—¡Jean! ¡Por favor, Jean! ¡Óyeme! ¡Tienes que hacer algo, Jean! ¡Es terrible!
La voz de Marta temblaba tanto al otro lado del hilo, que Marten ni siquiera la entendió al principio. Era una voz desgarrada, una voz ansiosa, que parecía llegar del Más Allá.
Pero aquello último sí que lo entendió.
—¡Jean! ¡He descubierto el cadáver de Suzanne Clemens!
A él le quemó el auricular. Pegó un brinco en su asiento.
—Marta…, ¿pero qué dices?
—Me ha causado tanta impresión que hasta me he desmayado, Jean. Pero ya me estoy recuperando y lo primero que he hecho ha sido avisarte. Todo es tan fantástico, tan terrible, que no puedo creerlo.
—Marta, explícate, por Dios… ¿Quién tenía ese cadáver?
—El doctor Zirgo. Lo guardaba en un armario frigorífico de la sección en que trabaja. El cuerpo está allí desde que Suzanne fue asesinada. Por eso no había aparecido nunca.
Marten sintió un pinchazo en los nervios.
Apenas pudo barbotar:
—Continúa.
—¡Pero hay algo más horrible aún! ¡Le falta casi enteramente la piel! ¡Y en parte está descuartizado!
—¿Qué… qué dices? ¿Y adónde ha ido a parar esa piel?
—A esa pregunta también puedo contestarte, Jean. Lo he descubierto por casualidad al hacer una inspección rutinaria. ¡El doctor Zirgo se ha llevado los cinco cuerpos! ¡Seguramente lo ha hecho durante la noche!
—Pero…, ¿qué cuerpos?
—Por favor…, ¡entiende de una vez esta horrible verdad! Zirgo es un magnífico cirujano, especialista en injertos de piel. ¡Utilizó la piel de Suzanne, e incluso algunos de sus muslos y hasta el pabellón entero de la oreja derecha, para injertarlos en cuerpos de mujeres que habían sufrido accidentes! Esas mujeres… ¡han hecho en cierto modo resucitar a Suzanne! ¡Suzanne ha vivido a través de sus cuerpos! ¡Pero todas han muerto asesinadas! ¡Por lo visto Zirgo no ha podido resistir la tentación de acariciar de nuevo aquella piel, de hacerla otra vez suya, y todo ha acabado trágicamente! ¡Debió estar enamorado de Suzanne hasta la locura! ¡Seguro que era él de quién tenía celos Clemens!
A Marten seguía quemándole el auricular en la mano.
Las palabras de Marta Louvier no eran palabras, sino golpes brutales en su cráneo.
Un mundo siniestro se desvelaba ante él.
Un mundo incomprensible.
¡Pero, al fin y al cabo, también era un mundo donde las piezas empezaban a encajar!
Marta susurró:
—Yo tengo que huir de aquí porque corro peligro. Si Zirgo vuelve por casualidad, sé que me matará. Tienes que avisar a Clemens. ¡Hazlo cuanto antes! ¡Es ahora él quién corre peligro!
Marten apenas pudo decir:
—Por favor, ponte a salvo. Sal de ahí inmediatamente. Yo me ocuparé de todo lo demás.
Colgó y se puso en pie.
Tenía las facciones contraídas.
Le animaba ahora una fanática determinación. Sabía que estaba al final del camino y que nadie le detendría antes de alcanzar la meta.
Salió de su despacho y tomó el coche que tenía en un parking cercano. A toda velocidad, rodó hacia el viejo Relais du Postillon. ¡Claro que necesitaba avisar a Clemens! ¡Tenía que ponerle en guardia! ¡Él buscaba al verdadero asesino de su mujer, y Zirgo lo sabía! ¡Siendo Zirgo el auténtico asesino, le faltaría tiempo para eliminar a aquel perseguidor implacable!
Conducía frenéticamente.
No se dio cuenta de que se había pasado dos luces rojas.
Al fin se detuvo ante la vieja casa. Todo volvía a tener aquel aire quieto y muerto, aquel aire irreal, aquel ambiente del Más Allá.
Llamó con los nudillos bruscamente. No podía perder tiempo ni en emplear la aldaba.
—¡Clemens! ¡Abra si está ahí! ¡Por favor, abra!
Silencio.
Tuvo que volver a llamar. Por fin, Clemens le abrió. Parpadeó, dominado por la sorpresa.
—Pero, señor Marten…, ¿qué hace aquí?
—He venido a avisarle, Clemens.
—¿De qué?
—Corre peligro.
—¿Peligro en qué sentido?
—¡Por Dios, oiga bien esto! ¡Óigalo de una vez! ¡Sé quién es el asesino de su mujer! ¡Fue el doctor Zirgo!
Un latigazo en pleno rostro no hubiera causado más impresión en Clemens. Sus facciones se demudaron. Con voz que era apenas un murmullo, preguntó:
—¿Está borracho?
—¿Conocía su mujer a Zirgo? ¡Diga! ¿Lo conocía?
—Pues… pues sí. Durante un tiempo fuimos casi vecinos.
—¡Pues aquí tiene la explicación! ¡Él la mató! ¡Y ahora quiere matarle a usted, estoy seguro! ¡Tiene que prepararse!
Clemens dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo. Se le notaba sin fuerzas. Hizo una seña con la cabeza para que el joven entrara.
—Pase, señor Marten —musitó—. Lo que usted me dice casi no tiene sentido, pero estoy preparado. Mire.
Abrió uno de los cajones de la mesa central del vestíbulo y extrajo una pistola automática. Durante unos instantes la contempló. Luego volvió la cabeza hacia el joven.
—¿La ve bien, señor Marten? —preguntó.
—Claro que sí. ¿Por qué?
Clemens lanzó una risita sorda.
—Porque es de las que no fallan, amigo mío. De las que no fallan jamás, se lo aseguro…
Y la alzó hacia él.
Marten abrió la boca.
Pero no pudo ni hablar.
¿Qué era aquello? ¿Por qué le estaba apuntando a él? ¿Qué significaba aquella sonrisita diabólica? ¿Qué?…
Las preguntas se agolpaban en su mente. Una sensación de angustia, de vacío, le dominó.
Ya no podía llegar hasta la pistola. Clemens estaba apuntándole a demasiada distancia para intentar saltar.
¡No podía hacer nada!
Pero más que el miedo a morir, le dominaba la sensación de lo incomprensible.
Clemens susurró:
—Lo siento, amigo mío. Había llegado demasiado lejos.
Y disparó dos veces. Las dos balas atravesaron limpiamente el cuerpo de Jean Marten.
Luego, el dueño de la casa guardó la pistola otra vez y abrió una de las puertas.
—Tranquilo; usted, tranquilo —dijo—. Ya puede entrar, doctor Zirgo…