No estábamos lejos de mi casa. Mofass se ofreció a llevarme, pero me gustaba usar las piernas, sobre todo cuando tenía que pensar.

Bajé por la avenida Central. A mediodía las aceras estaban poco menos que desiertas porque casi toda la gente estaba trabajando. Claro que las aceras de Los Angeles estaban por lo general vacías; Los Angeles siempre ha sido una ciudad de coches y la mayoría de la gente no va caminando ni siquiera a la tienda de la esquina.

Tenía la soledad que había deseado, pero pronto me di cuenta de que no tenía nada en que pensar. Cuando el Tío Sam quiso que ofreciera mi vida para luchar contra los alemanes, lo hice. Y sabía que si él me decía que tenía ir a la cárcel, lo haría. En los años cuarenta y cincuenta los pobres respetábamos la ley, en la medida en que un pobre puede hacerlo, porque ella nos protegía del enemigo. En aquel entonces creíamos saber quién era el enemigo. Era un hombre blanco con acento extranjero y que odiaba la libertad. Durante la guerra era Hitler y sus nazis; después fue el camarada Stalin y los comunistas; más tarde, Mao Tse Tung y los chinos adquirieron el rango de hombres blancos honorarios. Todos ellos eran gente malvada con muy malas intenciones para con el mundo libre.

Cuando llegué a la calle 116 mi sombrío humor se disipó. Tenía una casa pequeña, pero con un gran terreno delante.

En los últimos años me había aficionado a la jardinería. Había plantado azucenas y rosales trepadores contra la valla, y cultivaba fresas y patatas en grandes cuadros en el centro del patio. Un enrejado rodeaba el porche, y por él trepaban enredaderas en flor. El año pasado había plantado una pasionaria.

Pero la planta que más quería era mi aguacate. Tenía más de tres metros de altura, y una copa tan espesa que a su sombra siempre hacía fresco. Había puesto un banco de hierro junto al tronco, y cuando las cosas se ponían realmente mal, me sentaba allí a mirar los pájaros que buscaban insectos en la hierba.

Cuando llegué junto a la valla casi había olvidado al inspector de Hacienda. Él no sabía nada de mí, no era que hubiera averiguado nada. Simplemente estaba dando palos de ciego.

Y en ese momento vi al chico.

Estaba bailando una danza de chiflados en mi cuadro de patatas. Alzaba las manos en el aire, la cabeza echada hacia atrás, y cacareaba. De vez en cuando zapateaba, los pies como pequeños pistones, y después se agachaba, escarbaba la tierra y arrancaba las largas raíces pardas con las pequeñas protuberancias de las futuras patatas.

La puerta chirrió cuando la abrí, y él se dio la vuelta para mirarme. Abrió muy grandes los ojos y miró a uno y otro lado, buscando una vía de escape. Cuando vio que no la había, sonrió y me tendió las raíces de patata. Después se rió.

Yo había usado esa táctica cuando era niño.

Deseaba mostrarme duro, pero cuando abrí la boca no pude evitar una sonrisa.

—¿Qué haces, muchacho?

—Estoy jugando —dijo con un fuerte acento de Texas.

—¿Sabes que estás zapateando sobre mis patatas?

Hizo que no con la cabeza. Era un niño pequeño y renegrido, con una gran cabeza y orejas diminutas. Calculé que tendría unos cinco años.

—¿Y de quién te crees que son las patatas que tienes en las manos?

—De mi mama.

—¿De tu mama?

—Sííí. Esta casa es de mi mama.

—¿Desde cuándo?

La pregunta era demasiado para él. Apretó los párpados y agachó sus hombros de niño.

—Es de mi mama y nada más.

—¿Y cuánto hace que estás en mi jardín, pisoteando mis plantas?

Miré a mi alrededor y vi pétalos de azucenas y de rosas dispersos por todo el patio. Y en el sembrado de fresas no quedaba ni una fruta madura.

