Cuando se marcharon me senté junto al teléfono. Eran las tres menos cinco. Puede que todo hubiera ido bien si Lawrence me hubiera llamado a la hora que dijo, pero pasó media hora, y luego una, y yo seguía esperando. En ese tiempo medité acerca de todo lo que iba a perder: mis propiedades, mi dinero, mi libertad. Y recordé la soltura con que me había llamado «hijo». En aquellos días los blancos todavía daban por supuesto que un negro era poco más que un niño.
Eran bastante más de las cuatro cuando Lawrence llamó.
—¿Rawlins?
—Sí.
—Quiero que venga a mi despacho esta tarde a las seis y media. Ya he dicho en recepción que le dejen pasar.
—¿Esta tarde? Pero, hombre, no podré llevarle todos los papeles que me ha pedido.
Perdía el tiempo, porque Lawrence ya había colgado.
Fui al garaje a buscar mi caja de papeles. Había pagado impuestos sobre el salario que me pagaba a mí mismo por medio de Mofass, pero no por el dinero robado, porque en 1948 aún estaba «caliente», y después continuaba siendo dinero negro. Las ganancias de los alquileres las había invertido en su mayor parte en otras propiedades. Era más fácil dejar correr el dinero sin comunicarle al gobierno mis ingresos.
Me dirigí luego a ver a Mofass. Tenía pocas alternativas, y ninguna parecía demasiado buena.
Mientras conducía, oí dentro de mi cabeza una voz que me decía: «Ese hijo de puta no tiene derecho a joder así las cosas. No tiene ningún derecho».
No le hice caso. Apreté un poco más el volante y me concentré en el camino.
—Esto no tiene buena pinta, señor Rawlins —dijo Mofass, parapetado como siempre detrás de su grueso cigarro.
—¿Y qué pasa si hacemos lo que usted dijo, si pongo las escrituras a nombre de otro y con una fecha anterior? —pregunté.
Estábamos sentados en su despacho, envueltos en una nube de humo de tabaco.
—Usted mismo dijo que no hay nadie lo bastante rico como para que Hacienda se lo crea.
—¿Y usted?
Mofass me miró con recelo y se echó hacia atrás en su silla giratoria.
Me miró durante un largo minuto antes de hacer un gesto de rechazo y decir que no.
—Por favor, Mofass. Si no lo hacemos me enviarán a la cárcel.
—Lo siento por usted, señor Rawlins, pero tengo que decirle que no. No porque no me preocupe lo que le sucede, pero esto es un negocio. Y cuando se es un hombre de negocios, no se pueden hacer ciertas cosas. Mírelo desde mi punto de vista. Yo trabajo para usted, cobro sus alquileres y me ocupo de resolver todos los problemas. Y ahora, de repente, usted quiere ponerlo todo a mi nombre. Yo seré el dueño —dijo, señalándose el pecho con todos sus dedos—, pero usted se quedará con el dinero.
—John Mackenzie hizo lo mismo con Odell Jones.
—Por lo que usted me ha dicho, a Odell le gustan mucho las copas gratis. Pero yo soy un hombre de negocios, y usted no puede fiarse de mí.
—¡Ya lo creo que puedo!
—Mire usted. —Mofass abrió los ojos e infló los carrillos; parecía una gran carpa de color pardo—, si sospechara que yo estaba haciendo algo raro con su dinero, me pediría cuentas de inmediato. Si me pidiera cuentas ahora, estaría muy bien, porque tenemos una relación como manda la ley. Pero si todo lo que es de usted de repente pasara a ser mío, ya no podría confiar en mí. ¿Qué pasaría si un buen día yo decidiera que me merecía un porcentaje más grande y usted me dijera que no? Ante los tribunales sus propiedades serían mías.
—Hombre, no podríamos ir a los tribunales después de haber falsificado las escrituras.
—De eso se trata, señor Rawlins. Si yo ahora le digo que sí, nosotros mismos somos el único tribunal de apelaciones que tenemos. No somos parientes, solamente socios en un negocio. Y le puedo asegurar —hablaba apuntándome con el puro— que no hay odio más grande que el que se siente por un socio que nos engaña.
Mofass volvió a apoyarse en el respaldo de la silla y supe que me había rechazado.
—De modo que ésa es su respuesta.
—Señor Rawlins, usted aún no ha intentado mentir. Vaya con todos sus papeles, mienta, y a ver qué puede conseguir.
—Ese hombre está hablando de llevarme a los tribunales, Mofass.
—Siempre hacen lo mismo, tratan de meterle el miedo en el cuerpo. Vaya con sus certificaciones de ingresos y pregúntele de dónde piensa que ha sacado usted el dinero que se necesita para comprar todos esos apartamentos. Hágase el pobre. A los blancos les encanta pensar que uno no vale nada.
«Y si eso no funciona, mata a ese hijo de puta», dijo una voz ronca en mi cabeza.
Intenté librarme del pesimismo que me provocaba aquella voz. Había pensado ir directamente a la delegación de Hacienda, pero en cambio me dirigí a casa y saqué mi revólver del armario. Lo limpié, lo engrasé y lo cargué. Sentí miedo, porque por lo general llevaba mi calibre 25 para ir más seguro por la vida, pero el 38 era un arma asesina. No dejaba de pensar en aquel torpe hombre blanco, y en que tenía una familia y una casa a la que regresar cuando terminaba su trabajo. Pero a él lo único que le importaba era que le cuadraran los números en un expediente.
—Ese hombre representa al Estado —me dije para convencerme de que era una tontería ir armado.
—Quiere robarte —respondió la voz—, y tendrá que demostrar que puede hacerlo.
