirle es que si trata de evadir el pago de sus impuestos, nosotros aún estaremos aquí cuando todo haya terminado, aunque usted trabaje para el FBI. He hablado con mi superior, y en esto está de acuerdo conmigo. Tendrá que enviarme antes del miércoles de la semana próxima todas sus declaraciones de renta y comprobantes de pago, o le enviaremos una citación.

—De modo que ha hablado con Wadsworth, ¿no? —le dije cuando por fin se calló.

—¿Quién le ha dicho que…? —comenzó a preguntar, pero supongo que la respuesta acudió sola a su mente.

—Lo siento, pero no puedo ayudarlo, señor Lawrence. Yo tengo mis cartas, y usted las suyas. Supongo que tendremos que jugar hasta el fin.

—Sé que usted piensa que así saldrá del aprieto, señor Rawlins, pero se equivoca. No podrá escapar a su responsabilidad con el Estado.

Lawrence hablaba como un libro de texto.

—Señor Lawrence, no sé si usted trabaja el domingo, pero es mi día libre.

—Su problema no se desvanecerá en el aire, hijo.

—Así será, si usted lo dice. Y ahora voy a colgar el teléfono.

Pero el señor Lawrence lo hizo antes que yo.

Volví a la cocina y guardé el vodka. Saqué mi botella de Armañac importado y añejo de treinta años de detrás de una tabla suelta en el fondo del armario. Junto a la botella guardaba también una copa grande pero de boca estrecha. Un blanco rico, para el que trabajé en una ocasión, me había enseñado a beber buenos licores, y yo descubrí que si uno saborea su bebida, quiero decir, si se toma más tiempo en bebería, la borrachera es mucho más agradable. Y cuando quería emborracharme me gustaba beber solo; nada de historias picantes ni risotadas. Yo sólo quería olvido.

El tipo de Hacienda quería enviarme a la cárcel; para él era un asunto personal. Y Craxton mentía, de eso estaba seguro, de modo que no tenía ni idea de qué era lo que realmente quería. Quizá yo no averiguara nada que él no supiera de sus comunistas, y entonces me arrojaría a las fieras. Puede que ya lo hubiera hecho, en verdad. Estudié la posibilidad de poner mis propiedades a nombre de otra persona por un tiempo, para cubrirme mejor, pero la idea no me gustaba. Yo quería que mi nombre figurara en las escrituras. Y quería a EttaMae. La quería con todo mi corazón. Y si ella iba a ser mía, yo debía tener los recursos necesarios para comprarle ropa y procurarle una buena casa.

Claro está que eso significaba que uno de los dos tenía que morir. O Mouse o yo. Lo sabía. Sí, lo sabía, pero no quería reconocerlo.

El lunes fui al despacho de Mofass. Estaba sentado detrás de su escritorio, contemplando lleno de satisfacción un plato de costillas de cerdo con huevos. Todas las mañanas, a las once, un chico del barrio le traía el desayuno. Mofass contemplaba la comida antes de comérsela; a veces, hasta media hora. Nunca me dijo por qué lo hacía, pero yo imaginaba que tenía miedo de que el chico hubiera escupido en su plato. Era el tipo de ultraje que Mofass temía.

—Buenos días, Mofass.

—Señor Rawlins.

Cogió una costilla por el hueso y le pegó un mordisco.

—No me verá mucho en las próximas tres o cuatro semanas; tengo unos negocios que atender.

—Yo atiendo sus negocios todos los días, señor Rawlins. No puedo tomarme vacaciones, o usted se iría a la quiebra —me reprendió sin dejar de masticar.

—Para eso le pago, Mofass.

—Sí, supongo que sí. —Se metió la mitad de los huevos revueltos en la boca.

—¿Ha sucedido algo digno de mención? —pregunté.

—No, que yo sepa. Vino la policía y preguntó por Poinsettia.

Una sombra cruzó fugazmente la cara de Mofass. Recuerdo que pensé que incluso un hombre duro como aquél podía sentir dolor ante la muerte de una mujer joven.

—Les dije que yo sólo sabía que debía cinco meses de alquiler. Al poli negro no le gustaron mis modales, y le aconsejé que volviese cuando tuviera un mandamiento judicial.

—Yo quería hablar con usted sobre Poinsettia.

Me miró con escaso interés.

