EPÍLOGO

Las luces…

Las luces remotas.

Las lejanas voces.

Las voces de otro mundo. Los sonidos. Los roces furtivos. La sensación de la vida que vuelve a renacer.

Jean Marten abrió los ojos pesadamente.

No sabía si estaba en este mundo o en el otro.

Las manos le pesaban como si fueran de plomo. Pero notó confusamente que alguien le acariciaba los dedos de la izquierda. Sus ojos se humedecieron al reconocer a Marta Louvier.

Alguien susurró:

—Dos balazos casi a quemarropa, pero se está recuperando. Por fortuna, no le alcanzaron en ninguna parte vital… Increíble, ¿verdad? Y hasta logró arrastrarse fuera de la casa…

Las voces iban, venían, iban, venían…

Marten vio confusamente a un agente de tráfico, uno de esos enemigos seculares de los automovilistas. Le pareció algo así como un sueño.

Las voces lejanas volvieron a él.

—A veces las cosas malas traen suerte. Si no llega a saltarse dos semáforos en rojo, el gendarme no le hubiera perseguido con la moto y no le hubiera encontrado jamás en el camino, donde habría muerto desangrado. Fue en realidad el gendarme el que le salvó. ¿Pero quién pudo disparar contra él en aquel camino?

El joven abrió la boca. Tragó aire ansiosamente. ¡Dios santo! ¡Estaban equivocados! ¡No habían investigado en la casa! ¡No habían resuelto nada! ¡Creían que a él le había tiroteado en el camino algún desconocido!

—Pero… pero… —balbució.

No podía hablar.

Aún estaba demasiado débil.

La angustia le dominaba. ¡Los asesinos estaban sueltos! ¡Sueltos aún!

Y en aquel momento, alguien le acarició la frente. Una voz suave musitó:

—Menos mal que me han dejado entrar, señor Marten. ¿Ha visto a mi padre? ¿Sabe dónde está?

Él volvió penosamente la mirada.

Y pestañeó, al reconocer la mirada limpia de Danielle, la que siempre sería una niña. Danielle, de la que tanto se había ocupado y se seguiría ocupando.

—¿Tu… tu padre? —musitó—. ¿Es que no lo has visto?…

—Oh, no… Estoy asustada, señor Marten… Yo jugaba fuera de la casa cuando oí dos disparos. Entré… Había una puerta metálica en el pasillo que no me dejaba pasar… La cerré de golpe… Luego le vi a usted herido y tuve mucho miedo… Escapé… Llamé a papá a gritos, pero nadie venía… Era ya de noche cuando vi a dos motoristas que vigilaban el camino. La casa estaba cerrada. Volví a esconderme… Tenía miedo, señor Marten, mucho miedo… Esta mañana había otro motorista. Le he dicho que conocía al hombre que fue herido y él me ha traído aquí. Pero quiero preguntarle por mi padre… ¿Usted lo ha visto, señor Marten?

El joven cerró los ojos.

Flotaba sobre él un infinito cansancio.

¿Un infinito alivio también…?

¿Una sensación de que la vida volvía a comenzar?

—¿Tú cerraste aquella puerta? —musitó.

—Sí.

—¿Hace más de doce horas?

—¡Claro que sí! ¡Veinticuatro!

—Pues entonces ya no hay prisa. No hay prisa de nada, pequeña. Descansa… Todo irá bien para ti. Descansa… Descansa…

Y perdió el conocimiento otra vez. Pero ahora una suave e indescifrable sonrisa flotaba en su rostro.

F I N