Lamentaba la muerte de Poinsettia. Había caído muy bajo en el mundo, pero eso no era razón para desearle ningún mal. Era una muerte absurda y cruel, tanto si se había suicidado como si la habían asesinado. Pero si aquello era un suicidio, me daba pavor pensar que se había matado por la amenaza de desahucio; un desahucio que yo sabía era inicuo. Intenté no pensar en eso, pero estaba allí, en las profundidades de mi mente, como un topo excavando túneles en el suelo.
Pero fueran cuales fueran mis sentimientos, la vida tenía que continuar.
El domingo por la mañana fui a buscar a EttaMae. Llevaba un vestido azul eléctrico con lirios blancos gigantes aplicados sobre la tela azul. Su sombrero era de color blanco cascara de huevo, una especie de pequeña gorra a un lado de la cabeza. Los zapatos también eran blancos. Etta nunca llevaba tacones porque era una mujer alta, apenas unos pocos centímetros más baja que yo.
—¿Has hablado con Mouse? —le pregunté por el camino.
—Sí, lo llamé ayer.
—¿Y qué dijo?
—Lo mismo de siempre. Empieza bien, pero luego aparece ese tono tan raro de voz. Y entonces empieza a decir que no acepta que lo rechacen, como si yo le debiera algo. ¡Qué mierda! Si Raymond empieza de nuevo a rondarnos y a asustar a LaMarque, como hizo en Texas, tendré que matarlo.
—¿Le ha dicho algo a LaMarque?
—No. Ya nunca quiere hablar con el chico. ¿Por qué lo preguntas?
—No sé.
La sede de la Primera Iglesia Baptista Africana era un edificio color salmón, construido según el modelo de un antiguo monasterio español. Un mosaico de gran tamaño destacaba en la fachada. En él se veía a Jesús, sangrando piedrecillas rojas y sufriendo por encima de toda la congregación. Pero nadie parecía notarlo. Todo el mundo, hombres, mujeres y niños, llevaban sus mejores galas. Vestidos y trajes de seda, zapatos de charol y guantes blancos. Las sonrisas y zalamerías que intercambiaban uno y otro sexo el domingo habrían sido escandalosas en cualquier otro momento y lugar.
Pero el domingo era el día de sentirse bueno y ponerse guapo. La grey, de punta en blanco y alborotada, esperaba la palabra del Señor.
Rita Cook llegó acompañada por Jackson Blue. Él seguramente andaba tras ella, y se había dado prisa en ocupar el lugar que Mouse había dejado vacante cuando se aburrió. Eso es lo que hacen la mayoría de los hombres, dejan que otro rompa el hielo y luego tienen el camino abierto.
También estaban Dupree y Zaree, su nueva mujer. En una ocasión ella me había dicho que su nombre era africano y yo le había preguntado de qué lugar de África. No lo sabía, y se puso furiosa conmigo porque la había hecho quedar como una tonta. Y desde entonces nunca nos hemos llevado demasiado bien.
En la escalinata de la iglesia vi a Oscar Jones, el hermano menor de Odell. Y mientras Etta saludaba a toda la gente a la que aún no había visto, yo me fui con Oscar.
Tal como había sospechado, Odell estaba a la sombra de las columnas de estuco de la fachada.
—Hola, Easy —me saludó Oscar.
—Hola, Oscar. ¿Qué tal estás, Odell?
Eran hermanos, y más íntimos que hermanos. Dos hombres con rostros apenas diferentes y cuyas ropas les sentaban de la misma manera. Ambos hablaban suave y cortésmente. Yo los había visto hablar, pero jamás había oído ni una palabra de lo que se decían.
—Odell, tengo que hablar contigo —le dije.
—Ven conmigo, Easy.
Me despedí de Oscar agitando la mano y él me respondió con una inclinación de cabeza, y fue como si hubiéramos hablado todo un año.
Odell y yo caminamos rodeando la iglesia, por un estrecho sendero de cemento.
—Tengo un asunto pendiente con un tipo blanco que trabaja aquí —le dije cuando estuvimos solos.
—¿Con Chaim Wenzler?
—¿Y cómo sabes que es con él?
—Easy, es el único blanco que hay por aquí. Y no me refiero al día de hoy, porque él es judío y tengo entendido que ellos rinden culto a Dios el sábado.
—Tengo que conocer a ese hombre, tengo que hacerme amigo de él.
—¿De qué estás hablando, Easy?
—Tengo que conseguir información para el gobierno, quieren que averigüe cosas sobre ese tipo. Hay un inspector de Hacienda que me tiene agarrado por los cojones, y si no hago lo que me piden, me van a hacer mierda.
—¿Y qué quieres?
