El edificio del gobierno estaba en el centro de la ciudad, en la calle Sexta. Era pequeño, de cuatro pisos, y de ladrillo visto. Desde fuera tenía un aspecto casi acogedor, y muy poco oficial.

Pero apenas se traspasaba la puerta principal, desaparecía toda la amabilidad. En la mesa de recepción estaba sentada una mujer. Llevaba el pelo rubio sujeto en un moño tan tirante que me dolía el cuero cabelludo sólo con mirarla. Vestía un traje de chaqueta muy formal y gafas con montura de pasta negra. Me miró bizqueando, y entrecerraba los ojos como si de verdad le doliera la cabeza.

—¿Puedo ayudarlo, señor? —preguntó.

—Quiero ver a Lawrence —respondí—, al inspector Lawrence.

—¿Del FBI?

—No. Hacienda.

—¿Agencia Tributaria?

—Supongo que ustedes le dan ese nombre. Para mí, quiere decir impuestos, llámele usted como lo llame.

La mujer era cortés, como todos los funcionarios, pero no me rió el chiste.

—Vaya hasta el final del vestíbulo —dijo, y señaló con la mano—, y coja el ascensor hasta el segundo piso. Allí hay una recepcionista que le indicará adónde debe ir.

—Gracias —dije, pero ella ya estaba concentrada en algún importante documento que tenía en el escritorio. Fisgué por encima del pequeño reborde y vi una revista, The Saturday Evening Post.

El despacho del inspector Lawrence estaba muy cerca de la mesa de recepción, en el segundo piso, pero cuando la mujer lo llamó para anunciarme, él le dijo que aún no podía pasar.

—Está revisando su expediente —me informó la gruesa y morena recepcionista.

Me senté en la silla de respaldo recto más incómoda del mundo. La parte baja del respaldo sobresalía más que la de arriba, de modo que mientras estaba allí sentado y miraba a la mujer que se frotaba las manos con una crema rosada, me sentía como si fuera jorobado. La mujer alzó las manos y las miró con el ceño fruncido, y volvió a fruncirlo cuando, por entre los dedos relucientes, vio que yo la miraba.

Me pregunté si se hubiera atrevido a arreglarse las manos delante de un contribuyente blanco.

—¿Rawlins? —se oyó una voz marcial.

Alcé la vista, y me encontré con un individuo blanco y alto, vestido con un traje azul pastel. Era fornido, y sus grandes manos permanecían flojas a los lados. Tenía el pelo castaño, pequeños ojos pardos y estaba bien rasurado, aunque siempre habría una sombra de barba en su mandíbula. Pero, a pesar de su apariencia correcta, el inspector Lawrence tenía algo que le hacía parecer descuidado. A los pocos segundos supe qué era. Las cejas hirsutas y las ojeras le daban un aspecto lamentable, e incluso le hacían parecer un tipo de pocas luces.

Yo estaba acostumbrado a medir rápidamente a la gente. Me gustaba pensar que les llevaba ventaja si conseguía intuir cómo era su vida privada. En el caso del inspector de Hacienda, me figuré que era probable que las cosas no anduvieran muy bien en su casa. Tal vez su mujer lo engañaba, o uno de sus hijos había enfermado la noche antes.

No obstante, al cabo de unos instantes olvidé mis conjeturas. Nunca había conocido a un funcionario del gobierno que reconociera tener vida privada.

—¿Usted es el inspector Lawrence? —le pregunté.

—Sígame —me respondió, tras asentir con un gesto torpe.

Dio la vuelta, evitando mirarme a los ojos, y marchó pasillo abajo. Puede que el inspector Lawrence fuera una maravilla calculando impuestos, pero caminaba fatal; mientras andaba por el pasillo se escoraba hacia uno y otro lado.

Su despacho era pequeño, con una mesa de metal color verde y un archivador haciendo juego. Con todo, tenía una gran ventana, y el mismo sol que entraba en los apartamentos de la calle Magnolia iluminaba ahora la mesa.

Había también una librería sin libros ni papeles, y sobre la mesa sólo se veía un paquete medio vacío de pastillas de regaliz. Tuve el presentimiento de que si golpeaba el archivador con los nudillos, iba a sonar a hueco, como un tambor.

Lawrence ocupó su puesto detrás de la mesa y yo me senté frente a él. Mi silla era de la misma incómoda hechura que la del vestíbulo.

En la pared, a la derecha, habían pegado un arrugado trozo de papel con un «papá te quiero», garrapateado en grandes letras rojas que abarcaban toda la página. Era como si el niño estuviera gritando su amor, dando fe de él. En el alféizar de la ventana había una fotografía en un portarretratos de peltre. Una mujer menuda y pelirroja, de grandes ojos asustados, y un niño, que parecía tener la edad de LaMarque, se encogían de miedo ante la corpulenta y sonriente imagen del hombre que ahora tenía ante mí.

—Bonita familia —dije.

—Hmmm, sí, gracias —musitó—. Supongo que ha recibido mi carta y sabe por qué quería verle. No pude encontrar su domicilio en nuestros archivos, y le escribí a la dirección que encontré en la guía telefónica con la esperanza de que aún viviera allí.

Desde entonces jamás he vuelto a aparecer en la guía telefónica.

—La única dirección que teníamos de usted —siguió Lawrence— era la de la Agencia Inmobiliaria Fetters.

—Bueno, estoy en la misma casa desde hace ocho años.

