Fuera, delante de la iglesia, estaba Towne con Winona, Melvin, Jackie y un matrimonio que yo no conocía. Eran gente de edad y se les veía incómodos. Quizá le habían dado la mano al pastor todos los domingos durante veinte o más años, y no iban a dejar de hacerlo sólo porque Towne pronunciara un sermón irritante.
—Hola, Easy —me saludó Melvin.
Nos conocíamos desde los días del quinto pabellón, en Houston, Texas.
—Hola, Melvin.
Jackie se retorcía las manos. Winona miraba fijamente al reverendo Towne. Sólo entonces me di cuenta de que Shep, el pequeño marido de Winona, estaba de pie en la entrada. No lo había visto en la iglesia.
—Ha sido un sermón emocionante, reverendo, y muy valiente —dijo Etta.
Fue hacia el pastor y le estrechó la mano con tal fuerza que la papada de Towne tembló.
—Gracias, muchas gracias —respondió el pastor—. Me alegro mucho de verla por aquí, hermana Alexander. Espero que se quede un tiempo con nosotros.
—Aún no lo sé —dijo Etta, y me miró de reojo.
Winona se adelantó y le dijo algo a Towne que no alcance a escuchar.
—¿Cómo se encuentran los padres del muchacho del que nos ha hablado? ¿Usted cree que yo podría serles de alguna ayuda? —preguntó después Etta.
Me hizo reír que aquellas dos mujeres se disputaran al pastor. Creo que Etta lo hacía porque no le gustaba ver a Winona coqueteando delante de su marido.
Vi a Jackie y a Melvin que se alejaban hasta el pie de la escalera y comenzaban a discutir. Jackie agitaba las manos y Melvin hacía gestos conciliadores, extendiendo la palma de las manos hacia el hombre guapo, como si tratara de contener la ira de Jackie.
Me hubiera gustado saber por qué discutían, pero sólo por mera curiosidad, de modo que dirigí nuevamente mi atención a EttaMae.
Había enlazado su brazo al del pastor y se alejaban hablando.
—¿Por qué no me presenta a esa pobre mujer? Podría ir algunos días a su casa y prepararle la comida.
Volví la cabeza y miré por encima del hombro. Melvin y Jackie seguían discutiendo al pie de la escalera, y de vez en cuando Melvin me miraba furtivamente.
—Ve a buscar el coche, Shep —le ordenó Winona, con un tono entre indiferente y cruel.
—Como tú digas —respondió él.
Y el pequeño y marrón Shep, con su traje de rayón marrón rojizo, se dirigió al aparcamiento.
—¿Etta está contigo, Easy? —preguntó Winona antes de que Shep hubiera desaparecido de su vista.
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído, Easy Rawlins. ¿Etta es tu mujer?
—Etta no es de nadie, Winona. Ni siquiera le gusta pensar que pertenece a Jesús.
—No bromees conmigo —me advirtió—. Esa zorra le está tirando los tejos al pastor, y tendrá que acabar con eso, tenga o no marido.
—¿Towne está casado? —le pregunté, sorprendido.
—¡Claro que no!
—Pues Etta tampoco.
Me encogí de hombros y Winona hizo rechinar los dientes. Bajó las escaleras más que picada.
Miré hacia abajo pero Jackie y Melvin se habían marchado, y me volví para entrar en la iglesia. Mis ojos quedaron a la altura del pecho de un traje marrón con rayas amarillentas. El tipo estaba un escalón más arriba, pero me hubiera mirado desde arriba aunque hubiéramos estado al mismo nivel.
—Usted es Rawlins, ¿verdad? —preguntó con una voz que o era naturalmente bronca o la enronquecía la emoción.
—Así es —dije, y retrocedí un escalón, para poder verle la cara y ponerme fuera de su alcance.
Su cara de tez marrón, que se daba de coces con el color del traje, era pequeña, completamente redonda, infantil y mezquina.
—Quiero que me lleve a ver a su jefe.
—¿Para qué? —le pregunté.
—Tengo que tratar un asunto con él.
—Hoy es domingo, hijo. Día de descanso.
—Oiga —dijo con tono amenazante, y luego la voz se le quebró—. Lo sé todo de usted.
—¿Sí?
—Sé que no movió un dedo. —Estaba repitiendo las palabras de otro—. Ella me contó que él la había usado, que se la había follado a cambio de los alquileres, y luego, cuando enfermó, se desentendió de ella.
—¿Cómo se llama usted?
—Soy Willie Sacks. —Sacó pecho—. Y ahora, vámonos. —Me puso la mano en el hombro pero se la quité.
—¿Era el novio de Poinsettia? —le pregunté; yo no pensaba ir a ninguna parte con él.
Me dirigió un puñetazo que habría hecho un boquete en una pared de ladrillos. Pero me agaché a tiempo y, cogiéndole la muñeca, le torcí el brazo hacia atrás y me ensañé con su gran dedo pulgar.
—¡Ay! —gritó, y se arrodilló en la escalera.
—No quiero hacerle daño, muchacho —susurré al oído de Willie—. Pero si me estropea el traje, yo le estropearé la cara.
—¡Lo mataré! ¡Los mataré a todos! —gritó.
Lo solté y puse unos escalones de distancia entre nosotros.
—¿Cuál es su problema, Willie?
—Lléveme a ver a Mofass.
Se puso de pie. Yo, a su sombra, me sentí como David sin su tirachinas.
A un hombre muy alto se le hace muy difícil dar un puñetazo hacia abajo. Dejé que su primer intento fuera en dirección oeste y después le asesté yo uno en el bajo vientre. Willie se enrolló como una cochinilla y rodó escaleras abajo.