—Willie Sacks, su novio, intentó hacerme pedazos a la salida de la iglesia, el domingo.

—¿Y por qué?

—Lo buscaba a usted, y yo no quise decirle dónde podía encontrarlo.

Mofass tomó otro bocado de huevo e hizo un gesto afirmativo.

—Muy bien —dijo, cuando pudo pronunciar palabra.

—Willie dijo que usted tenía la culpa de lo que le había sucedido a ella, quiero decir del accidente.

—Ese chico se siente culpable, señor Rawlins. Él la dejó cuando se puso enferma, y ahora que Poinsettia se ha suicidado quiere echarle la culpa a otro.

Mofass se encogió apenas de hombros. Sí, aquel tipo era más duro que el diamante.

A Mofass, Willie le importaba un bledo, pero yo aún lamentaba todo aquello. Sabía lo que se sentía cuando un ser humano moría por nuestra causa; yo también había experimentado aquel sentimiento de culpabilidad.

—¿Quiere que busque a alguien para que se encargue del mantenimiento de los apartamentos mientras usted está de vacaciones? —me preguntó Mofass.

Él sabía que a mí no me gustaba que me tildaran de haragán.

—Hombre, no son vacaciones. Es un trabajo extra, tiene que ver con esos impuestos que me reclaman.

—¡Qué dice!

Acabó de comer y cogió un cigarro que había en el cenicero de cristal de la mesa.

—Quieren que les haga un pequeño favor. Y si lo hago bien, tendré más fácil el asunto de los impuestos.

—¿Y qué favor le puede hacer usted a Hacienda?

—No es a Hacienda, en realidad. —No quería decirle que estaba trabajando para el FBI—. De todas formas, esa gente quiere que averigüe qué se traen entre manos un tipo al que están investigando y el pastor de la Primera Iglesia Africana. Puede que ese tipo les deba todavía más impuestos que yo.

Mofass hizo que no con la cabeza. Me di cuenta de que no me creía.

—¿De modo que trabajará en la iglesia durante dos semanas?

—Sí, poco más o menos.

—Me parece que usted se ha creído que rezando, rezando, los impuestos se irán pagando.

Hizo un ruido como de tos. Al principio creí que se estaba ahogando, pero cuando se hizo más estrepitoso me di cuenta de que Mofass se reía. Dejó el cigarro y sacó el pañuelo más blanco que yo había visto jamás. Se sonó la nariz y se enjugó las lágrimas, y seguía riendo.

—¡Mofass! —grité, pero no paró de reír—. ¡Mofass!

Su garganta produjo una especie de cloqueo, como el de una oca llamando a su compañero. Corrían las lágrimas.

Finalmente me di por vencido y salí del despacho.

Me quedé unos minutos fuera, escuchando detrás de la puerta cerrada; Mofass seguía riendo sin parar.

A última hora de la tarde fui a la Primera Iglesia Africana.

La fachada delantera de la iglesia daba a la calle 112, pero yo fui hasta el final de la manzana, a la Plaza 112. La entrada trasera del templo no era más que una puerta en una pared estucada, parecida a la de un pequeño edificio de oficinas, o a la consulta de un dentista. En la planta baja había un vestíbulo y un corto pasillo, con varias puertas de madera contrachapada a ambos lados. Al final del pasillo alfombrado en un color marrón claro, una escalera llevaba al primer piso y al sótano. Odell me había contado que el pastor tenía su despacho y su vivienda en el piso de arriba, y que en el sótano había una cocina y un restaurante de autoservicio.

Bajé al sótano.

Lo que vi allí era una escena que se había repetido en mi vida desde que era niño. Mujeres negras. Un montón de mujeres negras que trabajaban en la inmensa cocina, riendo, charlando en voz muy alta, contándose cuentos. Pero lo que yo realmente veía eran sus manos. Manos de trabajadoras, que ponían platos, pelaban boniatos, doblaban trapos de cocina y manteles en cuadrados perfectos, que lavaban, secaban, apilaban y llevaban de aquí para allá. Mujeres que vivían para el trabajo. Que peinaban a sus propios hijos, o a un niño de la vecindad cuyos padres se habían marchado, por una noche o para siempre. También guisaban, sí, pero había muchos más trabajos para una mujer negra. Como curar las heridas de los hombres de los que al principio se habían sentido tan orgullosas. O reprender a los niños, blancos y negros. Y trabajar para el Señor, en Su casa y en el hogar.