—De acuerdo, pero, por favor, escriba su dirección actual y su número de teléfono en esta tarjeta. Y también el número de teléfono de su despacho, por si necesitamos llamarle en horas de trabajo.

Sacó de un cajón una tarjeta blanca con renglones, de unos ocho por doce centímetros, y me la tendió. Yo la cogí y la dejé sobre la mesa. No dijo nada y se limitó a mirarme, hasta que por fin preguntó:

—¿Necesita un lápiz?

—Hmmm, sí, me parece que sí. No llevo nada con que escribir.

Cogió del cajón un lápiz corto y sin goma de borrar, me lo dio y esperó hasta que hube escrito la información deseada. La leyó dos o tres veces y después guardó el lápiz y la tarjeta en el cajón.

Yo no quería ser el primero en hablar. Había adoptado la posición de un hombre inocente, y ése es el papel más difícil de interpretar ante un funcionario del gobierno. Y aún más difícil si uno es de verdad inocente. La policía y los burócratas siempre desprecian la inocencia; un hombre inocente les resulta ofensivo.

Pero yo era culpable, así que me quedé sentado contando para mis adentros los dedos del pie derecho mientras los apretaba, uno a uno, contra la suela del zapato. Hacía falta una gran concentración para los dedos del medio.

Cuando el inspector habló, había contado hasta sesenta y cuatro.

—Se encuentra en serias dificultades, hijo.

Que me llamara «hijo» en vez de dirigirse a mí por mi nombre, me hizo regresar al sur de Texas, a los días antes de la Segunda Guerra Mundial; tiempos en los que el menor error en la manera de hablar podía tener consecuencias fatales para un negro.

Pero sonreí lleno de confianza.

—Tiene que haber un error, señor Lawrence. Leí su carta, y mi única propiedad es la casita donde vivo desde 1946; no soy dueño de nada más.

—Eso no es cierto. Sé por fuentes dignas de crédito que en los últimos cinco años usted ha comprado apartamentos en la plaza Sesenta y cuatro, en MacKinley Drive y en la calle Magnolia. El ayuntamiento los subastó por impago de impuestos.

Ni siquiera leía sus notas, recitaba los acontecimientos de mi vida como si se supiera de memoria toda mi historia.

—¿A qué fuentes se refiere?

—A usted no le concierne dónde consigue el gobierno su información —dijo—. Al menos, hasta que este caso vaya a los tribunales.

—¿Los tribunales? ¿Quiere decir que habrá un juicio?

—La evasión de impuestos es un delito grave —respondió, y luego, como si dudara—: ¿Usted comprende la gravedad de los cargos que se le imputan?

—Sí, pero yo no he cometido ningún delito. Yo sólo me ocupo de las reparaciones y hago la limpieza para Mofass.

—¿Para quién?

—Mofass. Trabajo para él.

—¿Puede decirme cómo se escribe ese apellido?

Inventé algo sobre la marcha, y él sacó la tarjeta donde había apuntado mis datos y lo anotó.

—¿Ha traído los documentos que le pedía en mi carta? —me preguntó.

Era evidente que yo no había llevado nada.

—No, señor —respondí—. Pensé que todo era un malentendido y que no valía la pena que los trajera.

—Necesitaré todos los comprobantes de sus pagos a Hacienda de los últimos cinco años. Y también los de todos sus ingresos.

—Bien —dije, sonriendo y odiándome a mí mismo por hacerlo—, eso puede llevarme unos días. En el armario tengo unas cajas de zapatos con papeles, pero puede que los más antiguos estén en el garaje. Cinco años es mucho tiempo.

—Hay gente que habla muy alto acerca de la igualdad y la libertad, pero cuando les toca pagar sus deudas, cantan una canción muy diferente.

—Hombre, yo no canto nada —dije, y hubiera seguido hablando, pero él me interrumpió.

—Dejemos esto bien claro, Rawlins. Yo soy un funcionario del Estado. Mi trabajo es descubrir los fraudes al fisco. No tengo nada personal contra usted. Le he citado aquí porque tengo motivos para pensar que usted ha defraudado a Hacienda. Si estoy en lo cierto, irá a juicio. No es nada personal. Sólo hago mi trabajo.

Yo ya no tenía nada que decir.

Miró el reloj y dijo:

—Hoy y mañana serán para mí dos días de mucho trabajo. Usted estuvo en el ejército, ¿no es así, amigo?

—¿Cómo dice?

Se acarició la barbilla y me miró. Observé que en un nudillo del dedo índice de la mano derecha tenía una pequeña lastimadura en forma de L.

—Lo llamaré esta tarde, a las tres en punto —dijo—. A las tres. Y le diré entonces cuándo podemos reunirnos para revisar todos los comprobantes de sus ingresos. Quiero todas sus declaraciones del impuesto sobre la renta y también los extractos de sus cuentas bancarias. Ahora bien, puede que no nos veamos en el horario habitual de trabajo, porque este mes estoy muy ocupado. Hay un montón de peces gordos, más gordos que usted, que tratan de estafar al Tío Sam, y los voy a pescar a todos.

Si algo no iba bien en el hogar del inspector Lawrence, todo el mundo pagaría por ello.

—De modo que quizá le vea mañana por la noche —concluyó, y se puso de pie.

—¡Mañana! ¡Pero no puedo tener todo lo que me pide para mañana!

—Tengo una cita en el palacio de justicia dentro de media hora; si me disculpa… —Señaló la puerta con la mano.

—Señor Lawrence…

—Le llamaré a las tres. Un soldado sabrá responder al teléfono.