A la mañana siguiente llamé a Etta para contarle mi conversación con Mouse. Soltó un bufido y no hizo ningún otro comentario. Yo me ofrecí a acompañarla el domingo a la iglesia. Aceptó, y luego, fría y cortés, dio por terminada la conversación.

Para festejar mi recién conquistada liberación de las garras de Hacienda y de Raymond Alexander, decidí pasar un rato en los soleados vestíbulos de los apartamentos de la calle Magnolia.

La señora Trajillo, en su ventana, amasaba tortillas de harina de maíz sobre una tabla apoyada en el alféizar. Su tez era de un profundo color aceituna, salpicada por pecas de diversos tamaños y un gran lunar en el centro de la barbilla. Llevaba el pelo, gris de canas, recogido en una gruesa trenza que le llegaba hasta más abajo de la cintura. Era baja pero robusta, y aunque nunca había trabajado fuera de casa, sus manos tenían la fuerza que dan años de labores domésticas, de criar niños y de arreglárselas para convertir cualquier cosa en comida.

—Buenos días, señor Rawlins —me saludó.

—Buenos días, señora. ¿Cómo está usted?

—Muy bien, gracias. El domingo pasado fue la confirmación de mi nieta.

—¿De verdad?

—A usted hoy se le ve muy bien —dijo ella—. Los otros días me sentí muy inquieta por usted, y también por el pobre señor Mofass. Usted estaba muy serio, y esa horrible chica… —Se llevó la mano al pecho y sus labios adoptaron la forma de una O—. ¡Qué cosas le gritaba! Sabe usted, me alegré de que los niños estuvieran en la escuela.

—Sí, creo que Poinsettia estaba muy enfadada. Ya sabe, está muy enferma…

—El que siembra vientos cosecha tempestades, señor Rawlins.

Aquello, dicho por una mujer tan amable, parecía una terrible maldición.

—¿Qué quiere decir?

—Usted sabe cómo era ella con los hombres. Una hija mía jamás se comportaría así. Yo no la juzgo, señor Rawlins, pero Dios lo ve todo.

Sus palabras no me escandalizaron. Sé que las mujeres de edad a menudo han olvidado lo que era ser amadas por hombres jóvenes. O quizá lo recuerdan y eso las vuelve aún más intolerantes.

Subí la escalera y me quedé una hora o quizá más en el primer piso, disfrutando del sol, la mirada perdida en el vacío. Pero al cabo de un rato me pareció que algo no olía bien.

El sol también brillaba en el segundo piso. Había una hermosa luz, pero el olor era muy desagradable. Salía del apartamento J, que tenía la puerta entreabierta. Más que olor, debería decir olores. Se mezclaban el perfume dulce de las tres o cuatro clases de incienso que Poinsettia encendía en su altar y el olor de la enfermedad, que después de seis meses de encierro impregnaba las pequeñas habitaciones. Y por debajo de ese olor se percibían diferentes olores a podrido.

Me imaginé que después de que Mofass la amenazara con una orden de desalojo, Poinsettia ya se habría marchado. La puerta estaba abierta, y probablemente me había dejado de regalo un buen trabajo de limpieza.

Hacía unos seis meses Poinsettia se había marchado de vacaciones el fin de semana, y había regresado dos semanas después en una ambulancia privada. Los enfermeros le habían dicho a la señora Trajillo que la joven había sufrido un serio accidente de coche y que el novio había pagado para que la llevaran a casa desde el hospital. Los huesos rotos y las magulladuras habían curado, pero no sus nervios. No había podido volver a trabajar, y ni siquiera caminaba bien. Tenía entre veinticinco y treinta años, y hasta que sufrió aquel accidente había sido una mujer hermosa. Daba pena que hubiera caído tan bajo, pero ¿qué podía hacer yo? Mofass era cruel pero tenía razón cuando decía que yo no podía pagar el alquiler de Poinsettia.

El salón era un desastre. Las persianas estaban bajas y las cortinas corridas, de manera que las polvorientas habitaciones estaban en penumbra. Fantasmales cajas de cartón con comida china se pudrían, abiertas sobre la mesa. Había basura por todas partes. Encendí la luz, pero la bombilla estaba quemada. En la pared más alejada había un pequeño nicho con un altar en su interior. Poinsettia había pegado dentro una estampa de Jesús, pintada como un mosaico. La imagen estaba rodeada por un halo y extendía dos dedos y el pulgar sobre tres santos arrodillados para recibir la bendición. Alrededor de la estampa colgaban flores secas, sujetas con alambres a la pared. Había también unos objetos marrones imposibles de identificar que la mujer probablemente había traído a casa procedentes de alguna misa, o quizá un funeral.

Al pie del altar se encontraba el plato de bronce que utilizaba para quemar incienso. El olor dulzón era allí mucho más fuerte. Alrededor del plato había regueros de ceniza, semejantes a gusanos blancos. Y una sustancia negra y viscosa manchaba la repisa y caía por la pared hasta el suelo. El lavabo daba asco. Frascos de cosméticos de todas clases, abiertos, con el contenido solidificado y reseco. Toallas enmohecidas en el suelo. Una araña había tejido su tela sobre el grifo de la bañera.

