—¿Tiene su coche por aquí? —me preguntó Mofass cuando subí al suyo y me senté en el asiento del acompañante.

—No, he venido en autobús. ¿Adónde quiere ir? —Yo siempre cogía el autobús cuando iba a limpiar, porque mi Ford era demasiado llamativo para un portero.

—Es usted el que quiere hablar conmigo, señor Rawlins.

—Sí. Vamos al restaurante mexicano, entonces.

Giró en redondo en medio de la calle y condujo en dirección a Rebozo's.

Mientras Mofass fruncía el ceño y mordía su largo cigarro negro, yo miraba por la ventanilla el ir y venir de la avenida Central. Había bodegas, pequeñas tiendas de modas, y de vez cuando un taller de reparación de televisores. En la esquina de la avenida Central y la calle Noventa y nueve había un grupo de tipos sentados charlando. Estaban esperando trabajo, aunque sin demasiadas ganas. Ésta era una costumbre traída por alguna gente del Sur: se sentaban en un cajón en un lugar determinado y esperaban a que alguien que necesitara peones viniera y los llamara por su nombre. Y así podían pasar la tarde con sus amigos, bebiendo de botellas que llevaban en bolsas de papel de estraza y jugando a los dados. Podía suceder, incluso, que tuvieran suerte, consiguieran un trabajo por el que les pagaran unos cuantos dólares… y tal vez aquella noche sus hijos comieran carne.

Mofass me llevaba a su restaurante mexicano favorito. En Rebozo's ponían rodajas de aguacate en el chili y trozos de patatas picantes en los burritos.

Llegamos sin habernos dicho nada más. Mofass bajó del coche y cerró su puerta con llave, después vino hasta mi lado y cerró también la otra puerta. Siempre cerraba él mismo las dos puertas con la llave; no se fiaba de que su pasajero pudiera conseguir el mismo resultado apretando la manija al cerrar de manera que el seguro quedara puesto. Mofass no se fiaba ni de su madre, y por eso era un administrador de propiedades tan bueno.

Había otra cosa que me gustaba de Mofass, y es que era de Nueva Orleans, y aunque hablaba como yo, no era amigo de ninguno de mis amigos de Houston, Galveston y Lake Charles, Louisiana. Estaba así a salvo de ociosos cotilleos sobre mi secreta vida financiera.

Rebozo's era un salón oscuro con un pequeño bar al fondo y tres compartimientos separados a cada uno de los lados. Junto al bar había un tocadiscos automático con luces de neón rojo en el que casi siempre se escuchaba una música llena de trompetas, acordeones y rasguear de guitarras. Pero si el tocadiscos estaba silencioso cuando entrábamos, Mofass siempre echaba unas monedas y apretaba varios botones.

La primera vez que lo hizo le pregunté:

—¿Le gusta ese tipo de música?

—Me da lo mismo —me respondió—, pero me gusta que haya un poco de ruido. Así nuestra charla queda sólo entre nosotros. —Y me guiñó un ojo, como un lagarto soñoliento.

Mofass y yo nos miramos por encima de la mesa. Tenía las manos apoyadas delante, y el cigarro parecía una negra torre de Pisa entre los dedos de la izquierda. En el meñique de la mano derecha llevaba un anillo de oro y ónix que tenía un pequeño diamante engarzado en el centro.

Me ponía nervioso tratar de mis asuntos privados con Mofass. Él me cobraba los alquileres. Yo le daba el nueve por ciento y quince dólares por los desahucios, pero no éramos amigos. Sin embargo, era el único hombre con el que podía hablar de mis negocios.

—Hoy he recibido una carta —le dije por fin.

—¿Sí?

Me miraba y esperaba pacientemente lo que tuviera que decirle, pero yo no podía continuar. Aún no quería hablar de aquello. Temía que al comentar las malas noticias en voz alta se hicieran realidad.

—¿Qué piensa hacer con Poinsettia? —pregunté en cambio.

—¿Cómo?

—Ya sabe, Poinsettia, el alquiler.

—La echaré a patadas si no paga.

—Usted sabe que esa chica está muy enferma. Desde que sufrió aquel accidente no ha hecho sino consumirse.

—No por eso tengo que pagarle el alquiler.

—Soy yo quien se lo pagará, Mofass.

