—Bonito lugar, Hollywood —decía el agente especial Craxton mientras bebía a sorbitos un vaso de Seven Up.

Yo hacía durar mi zumo de naranja con vodka. Habíamos ido a un pequeño bar llamado Adolf's, en Sunset Boulevard, cerca de La Cienega. Adolf' s era un bar antiguo, muy frecuentado desde antes de la guerra, y por eso había mantenido aquel nombre tan poco popular.

Cuando llegamos a la puerta, un hombre de chaqueta roja y sombrero de copa nos había impedido el paso.

—¿En qué puedo servirlos, caballeros?

—Hágase a un lado —respondió Craxton.

—Puede que usted no lo entienda, señor —replicó el portero, alzando la mano en un gesto indeciso—. Éste es un lugar selecto y no todos pueden entrar.

Mientras decía esto, me miraba directamente a la cara.

—Oiga, amigo. —Crafton se cogió la solapa izquierda y enseñó la insignia del FBI que llevaba sujeta en el interior de la chaqueta—. Nos abre ahora mismo la puerta o se la haré cerrar para siempre.

Después de aquello, se acercó el gerente y nos llevó a una mesa cerca del pianista. También nos ofreció comida y bebida por cuenta de la casa, que Craxton rechazó. Nadie volvió a molestarnos. Recuerdo que pensé que aquellos tipos blancos eran tan temerosos de la ley como los negros. Claro está que yo siempre había sabido que no había ninguna verdadera diferencia entre las razas, pero aun así era agradable ver un ejemplo de esa igualdad.

Pensaba en eso y en cómo me había salvado súbitamente de la cámara de gas. Porque estaba seguro de que habría matado al inspector Lawrence si el feo individuo que tenía ante mí no me hubiera estrechado la mano.

—¿Qué sabe del comunismo, señor Rawlins? —preguntó Craxton, con el tono de un maestro de escuela.

Me estaba examinando.

—Me llamo Easy; todos me conocen por ese nombre.

Hizo un gesto de asentimiento y yo continué:

—Yo lo veo así: los rojos son un poco peores que los nazis, a menos que uno sea judío. Para un judío no hay nada peor que un nazi.

Dije eso porque era lo que el hombre del FBI deseaba escuchar. Mis sentimientos eran en realidad mucho más complejos. Durante la guerra los rusos fueron nuestros aliados, nuestros mejores amigos. Paul Robeson, el gran cantante y actor negro, había actuado en toda Rusia, e incluso había vivido allí un tiempo. El mismo Joseph Stalin lo había invitado al Kremlin. Pero cuando la guerra terminó volvimos a ser enemigos. Robeson vio destruida su carrera y se marchó de los Estados Unidos.

Yo no entendía cómo se podía ser hoy amigo de alguien y enemigo al día siguiente. Ni comprendía por qué un hombre como Robeson renunciaba a una brillante carrera por algo como la política.

El agente Craxton hizo que sí con la cabeza y se golpeteó el pómulo con un peludo dedo índice cuando respondí a su pregunta.

—Hay muchísimos judíos que, además, son comunistas. Marx, el abuelo de todos los rojos, era judío —dijo.

—Me imagino que, entre los judíos, los hay de todo tipo, como entre las demás personas.

Craxton volvió a asentir, pero yo no estaba muy seguro de que estuviera de acuerdo conmigo.

—En lo que ha acertado es en la maldad de los rojos. Quieren apoderarse del mundo y esclavizarlo. A diferencia de nosotros, los americanos, ellos no creen en la libertad. Los rusos han sido siervos durante tanto tiempo que ven el mundo desde la perspectiva de las cadenas.

Se me ocurrió que aquella charla era muy extraña; un hombre blanco dándome lecciones acerca de la esclavitud.

—Sí, me imagino que alguna gente aprende a amar sus cadenas.

Craxton me obsequió con una sonrisa fugaz. Por un instante, un relámpago de admiración iluminó sus ojos pardos.