—Acabamos de llegar —dijo, y me tendió los brazos con una gran sonrisa. Yo lo alcé sin pensarlo—. Mama perdió la llave, así que he entrado por la ventana y le he abierto la puerta.

—¿Cómo?

Mientras lo tenía en mis brazos oí canturrear a una mujer. El timbre de su voz me hizo estremecer, aunque todavía no la había reconocido. Después, ella se acercó desde un costado de la casa. Era una mujer de color sepia, corpulenta pero con buen tipo; llevaba un vestido de algodón azul pálido y un delantal blanco. De su brazo derecho colgaba una cesta poco profunda que reconocí había salido de mi armario, y sobre el pañuelo blanco que cubría el fondo de la cesta había granadas y naranjas chinas de mis árboles, y fresas de mi patio. Era una mujer hermosa, de cara redonda, ojos serios y una boca que —yo lo sabía— estaba siempre dispuesta a la risa. Los bíceps del brazo derecho le abultaban porque EttaMae Harris era una mujer muy vigorosa que de joven había lavado ropa a mano nueve horas al día seis días a la semana. Podía mandar a un hombre a la luna de un golpe, o podía abrazarte tan estrechamente que te sentías de nuevo como un niño entre los tiernos brazos de tu madre.

—Etta —musité, casi para mí mismo.

El chico se echó a reír como un loco, se retorció en mis brazos y consiguió deslizarse hasta el suelo.

—Easy Rawlins.

Me sonrió, radiante, y yo también le sonreí.

—Qué… quiero decir… —balbuceé; el chico corría a toda velocidad alrededor de su madre—. Quiero decir, ¿qué haces aquí?

—Hemos venido a verte, Easy. ¿No es verdad, LaMarque?

—Ajá —dijo el chico, pero no disminuyó la velocidad.

—Y ahora, basta de carreras.

Etta alargó el brazo y lo cogió del hombro. Lo obligó a darse la vuelta y él me miró y sonrió.

—Hola —dijo.

—Ya nos conocemos —dije, y con un movimiento de cabeza señalé el patio.

Cuando Etta vio los destrozos que había hecho LaMarque abrió unos enormes ojos y mi corazón comenzó a latir más de prisa.

—¡LaMarque!

El chico agachó la cabeza y se encogió de hombros.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Qué has hecho en el jardín?

—Nada.

—¿Nada? ¿Y para ti este desastre es «nada»?

Quiso cogerlo, pero LaMarque se tiró al suelo y escondió la cara entre las rodillas.

—¡No he hecho nada! —lloriqueó—. ¡Estaba cuidando las plantas!

—¿Cuidándolas? —La cara oscura de Etta se oscureció aún más, y lo miró fijamente con el ceño fruncido. No sé cómo reaccionó LaMarque ante aquella mirada, pero yo estaba tan impresionado que contuve el aliento.

Etta apretó los puños de tal manera que sus bíceps se hicieron aún más protuberantes y un estremecimiento le sacudió el cuello y los hombros.

Y entonces, de repente, su mirada se dulcificó y soltó una carcajada. Etta tiene ese tipo de risa que hace que la gente se sienta feliz.

—¿De modo que cuidando las plantas? Pues me parece que como jardinero eres una bomba.

Me reí con ella. LaMarque no comprendía por qué estábamos tan alegres, pero él también sonrió y se echó a rodar por el suelo.

—Y ahora levántate y ve a lavarte.

—Sí, mama.

LaMarque sabía ser un buen chico después de haber sido malo. Corrió hacia la casa pero cuando pasó a su lado Etta lo cogió del brazo, lo levantó en el aire, y le dio un sonoro beso en la mejilla. El chico reanudó su carrera hacia la puerta sonriendo y limpiándose la mejilla.

Etta abrió los brazos y yo me refugié en ellos como si nunca hubiera oído hablar de su marido, mi mejor amigo, Mouse.