Se levantó enseguida, sin embargo, y yo corrí a su lado y volví a golpearlo, esta vez en la sien. Le di fuerte, como para herir a un hombre normal, pero Willie parecía más un búfalo que un ser humano. Volví a golpearlo con todas mis fuerzas, y lo único que hizo fue sentarse.
—No quiero hacerle daño, Willie —le dije, más para olvidarme del dolor que sentía en la mano que para asustarlo.
—Cuando me levante veremos quién es el que sufre.
Su cara sangraba en varios lugares, donde había rozado los escalones de granito.
—Nadie tiene la culpa de la muerte de Poinsettia, Willie —le dije—. Acabemos con esto.
Pero se puso de pie trabajosamente y subió dando tumbos la escalera. Perdí la paciencia y le rompí la nariz. Sentí que el hueso cedía bajo mis nudillos. Estaba pensando en dedicarme a su oreja izquierda cuando me golpearon la espalda. No era un golpe fuerte, pero mi cuerpo y mis reflejos estaban preparados para la pelea y me di la vuelta en un segundo y recibí otro golpe en la cara con algo parecido a un cojín. Una mujercilla con un vestido rosa de volantes blandía un bolso de macramé. No decía ni una sola palabra, ahorrando toda su energía para la pelea. Quizá hubiera continuado con el combate, pero cuando Willie gritó «¡Mamá!», se olvidó de mí y corrió a su lado.
Él se tapaba con las manos el grifo sangrante en que se había convertido su nariz.
—¡Willie! ¡Willie!
—¡Mamá!
—¡Willie!
Tiró de él hasta que consiguió ponerlo de pie y luego lo remolcó calle abajo.
La mujer marrón y rosa me miró ferozmente dos veces. Era pequeñita y llevaba gafas de montura blanca. Tenía los labios hundidos por la falta de dientes. La señora Sacks ni siquiera podía levantar el brazo de su hijo, pero me asustaban más aquellas miradas asesinas que todo un regimiento de Willies.
—Siéntate conmigo en el sofá —dijo Etta, y le dio unas palmaditas a la tela verde del tresillo—. No tan lejos, acércate más.
Nos encontrábamos en su nuevo piso, en la calle Sesenta y cuatro. Era una bonita casa de seis apartamentos. El de Etta tenía dos dormitorios, cuarto de baño y una gruesa moqueta azul. LaMarque estaba con Lucy Rideau y sus dos hijas. Habían ido por la mañana a catequesis, y ahora disfrutaban de la tradicional comida del domingo.
—Etta, en verdad debería irme a trabajar.
—¿En domingo?
—Voy a trabajar para la iglesia en días laborables, y el fin de semana tengo que compensar las horas de trabajo que perderé.
—¿Y qué trabajo harás para el Señor, Easy Rawlins?
—Todos ponemos nuestro granito de arena, Etta. Todos lo ponemos.
—¿Y tú también lo has puesto para que LaMarque y yo vivamos aquí sin pagarle nada a ese hombre horrible?
—Mofass no es tan malo. Después de todo, te ha dejado este piso, ¿no es verdad?
—¿Y estos muebles también me los ha dado él?
—El año pasado tuvimos un desahucio y estas cosas estaban en mi garaje. Le dije a Mofass que las iba a llevar al vertedero.
—Podrías venderlos, Easy. Esa cama es de caoba.
No le respondí, y Etta insistió:
—Ven, cariño, siéntate.
Me senté.
—¿Qué es lo que anda mal, Easy?
—Nada, Etta, nada.
—¿Por qué entonces no has venido a verme? Me has conseguido una casa, y muebles. No te habrías tomado todo ese trabajo si no fuéramos de tu agrado.
—Por supuesto que me gustas.
—¿Por qué no te acercas y me demuestras cómo y cuánto?
Me había puesto la mano en el cuello. Etta estaba mucho más tibia que yo.
Su vestido era sedoso y fino bajo la chaqueta. Tenía un gran escote, y cuando se inclinó hacia mí sus pechos sobresalieron.
—Pensaba que no ya querías verme.
—Estaba furiosa, cariño —dijo acercándose todavía más—. Eso es todo.
No sé por qué me imaginé a Wendell Boggs en su lecho de muerte. Había sangre sobre su medio rostro, y una costra blanca donde antes había un ojo.
—¿Easy?
—¿Sí, Etta?
—En la otra habitación tengo los papeles de mi divorcio.
Se movió apenas para cruzar la pierna izquierda sobre la derecha, y me rozó. El vestido parecía irle muy ajustado, a punto de reventar.
—No necesito verlos.
—Sí que lo necesitas.
—No.
—Sí, Easy. Necesitas ver que soy una mujer libre, y que puedo hacer lo que quiera.
—No es por ti, Etta; es por mí —respondí, pero de todos modos la besé.
—Cariño, habías conseguido sacarme de quicio —dijo, y respondió a mi beso—. Me has conseguido una casa y una cama, me llevas a la iglesia, mmmm, todo eso me encanta.
Después, no hablamos por un rato.
Cuando se echó hacia atrás, y yo tuve un momento para respirar, le pregunté:
—¿Y qué pasa con Raymond?
Etta me cogió la mano y la puso sobre su pecho; después, me miró con unos ojos que todavía hoy aparecen en mis sueños.
—¿Me quieres? —preguntó.
—Sí.
Apretó un dedo contra mi camisa, justo encima de la tetilla.
—Entonces te diré qué vamos a hacer —susurró.
—¿Qué?
—Tú ahora no me hablas de Raymond, y mañana, cuando nos despertemos, yo tampoco te diré nada de él.