—De eso nada, señor Rawlins. Yo soy el cobrador, y el dinero es mío hasta que lo pongo en sus manos. Si esa chica va por ahí diciendo que le perdono el alquiler, los demás también querrán sacar partido.

—Pero ella está enferma.

—Tiene una madre, una hermana, tiene a ese Willie del que siempre habla. Que paguen ellos el alquiler. Esto es un negocio, señor Rawlins, y los negocios son la cosa más dura que existe. Más dura que los diamantes.

—¿Y si nadie paga?

—En seis meses se habrá olvidado de ella, señor Rawlins. Ni siquiera recordará cómo se llamaba.

Una joven mexicana se acercó antes de que yo pudiera decir nada más. Tenía una espesa cabellera negra y ojos oscuros en los que casi no se veía la parte blanca. Miró a Mofass, y tuve la intuición de que la chica no hablaba inglés.

Él alzó dos gruesos dedos y dijo: «Cerveza, chile y burritos para dos», pronunciando cada sílaba tan lentamente que uno podía leer sus labios.

La muchacha le sonrió y se marchó.

Cogí la carta del bolsillo del pecho de mi chaqueta y se la di a Mofass.

—Quiero que me diga qué opina de esto —dije con una tranquilidad que no sentía.

Mientras contemplaba la severa cara de Mofass recordé las palabras que él estaba leyendo.

Reginald Arnold Lawrence

Inspector

Agencia Tributaria

14 de julio de 1953

Señor Ezekiel Rawlins:

Me han informado que entre agosto de 1948 y septiembre de 1952 usted adquirió al menos tres propiedades inmobiliarias.

He examinado sus declaraciones del impuesto sobre la renta desde el año 1945 en adelante y usted no ha declarado ningún ingreso considerable de dinero en esos años. Esto indicaría que usted no podía permitirse, actuando dentro de la legalidad vigente, efectuar desembolsos tan considerables. Por esta razón he iniciado una investigación, y le solicito que comparezca ante mí en los siete días siguientes a la recepción de esta carta. Le pido también que traiga todas sus declaraciones de pago del impuesto sobre la renta correspondientes al período arriba indicado, así como una relación exacta de todos sus ingresos en ese mismo período.

Mientras recordaba la carta sentía otra vez que el frío me subía desde los pies helados. Todo el calor que había absorbido en el vestíbulo había desaparecido.

—Lo tienen agarrado de los cojones, señor Rawlins —dijo Mofass, y dejó la carta sobre la mesa, entre ambos.

Bajé los ojos y vi que tenía delante de mí una cerveza. La chica seguramente la había traído mientras yo estaba concentrado en Mofass.

—Si pueden probar que usted ha ganado dinero y no se lo comunicó a Hacienda, ya puede ir preparándose para lo peor, señor Rawlins.

—¡Mierda! Pagaré lo que debo, y fin del asunto.

Hizo que no con la cabeza, y sentí que me arrancaban el corazón.

—No, señor Rawlins. El gobierno quiere que usted le diga lo que gana. Si no lo hace, cogen y lo meten en la cárcel. Y usted sabe que al juez no se le pasará por la cabeza ninguna sentencia que no tenga un bonito número redondo… como cinco o diez años.

—Pero, hombre, si mi nombre ni siquiera aparece en los papeles. Monté lo que llaman una sociedad anónima ficticia, me ayudó John McKenzie. En los papeles figura un tal Jason Weil como el dueño de todos los edificios.

—Hacienda huele una sociedad anónima ficticia a la legua —respondió Mofass con un gesto irónico.

—Bien, entonces les diré que yo no sabía que tenía que declararlo todo. Y es verdad que no lo sabía.

—Vamos, hombre. —Mofass se inclinó hacia mí y me apuntó con su cigarro—. Le dirán que el desconocimiento de la ley no es una justificación. A ellos eso no les importa. Usted va y mata a un tipo que estaba con su chica. ¿Le dirá al juez que no sabía que no se puede matar? Además, argumentarán que si se tomó todo ese trabajo para ocultar su dinero es porque intentaba defraudar a Hacienda.

—Pero no es lo mismo que matar a alguien. No está bien que no me concedan una oportunidad para pagar mi deuda.

—Lo único que está bien es lo que sale bien, señor Rawlins. Y si descubren que usted tiene dinero, y piensan que no ha declarado nunca lo que ganaba… —Mofass hizo que no con la cabeza muy lentamente.