Enterré mi cara en su cuello y aspiré su fragancia fuerte, natural como el olor de la tierra recién arada. Abracé a EttaMae Harris y me sentí en paz por primera vez desde la última ocasión en que la había tenido en mis brazos…, hacía ya quince años.

—Easy —susurró, y no supe si lo hacía porque la apretaba demasiado o simplemente porque quería pronunciar mi nombre.

Yo sabía que aquel abrazo era como apuntar a mi cabeza con un revólver cargado, porque Raymond Alexander, Mouse para sus amigos, era un asesino. Si hubiera visto a un hombre abrazando de aquella manera a su mujer ni siquiera habría parpadeado antes de matarlo. Pero yo no podía soltarla. Valía la pena correr el riesgo con tal de tenerla una vez más entre mis brazos.

—Easy —repitió, y me di cuenta de que la estaba apretando contra mis caderas, lo que hacía más evidentes mis sentimientos. Deseaba apartarme, pero era como cuando uno despierta temprano por la mañana, y no puede desprenderse del sueño—. Entremos, cariño —me dijo apoyando su mejilla en la mía—. El niño quiere comer.

Los olores de la cocina del Sur llenaban la casa. Etta había preparado arroz blanco y judías pintas con tocino. Para la limonada, había cogido limones de los árboles del vecino. En el centro de la mesa había un frasco de mayonesa con rosas rojas y rosadas. Era la primera vez que había flores en mi casa.

La casa no era muy grande. La habitación en la que estábamos servía de salón y de comedor, todo en uno. La parte destinada a salón tenía el tamaño justo para un sofá, un sillón pequeño y una librería de nogal con un televisor. Después venía un pequeño vestíbulo sin puertas que daba al comedor. La cocina estaba en la parte de atrás. Era un pasillo corto con una repisa y una cocina de gas. También el dormitorio era pequeño. Era una casa para una sola persona, y a mí me resultaba muy cómoda.

—Sal de ahí, LaMarque —dijo Etta—. El hombre siempre se sienta a la cabecera de la mesa.

—Pero… —empezó a decir LaMarque, pero lo pensó mejor y se calló.

Comió tres platos de judías y contó —dos veces— hasta ciento sesenta y ocho en mi honor. Cuando terminó. Etta lo envió afuera.

—Y por hoy nada de arreglar el jardín —le advirtió.

—Está bien.

Nos sentamos a la mesa, frente a frente. Yo la miré a los ojos y pensé en la poesía y en mi padre.

Me columpiaba en un neumático de Ford A que colgaba de un árbol cuando mi padre se acercó y me dijo:

—Ezekiel, aprende a leer, y no habrá nada que no puedas hacer.

Me reí porque me encantaba que mi padre me hablara. Aquella noche se marchó y nunca supe si me había abandonado o si lo mataron cuando volvía a casa.

Ahora estaba por la mitad del libro de sonetos de Shakespeare que había leído en el curso tercero de Inglés en la Universidad de Los Angeles. El amor expresado en aquellos poemas y mi amor por EttaMae y por mi padre se anudaban en mi pecho y apenas podía respirar. Y EttaMae no era sutil como un soneto; en el fondo de sus ojos había una épica, toda mi historia y la de los míos.

Y en ese momento recordé, una vez más, que ella pertenecía a otro hombre, a un asesino.

—Me alegro mucho de verte, Easy.

—Ya.

Se inclinó hacia adelante, los codos sobre la mesa, y, apoyando la barbilla en la palma de la mano, dijo:

—Ezekiel Rawlins.

Ése es mi verdadero nombre, sólo mis mejores amigos me llaman así.

—¿Y qué estás haciendo por aquí, Etta? ¿Dónde está Mouse?

—Cariño, sabes que hace años que rompimos.

—Oí decir que estaba viviendo otra vez contigo.

—Sólo fue una prueba. Quería ver si podía ser un buen marido y un buen padre. Pero no podía, de modo que volví a echarle de mi casa.

