Lo primero que hice después de dejar al inspector de Hacienda fue buscar un teléfono. Llamé a Mofass y le dije que mandara a alguien al apartamento vacío de la calle Sesenta y cuatro y lo dejara listo para recibir a dos inquilinos. Después llamé a Alfred Bontemps a casa de su madre.
—¿Sí? —respondió ella con voz suave.
—¿Señora Bontemps?
—Easy Rawlins, ¿es usted?
—Ajá, sí. ¿Cómo van las cosas, señora?
—Bien, muy bien —respondió, y había gratitud en su voz—. Ya sabe, Alfred ha vuelto a casa gracias a usted.
—Sí, lo sé. Fui a verlo y lo convencí. Me di cuenta de que usted lo echaba muchísimo de menos.
Alfred, el hijo de la señora Bontemps, le había robado trescientos dólares a Slydell, un corredor de apuestas del barrio, y había huido a Compton porque temía que Slydell quisiera verle muerto, lo que efectivamente sucedió. Alfred había robado el dinero porque su madre estaba enferma y necesitaba un médico. Slydell me contrató para buscar al chico y recuperar su dinero. Yo fui derecho a casa de la señora Bontemps y le dije que si no me daba la dirección de Alfred, Slydell lo mataría.
Y ella me la dio, después de que le conté que el apostador le había arrancado la oreja a un hombre que le había robado los tapacubos del coche.
—¡Pero usted trabaja para ese hombre! —protestó, con lágrimas en los ojos.
—Esto es sólo un negocio, señora. Si consigo lo que Slydell quiere, quizá sea posible llegar a un acuerdo con él.
Estaba tan asustada que me dio la dirección. Así es como el amor de las mujeres ha matado a muchos hombres.
Encontré a Alfred, lo metí en el asiento trasero de mi Ford y lo llevé a un hotel de Grand Street, en Los Angeles. Después fui al despacho del corredor de apuestas, en la trastienda de una barbería de Avalon.
Le di a Slydell los cuarenta y dos dólares que le quedaban a Alfred y le dije:
—Alfred te pagará quince dólares al mes hasta saldar la deuda, Slydell.
—¡Una mierda me los pagará!
Yo no pensaba dejar que matara al chico, después del trabajo que me había costado encontrarlo, de modo que saqué la pistola y apreté la boca del cañón contra los dientes recubiertos por coronas plateadas del corredor de apuestas.
—Te prometí que te traería tu dinero, hombre. Sabes que si Alfred está muerto no te podrá pagar.
—No puedo permitir que ese chico me robe impunemente. Tengo que mantener mi reputación, Easy.
Slydell sólo era duro con los hombres que se acobardaban ante sus amenazas. Y él sabía que yo no era de ésos.
—Entonces tendrás que elegir: o él, o tú —dije—. Sabes muy bien que yo no veo con buenos ojos que asesinen a chicos de esa edad.
Llegamos a un acuerdo sin derramamiento de sangre. Alfred consiguió un trabajo en Parques y Jardines, le pagó a Slydell, y puso a su madre en su seguro médico.
Y después de aquello la señora Bontemps me consideró su hijo adoptivo.
—¿Piensa casarse algún día, Easy? —preguntó.
—Si encuentro a alguien que me quiera…
—Usted es un buen partido, muchacho —dijo—, sé de muchas buenas mujeres que darían por usted un ojo de la cara.
Pero por el momento yo sólo estaba interesado en Alfred. Era un jovencito endeble y huidizo, que hacía muy poco había dejado atrás la adolescencia. El chico pensaba que tenía una deuda de honor conmigo por haberlo defendido de Slydell. Y supongo que además lo había hecho feliz poder regresar junto a su madre.
—¿Puedo hablar con Alfred, señora?
—Claro que sí, Easy. ¿Y por qué no viene una de estas noches a cenar con nosotros?
—Con mucho gusto, señora Bontemps.
Alfred se puso al teléfono un momento después.
—¿Sí, señor Rawlins?
—Presta atención, Alfred. Tengo que hacer una mudanza hoy mismo y necesito a alguien que me ayude, y que después no se vaya de la lengua.
—Cuente conmigo, señor Raw… Easy. ¿Cuándo quiere que vaya?
—¿Conoces mi casa de la calle 116?
—No, la verdad es que no.
Le di la dirección y le pedí que estuviera allí a la una y media.
—Pero antes vas al despacho de Mofass y le dices que harás la mudanza en su camión —terminé.
Mientras hablaba por teléfono, no cesaba de atormentarme la idea de que el gobierno me iba a privar de mi dinero y de mi libertad. No dejé que evolucionara hasta llegar a ser un verdadero pensamiento. Tenía miedo de lo que pudiera suceder si lo hacía.
Así que después de mis conversaciones telefónicas me fui al Targets Bar. Todavía era temprano, pero necesitaba un poco de alcohol y de sosiego.
John McKenzie era el barman de Targets, y el cocinero y el matón. Aunque su nombre no figuraba en la escritura, también era el propietario. Antes tenía una taberna clandestina cerca de Watts, pero la policía acabó por cerrarla. Un comisario honrado se hizo cargo de la comisaría del barrio, y a causa de las diferencias entre los policías honrados y los honrados empresarios negros, acabó por poner fuera de circulación a nuestros mejores hombres de negocios.