—Sabía que nos entenderíamos, Easy —dijo—. En cuanto consulté sus antecedentes en los archivos de la policía supe que usted era el hombre que necesitábamos.

—¿Y qué clase de hombre es ése?

El pianista tocaba «Dos soñadores» en un tono alto y un ritmo rápido.

—Un hombre que desea servir a su país, que sabe lo que es pelear y arriesgarse. Un hombre que no se entrega a ninguna potencia extranjera diciendo que lo que ellos ofrecen es mejor.

Tuve la impresión de que Craxton no veía al hombre que estaba sentado frente a él, pero como yo había visto fotografías de Leavenworth en la revista Life, fingí ser el hombre que él describía.

—Chaim Wenzler —dijo Craxton.

—¿Quién?

—Es uno de esos judíos comunistas. Un sindicalista. Dice ser un «trabajador», pero lo que hace es forjar cadenas. Ha estado organizando sindicatos en toda la zona, desde Alameda County hasta Champion Aircraft. Usted conoce bien Champion, ¿verdad, Easy?

Mi último trabajo verdadero había sido en Champion.

—Trabajé allí en producción —respondí—. Hace ya cinco años.

—Lo sé —dijo Craxton, y sacó una carpeta del bolsillo de la chaqueta. La carpeta estaba sucia, arrugada y doblada en dos. La desplegó y la alisó frente a mí. Arriba de todo, en grandes mayúsculas rojas, decía: «Departamento de Policía de Los Angeles. Ciudadano bajo investigación especial». Y un poco más abajo: «Ezekiel P. Rawlins, alias Easy Rawlins».

—Aquí está todo lo que necesitamos saber, Easy. Su historial de guerra y sus antecedentes penales y laborales. En 1949 un detective de la policía envió una carta diciendo que sospechaba que usted había estado involucrado en una serie de homicidios el año antes. Después, en 1950, cambia de política y ayuda a la policía a encontrar a un violador que actuaba dentro de la comunidad de Watts.

»Yo estaba buscando un negro que trabajara para nosotros. Alguien que quizá estaba en dificultades, pero no muy graves, nada que nosotros no pudiéramos solucionar si el hombre en cuestión mostraba un poco de iniciativa, y también de patriotismo. Y entonces Clyde Wadsworth nos habló de usted.

—¿Quién?

—Wadsworth, el jefe de Lawrence. Hace unas semanas Clyde autorizó una petición solicitando el expediente de usted. Él conocía el barrio donde usted vive y me llamó. Afortunadamente para todos.

Le dio unos golpecitos a la carpeta con una uña limpia y bien arreglada.

—Necesitamos que se relacione con Wenzler, Easy. Tenemos que saber si por la mañana pone primero la pierna izquierda o la derecha en los pantalones.

—Pero si el FBI, con todos sus recursos, no puede vigilar a ese hombre, ¿cómo cree que podré hacerlo yo?

—Se trata de un judío taimado. Sabemos que está metido hasta el cuello en algo malo, pero no podemos hacer nada. Wenzler nunca se implica en el lugar donde está montando su organización. Él encuentra a su chico inocente y lo educa hasta convertirlo en su portavoz. Eso fue lo que hizo con Andre Lavender. ¿Lo conoce?

Craxton me miró a los ojos, esperando mi respuesta.

Yo recordaba a Andre. Era un tipo grueso y de apariencia descuidada. Pero a pesar de su volumen tenía la energía de diez hombres. Estaba siempre urdiendo algún plan para hacerse rico rápidamente. En una época vendió bistecs congelados y posteriormente probó suerte con la construcción. Andre era un buen hombre, pero demasiado inquieto. Dólar que ganaba, dólar que gastaba.

«Los hombres ricos e importantes tienen que gastar dinero, Easy», me dijo en una ocasión; aquella vez conducía un Cadillac alquilado, y entregaba a domicilio los pedidos de filetes congelados.

—No, no lo recuerdo.