El olor más repugnante salía del dormitorio y dudé un instante antes de entrar. Es curioso cómo el olfato es un instinto animal. Lo primero que hace un perro es olfatear. Y si algo no huele bien, hay una reticencia natural a acercarse.

Yo tal vez debería haber sido un perro.

Poinsettia colgaba de la lámpara del techo. Estaba desnuda y tenía la piel tan flácida que parecía que iba a desprenderse de los huesos en cualquier momento. Y debajo de ella estaba la causa del hedor. Justo cuando yo estaba mirando, una gota de sangre y excremento cayó de su pie.

No recuerdo haber ido hasta el apartamento de la señora Trajillo. Tengo la impresión de que traté de usar el teléfono de Poinsettia, pero estaba desconectado.

—Claro, tira la silla al suelo de una patada después de hacer el nudo y ¡bingo!, se queda colgada —dijo el agente de policía Andrew Reedy, un tipo alto, delgado y más bien rubio—. Usted dijo que estaba deprimida, ¿verdad, señor Rawlins?

—Sí —respondí—, Mofass la iba a desalojar.

—¿Y quién es Mofass? —preguntó Quinten Naylor. Era el compañero de Reedy y el único policía negro que yo había visto que no llevaba uniforme. Él también estaba mirando la silla.

—Se encarga de la administración de los apartamentos y de cobrar los alquileres.

—¿Y para quién los cobra? —me preguntó Naylor.

Mientras yo meditaba mi respuesta, Reedy dijo:

—¿Qué importancia tiene? Esto es un suicidio. Informaremos que se suicidó y asunto concluido.

Naylor era de mediana estatura pero corpulento, y daba la impresión de ser un hombre vigoroso, y más alto de lo que en realidad era. Era lo contrario de su compañero en todos los aspectos, pero parecían entenderse bien.

Naylor caminó hasta situarse poco menos que bajo el cadáver de la ahorcada. Parecía como si husmeara en busca de algo sospechoso.

—Vamos, Quint —protestó Reedy—. ¿Quién querría asesinar a esta chica? ¿Y encima hacer pasar su muerte por un suicidio? ¿Esta muchacha tenía algún enemigo, señor Rawlins?

—Que yo sepa, no.

—Andy, mírale la cara. Esas marcas podrían ser de golpes recientes.

—Quint, suelen aparecer cuando alguien muere ahorcado —alegó Reedy.

—¡Eh, oigan! —gritó desde el vestíbulo el gordo conductor de la ambulancia.

Yo había llamado también al hospital, aunque sabía que Poinsettia estaba muerta.

—¿Cuándo podremos bajarla de ahí y marcharnos?

Aquel individuo no era mi tipo preferido de hombre blanco.

—Por ahora no se puede —respondió Naylor—. Tenemos una investigación en marcha y no voy a permitir que se alteren las pruebas. Quiero que antes tomen fotografías de la habitación.

—Lo que faltaba —suspiró Reedy.

—¡Qué mierda! —exclamó el gordo. Y luego—: De acuerdo, nos vamos. ¿Pero quién firma la factura del viaje?

—No puede cobrarnos a nosotros, no lo hemos llamado.

—¿Y usted, hijo? —me preguntó el conductor de la ambulancia. Parecía tener veintipocos años, unos diez menos que yo.

—Yo no sé nada. Yo sólo he llamado a la policía —mentí.

Era una mentira para calentar los músculos. Me estaba preparando para las verdaderas mentiras que tendría que decir más tarde.

El gordo me miró furioso, pero eso era todo lo que podía hacer.

Cuando el tipo de la ambulancia se fue, me di la vuelta y vi a Poinsettia colgada. Parecía balancearse, y mi estómago comenzó a moverse con ella. Me preparé para marcharme.

Naylor me tocó el brazo y preguntó:

—¿A quién ha dicho que representaba el señor Mofass?

—Mofass, se llama solamente Mofass.

—¿Y a quién representa? —insistió Naylor.

—No lo sé, yo solamente hago la limpieza.

—Ya está bien, Quint —intervino Reedy.

Había sacado un pañuelo y se cubría la boca y la nariz. Aquello me pareció una buena idea, y yo también cogí el mío.

Reedy era el más viejo de los dos, y pasaba de los cincuenta. Naylor era joven, aproximadamente de la edad del conductor de la ambulancia. Era probable que hubiera sido suboficial en Corea. Conseguimos muchas cosas gracias a esa guerra. Integración, el rango de suboficial para algunos soldados de color, y un montón de muchachos muertos.

—Hay algo que no me convence, Andy —dijo Naylor—. Vamos a investigar un poco más, ¿de acuerdo?

—¿Y a quién le importa esta chica, Quint?

—Me importa a mí —respondió el joven policía.

Me sentí orgulloso. Era la primera vez que veía a policías blancos y negros trabajar juntos y tratarse de igual a igual. Aquellos dos realmente trabajaban a la par.

—¿Me necesitan para algo más? —pregunté.

—No, señor Rawlins —suspiró Reedy—. Déjenos su dirección y su número de teléfono y si necesitamos tomarle declaración lo llamaremos.

Le di mi dirección y mi teléfono. Los anotó en una libreta encuadernada en cuero que llevaba en el bolsillo.

Bajé y le conté a la señora Trajillo todo lo que habían dicho y hecho los policías. Aquella mujer no solamente era una alarma antirrobo, sino también el periódico del barrio.