John no podía obtener una licencia para vender bebidas alcohólicas porque había sido contrabandista de licores en su juventud, de modo que buscó una tienda vacía y la decoró con un entarimado de caoba y dieciocho mesas redondas de madera de arce. Después le dio nueve mil dólares a Odell Jones, que con ellos pagó al banco la entrada del local. Pero el bar era de John. Él lo atendía, ganaba su dinero y pagaba la hipoteca. Odell, en pago por sus servicios, podía venir cuando lo deseaba, y beber todo lo que le apetecía.
Fue John quien me dio la idea de comprar mis edificios por medio de una sociedad anónima ficticia.
Odell trabajaba en la escuela de día de la Primera Iglesia Baptista Africana, que quedaba en la misma manzana del bar. Era el guardián.
Aquel día Odell estaba en la mesa que tenía reservada. Comía su habitual bocadillo de huevos con jamón antes de volver al trabajo. John estaba en el fondo, acodado en la barra y meditando sobre los viejos tiempos, cuando era un hombre importante.
—Easy.
—Buenos días, John.
Nos dimos la mano.
La cara de John parecía tallada en ébano. Era alto y recio; no había en él ni un gramo de grasa. Era el tipo de hombre que puede llevar un bar o una taberna clandestina, porque la violencia era algo natural en él, pero John prefería tomarse las cosas con calma.
Puso una copa frente a mí y me tocó la mano. Cuando lo miré a los oscuros ojos, dijo:
—Hoy ha venido Mouse, Easy.
—¿Ah, sí?
—Primero ha preguntado por EttaMae, y como nadie le ha dicho nada, ha preguntado por ti.
—¿Y qué quería saber?
—Dónde estabas y con quién. Ese tipo de cosas. Mouse estaba con Rita Cook. Han ido a casa de ella a hacer la siesta.
—¿Sí?
—He pensado que tal vez te interesaba saber que tu viejo amigo había estado aquí, Easy.
—Te lo agradezco, John —dije—, y hablando de otra cosa…
—¿Sí? —Me miró con la misma expresión aburrida que tenía para los parroquianos que pedían whisky o para un asaltante que exigía el dinero de la caja.
—Alguna gente ha estado hablando de las casas que compré hace tiempo.
—Ajá.
—¿Has hablado con alguien de los documentos que hicimos?
Al principio movió los hombros como si fuera a darse la vuelta sin decir nada, pero luego se irguió y dijo:
—Easy, si quisiera acabar contigo, te pondría algo en la bebida. O le pagaría a uno de esos negros de allí para que te cortara el cuello. Pero tú sabes muy bien que no es ése el caso, ¿verdad?
—Lo sé, John, lo sé, pero tenía que preguntártelo.
Nos dimos de nuevo la mano, todavía amigos, y yo me retiré de la barra.
Me acerqué a saludar a Odell. Hicimos planes para vernos dos días después. Yo me sentía como si estuviera de nuevo en la guerra. En aquellos días me encontraba con alguien y hacíamos planes para unas pocas horas después, pero a mí siempre me quedaba la duda de si aún estaría vivo cuando llegara el momento de acudir a la cita.
—Hola, Easy —me saludó Etta con voz tranquila cuando llegué a la puerta. Habían vuelto a plantar las patatas y los macizos de flores estaban arreglados. La casa olía como nunca a limpio, y yo me sentí tan, tan triste que por poco me echo a llorar.
—¡Hola, tío Easy! —chilló LaMarque.
Estaba saltando en mi sofá arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez, como un demente o como un niño.
—Mouse ha ido hoy al bar de John McKenzie. Te estaba buscando y ha preguntado por mí —le informé a Etta.
—Si es así, mañana vendrá por aquí, pero nosotros ya nos habremos marchado.
—¿Y cómo sabes que no está ahora mismo en camino?
—¿No has dicho que ha estado hoy en el bar de John McKenzie?
—Sí.
—Pues si es así, o estaba con una chica, o buscaba un ligue.
No dije nada, y Etta continuó:
—Raymond siempre se moja la cosita cuando va a un lugar nuevo. Vendrá mañana, después de que se lo haya hecho con alguna.
Me avergonzaba oírla hablar de aquella manera y miré a mi alrededor buscando a LaMarque. Pero había algo en el atrevido lenguaje de Etta que también me excitaba. No quería sentir nada por la mujer de Mouse, pero todo iba tan mal en mi vida que comenzaba a desear un poco de marcha.
Por suerte Alfred llegó en ese momento. Era un joven menudo, apenas más grande que uno de esos chiquillos vagabundos que se ven por las calles, pero trabajaba duro. Juntos llevamos al camión las maletas de Etta y una cama que yo tenía en el garaje. Cargamos también un sillón y una mesa de mi almacén de muebles abandonados.
Etta se mostró un poco más amable antes de marcharse.
—¿Vendrás a vernos, Easy? —me preguntó—. Le caes muy bien a LaMarque.
—Iré en cuanto consiga quitarme al tipo de Hacienda de encima, Etta. No creo que tarde más de un par de días, a lo sumo tres.
—Dile a Raymond que no quiero verlo, y que te he prohibido que le dieras mi dirección.
—¿Y si me apunta con un revólver? ¿Quieres que lo mate?
—Si él saca su revólver, Easy, todos podemos darnos por muertos.