Los últimos instantes de la vida de Joppy Shag cruzaron como un relámpago por mi mente. Estaba atado a una silla de roble, y la sangre y el sudor resbalaban por su calva. Cuando Mouse le disparó a la entrepierna aulló y se retorció como un animal salvaje. Después, Mouse apuntó tranquilamente el revólver a la cabeza de Joppy…

—No lo sabía —dije—. Pero ¿por qué has venido?

En lugar de contestarme, Etta se levantó y empezó a recoger la mesa. Me puse en pie para ayudarla, pero me empujó de nuevo a la silla y me dijo:

—Me estorbas, Easy. Siéntate y bébete tu limonada.

Esperé un minuto y luego la seguí a la cocina.

—Los hombres son un desastre. —Estaba mirando la pila de platos que yo había amontonado en el fregadero y la mesa—. ¿Cómo puedes vivir así?

—¿Has venido desde Texas para enseñarme a fregar platos?

Y después volví a abrazarla. Era como si retomáramos lo que habíamos empezado en el jardín. Etta me puso la mano en la nuca, yo empecé a deslizar dos dedos a los lados de su columna vertebral, arriba y abajo.

Había pasado años soñando con besar otra vez a Etta. A veces, cuando estaba en la cama con otra mujer y me dormía, soñaba que ella era Etta; los besos eran como comida, tan satisfactorios que me despertaba, y entonces me daba cuenta de que sólo era un sueño.

Cuando Etta me besó en la cocina desperté de otra manera. Retrocedí tambaleándome y murmurando:

—No puedo aguantar mucho más de esto.

—Lo siento, Easy. Sé que no debería haberlo hecho, pero LaMarque y yo hemos estado metidos dos días en un autobús, todo el camino desde Houston. Y todo ese tiempo he pensado en ti, y me parece que me he excitado un poco.

—¿Por qué has venido? —Me sentía como si estuviera suplicándole.

—Mouse se ha vuelto loco.

—¿Loco? ¿Qué quieres decir?

—Ha perdido el juicio —continuó Etta—. Está completamente ido.

—Etta, dime qué ha hecho Mouse. —Le hablé lo más tranquilamente que pude. El deseo de abrazarla se había calmado por el momento.

—Viene cada noche a casa, a eso de las dos de la mañana, borracho como una cuba y agitando esa pistola de cañón largo que tiene. Se pone en medio de la calle y grita que él compró la casa, y que la quemará antes que permitir que lo tratemos de esa forma.

—¿Y de qué forma lo tratáis?

—No lo sé, Easy. Mouse está loco.

Era cierto, y siempre lo había estado. Cuando éramos jóvenes Mouse llevaba revólver y navaja. Mataba a hombres que le habían hecho enfadar, y a otros que le estorbaban cuando quería ganarse unos cuartos. Mouse había asesinado a su propio padrastro, a papi Reese, pero rara vez la tomaba con sus amigos, y yo jamás hubiera imaginado que algún día pudiera estar en contra de EttaMae.

—¿Me estás diciendo que por él has salido corriendo de Texas?

—¿Yo, corriendo? —Etta estaba sorprendida—. Yo no huyo de ese tipejo con cara de rata, ni de ninguna de las criaturas del Señor.

—¿Por qué has venido, entonces?

—¿Qué pensará de mí LaMarque cuando sea mayor si mato a su padre? Tienes que saber que cuando él se apostaba frente a mi casa yo le tenía siempre en la mira de mi arma.

Recordé que Etta tenía un rifle del calibre 22, y un 38 que llevaba en el bolso.

—Cuando Mouse ya llevaba un mes con aquello, decidí que lo iba a matar. Pero la noche en que iba a hacerlo, LaMarque se despertó y vino al salón. Yo estaba esperando a Raymond. LaMarque empezó a preguntar por el rifle, y tú sabes, Easy, que nunca le he mentido a ese chico. Quería saber por qué estaba fuera de la funda, y yo le dije que iba a ponerlo en la maleta porque nos marchábamos a California.