Mi propia madre, a pesar de lo enferma que estaba, la noche en que murió hizo pasteles de boniato para una cena de la iglesia. Tenía veinticinco años.

—Buenas noches, Easy —me saludó Parker Lamont.

Parker era uno de los diáconos más viejos. No lo había visto cuando entré.

—Hola, Parker.

—Odell y los demás están en la parte de atrás —dijo, y me condujo por entre la multitud de trabajadoras.

Me saludaron unas cuantas mujeres. En aquellos días me movía bastante por el barrio y si veía que alguna dama necesitaba que le echaran una mano, allí estaba yo. En los chismes abundan las verdades, los destellos de sabiduría, y la única llave que se necesita para que nos los cuenten es una mano dispuesta a la ayuda.

Winona Fitzpatrick estaba allí; aunque no me sonrió, debo decir que era una mujer despierta y llena de vida. Llevaba un vestido blanco muy favorecedor, pero que no había sido hecho para las tareas que se llevaban a cabo en aquel lugar. Claro que Winona no estaba trabajando; era la presidenta del consejo de la iglesia, el poder detrás del trono.

—¿Qué pasa aquí? —le pregunté a Parker.

—¿Qué quiere decir?

—Hombre, todas estas mujeres guisando y trabajando sin parar…

—Hay una reunión de la Asociación para el Progreso de la Gente de Color. Vendrán las filiales de todo el sur de California.

—¿Esta noche?

—Sí.

Me condujo por un laberinto de largas mesas dispuestas para la cena y, tras atravesar una especie de atrio, llegamos a una puerta cerrada. Se olía el humo de tabaco incluso antes de entrar.

Entramos en una habitación llena de hombres de color. Y todos fumaban, muy cómodamente sentados.

El aposento era más bien pequeño, con una raída moqueta verde claro y unas pocas mesas plegables que los hombres utilizaban para poner los ceniceros. Había tableros de damas y juegos de dominó, pero nadie jugaba. Y debajo del olor a tabaco se percibía un olor acre. El aliento de aquellos hombres.

Odell se levantó para saludarme.

—Easy, quiero presentarte a Wilson y a Grant.

Nos saludamos con una inclinación de cabeza.

—Mucho gusto —dije.

Dupree se encontraba allí, y también otros hombres que yo conocía.

—Melvin y el pastor llegarán en unos minutos. Están arriba —dijo Odell—. Éste es Chaim, Chaim Wenzler.

No había visto antes al hombre blanco porque estaba sentado al otro lado de Dupree. Era bajo, y se inclinaba para hablar con un hombre que yo no conocía en una conversación que parecía muy importante. Pero cuando oyó su nombre se enderezó y me miró.

—Chaim, éste es Easy Rawlins. Tiene algunas horas libres durante la semana y quiere echarnos una mano.

—¡Estupendo! —dijo Chaim con voz potente, y se puso de pie para darme la mano—. Su ayuda me vendrá muy bien, señor Rawlins. Muchas gracias.

—Easy. Dígame Easy.

—Estamos trabajando en el barrio —dijo.

Wenzler me señaló una silla y se sentó a mi lado. Ya habíamos empezado a trabajar. Aquel hombre me caía bien, aunque yo no quería que fuera así.

—Hay que llevar comida para los ancianos, y quizá conducir un coche. Yo no sé hacerlo, y es difícil conseguir que nos lleven cuando lo necesitamos. A veces lo hace mi hija, pero ella trabaja. Todos trabajamos. —Y me guiñó un ojo—. Y en algunas ocasiones hay que avisar a la gente sobre las reuniones en la iglesia y en otros lugares.

—¿Qué clase de reuniones?

Agachó sus anchos hombros.

—Reuniones de trabajo. Nos ocupamos de muchas cosas, señor Rawlins.

Sonreí.

—Bien, ¿y en qué quiere que trabaje yo?

Me miró de arriba abajo y yo hice lo mismo con él. Chaim era bajo y fornido. Tenía la cabeza calva y aparentaba unos cincuenta y cinco años. Sus ojos eran grises, del mismo color que los de Mouse, pero en Chaim parecían diferentes. Los ojos de Chaim eran penetrantes e inteligentes, pero también generosos, y nada crueles. Y la generosidad era algo que Mouse sentía solamente después de la muerte de alguien que no le gustaba.