La chica volvió con dos gigantescos platos blancos. En cada uno había un burrito muy gordo, un montón de chile y arroz amarillo. De los hinchados burritos salían hilos de carne roja, de manera que parecía que rezumaban gusanos muertos. En la grasa del chile flotaban trozos de carne de cerdo y de aguacate amarillo verdoso.

En el tocadiscos sonaba la música de cien guitarras. Me tapé la boca con la mano para contener las náuseas.

—¿Qué puedo hacer? —pregunté—. ¿Le parece que necesito un abogado?

—Cuanto menos gente esté enterada del asunto, mejor —respondió Mofass; después se inclinó hacia adelante y susurró—: Yo no sé cómo consiguió usted el dinero para pagar los apartamentos, señor Rawlins, y creo que nadie debería saberlo. Lo que usted tiene que hacer es encontrar algún familiar, alguien muy cercano.

—¿Para qué? —Yo también me inclinaba sobre la mesa; el olor de la comida me ponía enfermo.

—Esta carta —comenzó Mofass, golpeando con los dedos el sobre— no dice que este tipo tenga pruebas. Sólo está investigando, mirando por ahí. Usted pone sus propiedades a nombre de alguien de su familia, antedata las escrituras, y luego va a ver a ese inspector y le demuestra que los apartamentos no le pertenecen. Diga que sus parientes no querían que el resto de la familia supiera lo que tenían.

—¿Y cómo se puede ante…, ante lo que sea las escrituras?

—Conozco un notario que lo hará… por unos cuantos billetes.

—Pero ¿qué pasa si yo encuentro una hermana o alguien por el estilo? ¿El gobierno no la investigará también a ella? Porque usted sabe que toda la gente que yo conozco es pobre.

Mofass le dio una calada al cigarro con una mano y con la otra se metió en la boca una buena porción de chile.

—Sí —trinó—. Usted necesita a alguien que ya tenga lo suyo; una persona con suficiente poder adquisitivo como para convencer al inspector de Hacienda.

Me quedé un rato callado. Todo lo bueno que había conseguido en la vida desaparecía con una carta. Había esperado que Mofass me dijera que no tenía de qué preocuparme, que me pondrían una pequeña multa y me dejarían en paz. Pero, en el fondo, yo sabía que no era así como se solucionaban esos asuntos.

Hacía cinco años un tipo blanco y rico me había contratado para buscar a una mujer. La encontré, pero ella no era precisamente lo que aparentaba ser, y había muerto mucha gente. Me había ayudado un amigo, Mouse, y aquel asunto acabó con una ganancia de diez mil dólares para cada uno de nosotros. El dinero era robado, pero nadie lo buscaba y yo me había convencido a mí mismo de que estaba a salvo.

Había olvidado que un hombre pobre nunca está a salvo.

Para que pudiéramos hacernos con aquel dinero, mi amigo Mouse asesinó a un hombre. Le disparó dos veces. Era un pobre tipo, engolosinado con aquella pasta robada. Le había costado la vida, y ahora me llevaría a mí a la cárcel.

—¿Qué va a hacer, señor Rawlins? —me preguntó por fin Mofass.

—Me voy a morir.

—Pero ¿qué está diciendo?

—Eso es lo único que sé, que me voy a morir.

—¿Y qué hará con esta carta?

—¿Y a usted qué le parece, Mofass? ¿Qué piensa que debería hacer?

Tragó un poco más de humo y rebañó el plato de chile con un trozo de tortilla.

—No sé, señor Rawlins. Por lo que veo, esa gente no tiene nada concreto contra usted. Yo he mentido por usted, tal como me lo pidió. Pero ya sabe que si vienen por mis libros, tendré que dárselos.

—¿Qué me sugiere, entonces?

—Vaya a verlos y mienta, señor Rawlins. Dígales que usted no tiene nada. Que es un pobre trabajador, y que alguien que le quiere hacer una faena ha mentido y ha dicho que usted tiene todas esas propiedades. Usted dígales eso y a ver qué le contestan. Ellos no saben cuál es su banco, ni conocen a su banquero.

—Sí, supongo que tendré que ir y tantear el terreno —dije después de un rato.

Mofass me miraba pensativo. Probablemente se preguntaba si el próximo dueño de los apartamentos utilizaría sus servicios.