—Bueno, quizá cuando usted estaba en Champion él no era tan gritón, pero ahora es un sindicalista. El chico de Chaim Wenzler.

Craxton se sentó cómodamente en su silla y me miró un instante como si estuviera tasándome. Puso la mano abierta sobre mi expediente, como si jurara sobre un texto sagrado. Después se inclinó y me habló en voz muy baja:

—Easy, usted tiene que saber que el Bureau es, en más un sentido, una última línea de defensa. En estos tiempos tenemos toda clase de enemigos. Los tenemos en todo el mundo; en Europa, en Asia, en todas partes. Pero los peores, los que tenemos que vigilar sin descanso, son los que están entre nosotros. Gente que, en su fuero íntimo, no son americanos. No, no son americanos de verdad.

Se quedó ensimismado. La perplejidad se me debió de notar en el rostro, porque añadió:

—Y tenemos que parar a esa gente. Tenemos que hacer que el Congreso se ocupe de ellos, hay que llevarlos a los tribunales. Por eso, si tengo que pasar por alto un delito menor —hizo una pausa y me miró fijamente de nuevo—, como un pequeño fraude al fisco, lo haré, con tal de conseguir que se haga el trabajo más importante.

—Escuche bien lo que voy a decirle, señor Craxton —dije—. Con lo de Hacienda me tiene usted agarrado por los cojones, y voy a hacer lo que me pida. Pero vaya de una vez al grano, ¿quiere? Ya me ha puesto bastante nervioso con tanta charla y el expediente y toda esa mierda.

—Está bien —dijo, y respiró hondo—. Chaim Wenzler ha estado organizando a la gente por medio de los sindicatos. Lo que les hace creer sobre este país es mentira, y sus ideas son antipatrióticas. Y hay algo más, pero no puedo decirle qué es porque no hemos conseguido poner a ningún agente lo bastante cerca de él como para descubrir qué está tramando.

—¿Y por qué no lo mete en la cárcel? ¿No puede?

—No queremos su persona, Easy, sino lo que él representa. Tenemos que saber con quiénes trabaja. Eso es lo que nos interesa.

—¿Y no puede hacerlo hablar? —Yo estaba muy al tanto del poder de persuasión de la ley.

—No, a este hombre no. —Había una nota de admiración en el tono de Craxton—. Para nosotros es muy importante averiguar sin que él se entere con qué gente trabaja. Wenzler es un mal bicho, pero cuando uno da con alguien como él, sabe que detrás hay una trama de corrupción verdaderamente seria.

—Ajá —asentí, tratando de que mi expresión le dijera que lo apoyaba en todo—. Pero ¿para qué me necesita si sabe que ese tipo es el centro del problema? ¿Qué podría hacer yo?

—Wenzler es un pez chico. Es un fanático que piensa que los Estados Unidos no son un país libre y que los rojos sí lo son. Él, como individuo, no es nadie, sólo un descontento movido por el interés personal. Pero esa clase de hombres son justamente los más fáciles de embaucar para que causen los peores daños.

—Pero yo ni siquiera conozco a ese tipo, ¿cómo pretende que lo siga de cerca?

—Wenzler trabaja en las iglesias de los negros. Suponemos que allí hace sus contactos.

—¿Ah, sí?

—En la actualidad trabaja en tres lugares. Uno de ellos es la Primera Iglesia Baptista Africana y Escuela de Día. Está en su barrio. Seguro que usted conoce a algunos de sus fieles.

—¿Y qué hace Wenzler en la iglesia?

—Beneficencia —dijo con una mueca irónica el agente Craxton—. Pero eso no es más que una tapadera. Está buscando a otros como él, gente convencida de que este país ha sido injusto con ellos. Eso es lo que él piensa, y no se fía de nadie. Pero la cuestión es que confiará en usted. Tiene debilidad por los negros.

En ese instante decidí que yo no me fiaría del agente Craxton.

—Sigo sin ver por qué me necesita. Si el FBI quiere acusarlo de algo, ¿por qué no se inventan el delito? —Yo hablaba en serio.