Etta cogió mis manos con las suyas y continuó:

—Fue lo primero que se me ocurrió, Easy. No pensé en ir a casa de mi madre, o de mi hermana, en Galveston. Pensé en ti. Recordé lo encantador que eras antes de que Raymond y yo nos casáramos. Por eso he venido contigo.

—¿Y yo aparecí de repente en tu cabeza, después de tantos años?

—Bueno… —Etta sonrió y miró nuestros dedos entrelazados—. Corinth Lye ayudó un poco.

—¿Corinth?

Era una amiga de Houston. Cuando me la encontraba en el Targets Bar, compraba una botella de ginebra y la terminábamos juntos, sentados allí toda la noche y bebiendo como hombres. Yo le había confiado a Corinth en las primeras horas de la mañana muchos de mis secretos y mis sentimientos más profundos. No era la primera vez que el alcohol me traicionaba.

—Sí, cuando empezó todo yo le escribí contándole lo de Mouse —siguió Etta—. Y ella me contestó que tú aún estabas muy interesado en mí. Corinth insistió en que tenía que venir aquí, y alejarme de todo aquello.

—Si es así, ¿por qué no has ido a su casa?

—Era lo que iba a hacer, cariño, pero en el camino empecé a pensar en ti, y le hablé tanto de ti a LaMarque que finalmente decidimos que vendríamos directamente a tu casa.

—¿Eso hiciste?

Etta me respondió con un gesto afirmativo.

—Y no me arrepiento de mi decisión —dijo después con una sonrisa desvergonzada.

Me sonrió, y retrocedimos en el tiempo.

Había pasado una sola noche con Etta, la mejor de mi vida, y a la mañana siguiente ella despertó hablando de Mouse. Me dijo que era maravilloso, y que yo era muy afortunado al tenerlo por amigo.

LaMarque no había visto nunca un televisor. Miraba todo lo que ponían, hasta las noticias. Aquella noche un pobre diablo era el centro de atención. Se llamaba Charles Winters, era un funcionario del gobierno, y lo habían descubierto robando documentos secretos. El periodista dijo que si le declaraban culpable podía ser condenado a noventa y nueve años de cárcel.

—¿Qué es un comunista, tío Easy?

—¿Tú te crees que tengo que saberlo todo porque tengo televisión?

—Sí —asintió. LaMarque era una joya.

—Hay muchas clases de comunistas, LaMarque.

—Ése de allí —dijo señalando al televisor, pero el retrato del señor Winters había desaparecido y en su lugar había una imagen de Ike jugando al golf.

—Los de esa clase son hombres que piensan que pueden mejorar las cosas deshaciendo todo lo que tenemos en América y volviéndolo a construir tal como lo hacen en Rusia.

LaMarque abrió todo lo que pudo los ojos y la boca.

—¿Quieres decir que quieren deshacer la casa y la televisión de mi madre en América?

—Ese hombre quiere un mundo en el que nadie es dueño de nada. Ese televisor, por ejemplo, sería de todos.

LaMarque se levantó de un salto, gritando y con los puños apretados.

—¡LaMarque! —gritó Etta—. ¿Qué te pasa ahora?

—¡Los comunistas nos van a quitar la televisión!

—Muchacho, ya es hora de ir a dormir.

—¡Noooooo!

—Yo digo que sí —le respondió con voz suave su madre.

Etta ladeó la cabeza y se inclinó apenas sobre el sofá. LaMarque agachó la cabeza y se levantó para apagar el televisor.

—Dile buenas noches al tío Easy.

—Buenas noches, tío Easy —susurró LaMarque.

Se subió al sofá para darme un beso y luego se acomodó en las rodillas de Etta. Ella lo llevó en brazos a mi habitación.

Nos habíamos puesto de acuerdo, después de la cena, en que ellos dormirían en mi cama y yo en el sofá.