—Que nos presentes. Dile que trabajo para la iglesia o algo así. Después ya me las arreglaré.
No me contestó enseguida. Yo sabía que no le gustaba nada que yo anduviera husmeando en su iglesia. Pero Odell era un buen amigo y lo demostró cuando, tras habérselo pensado unos instantes, hizo un gesto de conformidad y dijo:
—De acuerdo. —Pero a continuación añadió—: Me he enterado de lo de Poinsettia Jackson.
Estábamos delante de una puertecita pintada de verde. Odell tenía la mano en el pomo, pero esperó mi respuesta antes de abrir.
—Sí. La poli quiere seguir investigando, aunque yo no creo que la mataran. ¿Quién iba a matar a una mujer como ella, a una enferma?
—No sé, Easy, no sé. Lo único cierto es que tú dices que estás metido en toda clase de líos, y a continuación veo que alguien que vive en tus apartamentos aparece muerto.
—Eso no tiene nada que ver conmigo, Odell. Es sólo una desgraciada coincidencia, nada más. —Aquello era lo que yo pensaba, y Odell me creyó.
Me condujo escaleras abajo hasta el sótano de la iglesia, donde se reunían los diáconos para vestirse y prepararse para el servicio. Nos encontramos con cinco hombres que vestían trajes negros iguales y guantes blancos. En el bolsillo del pecho de las chaquetas habían cosido una insignia que decía Primera Iglesia Africana en letras amarillo vivo. Todos los hombres llevaban una bandeja de oscura madera de nogal con el centro de fieltro verde.
El individuo de mayor estatura tenía la tez de un marrón oliváceo y un bigotillo muy fino. Su pelo, corto, había sido alisado, de manera que podía peinárselo con una raya a la izquierda. Olía a brillantina. Era guapo, en un estilo remilgado. Yo sabía que todas las mujeres de la congregación deseaban que se fijara en ellas. Pero una vez que lo conseguían, Jackie Orr las dejaba en casa llorando. Era el diácono principal de la Primera Iglesia Africana y las mujeres sólo eran para él un medio para triunfar.
—¿Cómo está usted, Hermano Jones? —sonrió Jackie.
Vino hacia nosotros y cogió la mano derecha de Odell entre las suyas, enguantadas.
—Me alegra verlo por aquí, hermano Rawlins —se dirigió a mí.
—Buenos días, Jackie —dije.
No me gustaba aquel tipo, y si hay algo que no puedo soportar, es llamar «hermano» a un hombre que no me gusta.
—Jackie, Easy dice que quiere trabajar para la iglesia —dijo Odell—. Le he hablado del señor Wenzler; usted me había dicho que Chaim quizá necesitara un chófer.
Era la primera vez que oía hablar de aquello.
—Sí, sí, así es —respondió Jackie—. ¿De modo que quiere colaborar con nosotros, hermano Rawlins?
—Sí. He oído decir que ustedes hacen muy buenas obras con los ancianos y los enfermos.
—¡Lo que usted ha dicho es la pura verdad! El reverendo Towne no cree que la caridad cristiana sólo se haga de palabra. Él sabe que hay que trabajar para el Señor. ¡Amén!
Un par de diáconos corearon su amén.
Dos de los diáconos eran chicos muy jóvenes. Me imagino que a esa edad uno tiene que pertenecer a una pandilla, y en este caso los había seducido la de la iglesia.
Los otros dos eran hombres ya ancianos. Tipos buenos y piadosos, capaces de llevar un inquieto e impetuoso crío en brazos durante todo un día sin quejarse, y sin pensar siquiera en protestar. Ellos nunca ambicionarían la elevada posición de Jackie, porque se sentirían fuera de lugar en aquel puesto.
Jackie era un político. Quería poder dentro de la iglesia, y el diaconato era la manera de obtenerlo. Puede que no tuviera más de treinta años, pero se comportaba como un hombre maduro, de cuarenta o cincuenta años. Los hombres de más edad le dejaban el terreno libre porque percibían su afán y su vitalidad. Las mujeres percibían algo más, pero también ellas le dejaban salirse con la suya.
—Tengo mucho tiempo libre durante el día, Jackie, y también podría disponer de las noches, si fuera necesario —le dije—. Como usted sabe, hemos llegado a un acuerdo con Mofass y yo mismo decido mis horarios de trabajo. Y Odell me ha dicho que ustedes necesitan a un hombre que tenga algunas horas libres.
—Así es. ¿Por qué no viene mañana, a eso de las cuatro? A esa hora tenemos una reunión.
Nos dimos la mano y me fui.
Etta me estaba buscando. Ya estaba preparada para oír la palabra de Dios.
A mí, en cambio, me hubiera venido muy bien una copa.