El agente Craxton comprendió lo que quería decirle y se rió. Sonó como la tos de un asmático.

—Easy, ¿ha observado que no tengo compañero?

Hice que sí con la cabeza.

—Aquí no hay ningún delito, señor Rawlins. No estamos tratando de encarcelar a alguien por defraudar a Hacienda. Lo que intentamos es arrojar un poco de luz sobre las actividades de un grupo de personas que utilizan la libertad que les damos para destruir aquello en lo que creemos.

Me pregunté si el agente Craxton tendría ambiciones políticas.

—Wenzler no ha cometido ningún delito que nos permita detenerlo. Ningún delito del que nosotros estemos enterados, en todo caso. Pero si usted se relaciona con él, quizá descubra alguna cosa. Y nosotros tendríamos entonces un motivo concreto para llevarlo ante los tribunales. Usted podría ser nuestro instrumento para acabar con él.

—Ajá —gruñí—. Pero ¿qué quiere decir con eso de que no tiene compañero?

—Soy un agente especial, Easy. No me limito a buscar pruebas. Otros agentes se dedican a resolver casos, a descubrir delitos. Mi trabajo consiste en evitar los daños, en prevenir los delitos antes de que sean cometidos.

—De acuerdo. Pero ahora dejemos esto claro. ¿Usted quiere que yo conozca a ese tal Wenzler, que me gane su confianza para poder investigar si es un espía?

—Sí, Easy. Y después de que averigüe todo lo que pueda, le dejaremos que pague sus impuestos y vuelva a casa.

—¿Y si no averiguo nada que le pueda ser útil? ¿Qué pasa si ese tipo se queja mucho pero en verdad no hace nada?

—Usted vendrá a verme y me dará toda la información. Una vez por semana. Yo sabré cómo interpretarla. Y cuando termine con esto, Hacienda le dejará en paz.

—Lo que dice suena muy bien, pero antes hay algo que tengo que saber.

—¿De qué se trata?

—Usted ha mencionado a mi gente cuando me ha contado lo de la conspiración. Si quiere saber lo que pienso, creo que se trata de un malentendido. Usted sabe que yo vivo allí y jamás he oído nada de una conspiración comunista, ni de nada remotamente parecido.

Craxton se limitó a sonreír.

—Claro que si usted quiere creer que la hay —continué—, supongo que está en su derecho. Pero no puede hacer que yo persiga a mi propia gente. Quiero decir que si esos tipos han violado la ley, como ha dicho usted, no me importará ayudarle a capturarlos, pero no quiero perjudicar a la gente de la Primera Iglesia Baptista Africana sólo porque organicen cuestaciones con fines benéficos.

—En eso estamos completamente de acuerdo, Easy —respondió Craxton—. Sólo me interesa el judío y lo que él esté tramando. Usted ni siquiera se dará cuenta de que yo ando por allí.

—¿Y qué pasa con ese otro tipo, con Lavender?

—¿Se acuerda de él?

—No.

—Tenemos que encontrar a Lavender. Ha trabajado en estrecho contacto con Wenzler. Estoy seguro de que si pudiéramos detenerlo, nos ayudaría en la investigación.

—Habla como si hubiera desaparecido.

—Dejó su puesto en Champion hace tres semanas y desde entonces nadie lo ha visto. Le agradeceríamos que nos echara una mano con él, Easy. Si encontrara a Lavender, su deuda con el fisco estaría poco menos que saldada.

—¿Usted quiere hablar con él?

—Así es. —Craxton estaba tan inclinado sobre la mesa que habría podido mirarse en mis ojos.

Yo sabía que me estaba mintiendo, pero necesitaba a aquel hombre, de modo que le dije «De acuerdo», y nos dimos la mano.

El zumo de naranja que acompañaba mi vodka era de bote y me dejaba un regusto metálico y amargo en la boca, pero de todos modos me lo bebí. Era lo que me merecía, e imagino que también me merecía un tipo como Craxton.