Había algo más en los ojos de Chaim. Yo entonces no sabía qué era, pero me daba cuenta de que en aquel hombre había un sufrimiento profundo, algo que me hacía sentir triste.

—Necesitamos ropa.

—¿Qué quiere decir?

—Ropa usada para los ancianos. Yo consigo que la gente nos la dé, y luego se la vendemos a ellos.

Se inclinó como para hacerme una confidencia y dijo:

—Tenemos que venderla; ellos no quieren la ropa si no la han pagado.

—¿Y qué hacen ustedes con el dinero?

—Un almuerzo para todos el día de la venta y ya está. —Abrió las manos indicando que así no ganaban ni perdían.

—Sí, ya veo —dije, pero debió de oír una pregunta en mi voz.

—¿Quería preguntarme algo? —dijo sonriendo.

—No, en verdad, no…, sólo que…

—¿Sí?

Había gente cerca de nosotros, pero no nos prestaban atención.

—Mire, no puedo entender por qué alguien que ni siquiera es de aquí hace todo esto por nada.

—Usted tiene razón —me respondió—. Los hombres trabajan por dinero, o por su familia —y aquí se encogió de hombros—, o por Dios, algunos lo hacen por Dios.

—¿Es ése su caso? ¿Usted es religioso?

—No —dijo con expresión severa—, ya no lo soy.

—¿De manera que usted no cree en Dios pero hace obras de caridad para la iglesia?

Le estaba presionando, y de verdad que no deseaba hacerlo. Pero había algo en Chaim Wenzler que me ponía nervioso, y quería descubrir qué era.

Volvió a sonreírme.

—Sí, creo, señor Rawlins. Aún más, ahora lo sé todo. Sé que Dios me ha vuelto la espalda. Me miraba de un modo que me recordaba algo, o a alguien. Él ha vuelto la espalda a todos los judíos. Ha azuzado a los demonios contra nosotros. Soy creyente, señor Rawlins. El mal que yo he visto no podría existir sin un Dios.

—Creo que le comprendo.

—Y por eso estoy aquí —continuó Wenzler—. Porque los negros en América llevan la misma vida que los judíos en Polonia. Segregados, puestos en ridículo. A nosotros nos colgaban y nos quemaban vivos por el solo hecho de existir.

En aquel instante me acordé de Hollis Long.

Hollis era un amigo de mi padre. Solían reunirse todos los sábados por la tarde en el portal de mi casa. Eran los únicos negros de la parroquia que sabían leer, y fumaban su pipa y comentaban lo que habían leído en los periódicos a lo largo de la semana.

Hollis era un hombre corpulento. Lo recuerdo riendo y trayéndome fruta o caramelos. Yo me sentaba en el suelo, entre los dos, y los escuchaba hablar de los acontecimientos en Nueva Orleans, en Houston y en otras ciudades del Sur. A veces hablaban de las ciudades del Norte, e incluso de países lejanos, como China o Francia.

Un día regresé de la escuela y encontré a mi madre llorando sobre la cocina de leña. Mi padre, de pie a su lado, le había pasado un brazo por los hombros. Hollis Long estaba sentado a la mesa y bebía whisky de una jarra de barro. Su mirada, la misma que Chaim Wenzler tenía cuando hablaba de Dios, expresaba algo terrible.

Nadie me habló y salí corriendo de la casa hacia los campos de caña de azúcar que limitaban con nuestras tierras.

Hollis durmió esa noche en nuestra casa. Se quedó con nosotros dos o tres semanas y luego se marchó para siempre a Florida. Todas las noches lo oía quejarse y llorar. A veces me despertaba de repente porque Hollis había saltado de su cama gritando y golpeaba las paredes con los puños.

Después de la primera noche mi madre me contó que hubo un incendio mientras Hollis y mi padre trabajaban en el aserradero. La esposa, los hijos y la madre de Hollis habían muerto en las llamas.

—Cuando yo ya había renunciado a todo —dijo Chaim—, llegaron los hombres y me salvaron. Me ayudaron a vengarme. Y ahora me toca a mí ayudar a otros.

Yo sólo podía asentir. Cuando Dios abandonó a Hollis Long, no hubo nadie que le salvara.