La puerta de entrada del edificio del gobierno estaba cerrada, y el vestíbulo a oscuras, pero un hombrecillo negro acudió a mi llamada. Vestía un mono gris con peto y camisa a cuadros. Me pregunté si él también era propietario.
—¿Usted es el señor Rawlins? —me preguntó.
—Sí, soy yo —respondí.
—Entonces puede subir.
Me encontraba en un estado tal que sólo oía el martillear de la sangre en mi cabeza. Ruidoso e insistente. Insistía en que quería más sangre, la sangre del inspector de Hacienda. Yo le diría a aquel hombre cuánto ganaba, y él se lo iba a creer, o le mataría. Si me querían en la cárcel, al menos que fuera por una buena razón.
Quizá lo hubiera matado.
Y puede que también hubiera matado al negro del mono, no lo sé. En ocasiones me exalto demasiado. Cuando la tensión nerviosa me vence, aparece la voz. Durante la guerra me salvó la vida en más de una ocasión. Pero aquéllos eran tiempos difíciles, y las decisiones —a vida o muerte—, muy sencillas.
Quizá habría ido en un plan menos duro si él me hubiera tratado con el mismo respeto que a otros. Pero yo no soy el «hijo» de ningún blanco.
Mientras me acercaba a la puerta le quité el seguro al revólver. Cuando la abrí oí voces y me sorprendió ver a otra persona sentada con el inspector. El dedo se me engarfió en el gatillo. Recuerdo que me inquietó la posibilidad de pegarme un tiro en el pie.
—Ya está aquí —dijo Lawrence.
Nunca había visto a nadie sentado con tan poco garbo. Se inclinaba hacia un costado, cogido al brazo del sillón para no caerse al suelo. El hombre que estaba sentado frente a él se puso de pie. Era más bajo que Lawrence y que yo, quizá un metro setenta y siete centímetros, delgado pero fuerte. De tez muy blanca, pelo castaño y espeso y manos velludas. Esto último lo observé porque se acercó y me dio la mano. Yo tuve que soltar la pistola en mi bolsillo, y por esa sola razón no disparé contra Reginald Lawrence.
—Señor Rawlins —dijo el hombre delgado y nervudo—, me han hablado mucho de usted, y me alegro de conocerlo.
—Sí, señor —respondí.
—¡Craxton! —dijo a voz en cuello—. Agente especial Darryl T. Craxton, del FBI.
—Mucho gusto.
—El agente Craxton quiere hablar con usted, señor Rawlins —dijo Lawrence.
Al soltar la pistola había perdido definitivamente la ocasión de asesinarlos.
—Tengo aquí los papeles que usted me había pedido —dije.
—Olvídese de eso. —Craxton rechazó con un gesto la caja de zapatos que yo llevaba bajo el brazo—. Quiero pedirle que haga algo por la patria. A usted le gusta luchar por su país, ¿no es verdad, Ezekiel?
—Cuando era mi deber, lo hice.
—Sí. —La sonrisa de Craxton reveló unos dientes torcidos, separados por grandes espacios. Pero parecían fuertes, como esos tocones marrones y blancos que sólo se pueden arrancar dinamitándolos—. El señor Lawrence y yo hemos hablado de su caso. Desde hace tiempo estoy buscando a alguien para que me ayude en una misión, y de todos los que he visto, usted es el mejor candidato.
—¿Qué clase de misión?
Craxton volvió a sonreír.
—El señor Lawrence me ha dicho que en los últimos años olvidó pagar algunos impuestos.
—Este hombre es sospechoso de defraudar al fisco —le interrumpió Lawrence—. Eso es lo que yo he dicho.
—El señor Rawlins es un héroe de guerra —respondió Craxton—. Ama a este país y odia a nuestros enemigos. Señor Lawrence, un hombre así no elude sus responsabilidades. Yo pienso que sólo ha cometido un error.
Lawrence sacó un pañuelo blanco y se lo llevó a los labios.
—Yo podría arreglarlo todo para que usted pagara a plazos los impuestos que adeuda. Lo único que necesito es un poco de ayuda. No. No. No soy yo, es su país quien necesita una pequeña ayuda.
Sus palabras hicieron que Lawrence se enderezara en su silla.
—Yo pensaba que usted solamente quería hablar con él —dijo.
Me apresuré a intervenir en la conversación antes de que Lawrence pudiera decir nada más.
—Yo estoy siempre dispuesto a cumplir con mis deberes de ciudadano, señor Craxton. Y por esa razón me encuentro aquí a estas horas de la tarde. Quiero demostrarle que soy un buen ciudadano.
Yo también sabía cuándo debía portarme bien; en eso LaMarque no me llevaba ninguna ventaja.
—¿Lo ve, señor Lawrence? El señor Rawlins está impaciente por ayudarnos. No hay razón para que usted continúe con la investigación. Le diré qué haremos. El señor Rawlins y yo nos ocuparemos de nuestra tarea. Después yo vendré y me ocuparé de que transfieran su expediente a Washington. De esta forma usted no tendrá que preocuparse por la liquidación del señor Rawlins.
—Agente Craxton, ése es un procedimiento muy irregular —protestó el inspector de Hacienda.
Craxton se limitó a sonreír.
—Tendré que hablar con mi jefe —continuó Lawrence.
—Señor Lawrence, haga lo que le parezca oportuno —respondió Craxton sin dejar de sonreír—. Yo comprendo que un hombre tiene que cumplir con su trabajo, tiene que hacer lo que considera correcto. Si todos proceden de esa manera, este país será el mejor de la tierra.
La cara del señor Lawrence se puso de un rojo subido. Mi corazón latía veloz como un pájaro en vuelo.