—Debemos ayudarnos los unos a los otros, Easy. En el mundo hay hombres que si pudieran nos arrancarían la piel a tiras.

Me acordé de los agentes Lawrence y Craxton y aparté la mirada.

Me puso la mano en el hombro y dijo:

—Trabajaremos juntos.

—De acuerdo —le respondí.

—¿Le parece bien mañana?

—No, mañana no tengo tiempo, pero estaré libre en un par de días.

Ya estaba hecho. Chaim y yo éramos compañeros y trabajaríamos para los pobres y los ancianos. Claro está que yo, además, quería echarle el lazo.

Towne y Melvin llegaron acompañados por una hermosa joven. Su piel negra contrastaba de manera espectacular con el vestido blanco que llevaba. Era alta y tenía muy buen tipo, y llevaba el pelo castaño lacio y con finas mechas doradas. Sus labios eran de un vivo color naranja, y los ojos, grandes y marrones, no se apartaban de Towne. La pasión que había en su mirada la volvía más hermosa. Se podía ver que aquella joven no se guardaba nada para sí.

El pastor habló unas pocas palabras con Parker y luego se volvió y le susurró algo a la muchacha. Me percaté por la manera en que apoyaba la palma de la mano en la cadera de ella que eran amantes. No es que fuera algo muy notorio, pero era un gesto lleno de familiaridad. Cuando aparté los ojos de la pareja sorprendí a Melvyn mirándome fijamente. Se fueron casi de inmediato. Me di cuenta de que la marcha del pastor no les gustaba nada a los hombres. Ellos confiaban en que él representara a su iglesia en la reunión, pero el reverendo Towne tenía cosas más importantes que hacer. Yo también.

—¿Te quedas, Easy? —me preguntó Odell.

—No, tengo que hacer unas cuantas llamadas —le respondí.

Odell me cogió del brazo cuando me marchaba. Nunca había hecho algo así.

—No nos metas en líos, Easy. Sácale a ese hombre lo que quieras, pero no perjudiques a la iglesia.

Mi sonrisa fue todo lo tranquilizadora que pude.

—No te preocupes, Odell —le dije—. Sólo necesito información. Eso es todo. Ni siquiera te darás cuenta de que he estado aquí.

El teléfono sólo sonó una vez antes de que él respondiera.

—Aquí Craxton.

—Ya me han presentado al tipo. —Muy bien. ¿Y qué dijo?

—Nada importante. Quiere que consiga ropa usada para los viejos.

—No se deje engañar, Rawlins. Ese individuo ayuda a la gente sólo para conseguir lo que quiere.

«Igual que yo», pensé.

—¿Y qué tengo que hacer de ahora en adelante? —le pregunté.

—Sígalo durante unas cuantas semanas, vea si lo lleva hasta los otros. Sáquele toda la información que pueda. Trate de hablar como si estuviera descontento de los blancos y de los Estados Unidos, a él le encanta oír esas cosas. Quizá averigüe si ese hombre sabe dónde está Andre Lavender.

Dije lo necesario para que pensara que iba a hacer lo que él quería y después le pregunté lo que realmente me interesaba.

—Señor Craxton.

—Dígame.

—Hace unos días me llamó el agente Lawrence.

—¿Para qué?

—Quería saber qué voy a hacer con mis impuestos.

—¿De verdad? —Craxton rió—. Hay que reconocerlo, el hombre hace muy bien su trabajo.

—Que él haga bien su trabajo puede significar la cárcel para mí.

—No se preocupe, señor Rawlins. J. Edgar Hoover es quien mueve todos los hilos en Washington. Y si él dice que sus asuntos con Hacienda están en orden, es que lo están.

El señor Hoover nunca me había dicho nada, pero no mencioné ese detalle.

—¿Y qué hacía Wenzler en la iglesia?

—Ayudaba a organizar la reunión de la NAACP.[1]

—Sí, ya lo suponía.

Casi podía verlo haciendo que sí con la cabeza.

—¿Qué era lo que suponía?

—Lo de la NAACP. Es una de esas organizaciones que dicen ocuparse de la defensa de los derechos de los ciudadanos, y en realidad están llenas de rojos y de gente que no tardará en serlo.

Pensé que aquel hombre estaba loco. Y después pensé que si trabajaba para él, ¿cómo estaría yo?