CAPÍTULO XVII

La muchacha avanzó sobre sus altos tacones, balanceando las caderas de una forma obsesionante. Había que ver cómo se movía aquella condenada de Marta Louvier. Una muchacha tan viva, tan bonita, tan selecta, en un depósito de cadáveres, era un contrasentido que hubiera dejado a cualquiera con la boca seca. Pero, sin embargo, Marta Louvier se movía con la mayor naturalidad allí. Al fin y al cabo, aquél era su mundo.

Llegó al extremo del armario.

Pulsó uno de los botones que abrían los cajones con los cadáveres. El botón no funcionó.

El enorme y siniestro cajón permaneció herméticamente cerrado.

Marta suspiró:

—En fin…

La voz atravesó la fría penumbra. Era una voz cortante, metálica, que parecía tener inflexiones especiales en aquel ambiente de otro mundo.

—¿Qué le pasa, señorita Louvier?

Ella se volvió, sobresaltada.

Por un instante, había tenido una absurda sensación.

Por un instante, había cruzado a través suyo el ramalazo del miedo.

—Oh, doctor Zirgo… ¿Usted aquí?

Los ojos vacíos y glaucos le miraban desde las sombras. Parecían los de un enorme pez. Los labios, en cambio, vibraban. Los labios estaban vivos y hasta daban la sensación de ansia.

—¿Qué hace en esta sección, señorita Louvier? —preguntó él, bruscamente—. No es la suya; es la de mis trabajos personales. ¿Por qué se ha metido aquí?

—Perdone, doctor Zirgo, pero me han ordenado hacer revisión.

—¿Revisión de qué?

—De instalaciones. Este cajón, por ejemplo, no funciona. Lleva al menos seis años sin poder abrirse. ¿Por qué no llama y hace que lo arreglen de una vez?

—¿Y usted qué sabe de si hace seis años, señorita Louvier? ¿Lo ha comprobado otras veces?

—Oh, si… Cuando entré a trabajar aquí ya no funcionaba. Pero, en fin, es cosa suya, doctor. ¿Aviso o no aviso?

—¡No avise! ¡Y salga de aquí! ¡Fuera! ¡FUERA!

Los ojos del médico se habían salido por un momento de sus órbitas. La muchacha estuvo a punto de chillar. De repente, le había parecido que hablaba con un desconocido, con una persona absolutamente distinta.

Zirgo se calmó poco a poco. Le señaló la puerta.

—Váyase.

—Doctor, no he querido ofenderle. Le ruego que me perdone.

—No hablemos más de eso. ¡Váyase!

Las hermosas piernas de la muchacha temblaron un momento.

Sentía una extraña debilidad.

Dio media vuelta y se alejó, volviendo a su sección.

Una vez allí, fue a la máquina automática y se sirvió un café doble. Quería calmarse, pero no podía. Le dominaba la absurda sensación de que acababa de hablar con una persona distinta, con un hombre que no era realmente el doctor Zirgo.

Terminó llevándose una mano a la frente.

Todos aquellos pensamientos eran ridículos.

Tenía que calmarse.

Calmarse… Calmarse…

Logró serenarse al fin y pensó que allí fuera el doctor Zirgo con sus manías. Ella ya tenía suficiente trabajo. Miró las fichas a comprobar y se dirigió hacia el primero de los enormes armarios frigoríficos.

Abrió el cajón marcado en la ficha.

Y de pronto pestañeó.

Era absurdo.

Pero… ¡el cajón estaba vacío!

¡Y allí tenía que encontrarse el cuerpo de la obrera que trabajaba cerca del Stade Renault! ¡La asesinada junto a la vía del tren!

¿Cómo era posible que aquel cuerpo no estuviera allí? ¡No lo había reclamado nadie!

Una súbita sospecha iluminó, de pronto, los ojos de Marta.

Abrió otro de los cajones.

Allí tenía que estar el cadáver de las manos finas, el de la muchacha que trabajaba en el laboratorio y que también fue asesinada…

Estaba reclamado, pero ella aún no había dado orden de sacarlo.

¡Y, sin embargo, el cajón estaba vacío!

¡El cuerpo había desaparecido!

Marta sintió que sudaba.

Y eso que allí hacía un frío mortal.

Le pareció que había atravesado, de pronto, las fronteras de otro mundo.

Abrió un tercer cajón.

El de la profesora de gimnasia con leves erosiones en la oreja.

¡Vacío!

¡No podía ser!

¡Y también lo estaban los de las últimas asesinadas que habían entrado allí! ¡Una ex dependienta de La Samaritaine, cuyo cuerpo había sido reclamado por el marido! ¡Y una rubia teñida, que aún no había tenido tiempo de ser reclamada por nadie!

Todo daba vueltas en el cerebro de la muchacha. Por un momento, tuvo la horrible sensación de que iba a desmayarse y a caer en uno de aquellos siniestros cajones.

El vértigo la dominaba.

Dominando una náusea, abrió la ventana y respiró hondamente. La sensación de algo horrible, de algo que no podía comprender, la seguía dominando por completo. Tuvo que apoyarse en el alféizar, mientras seguía respirando con ansia.

Y entonces lo vio.

Era el doctor Zirgo, que atravesaba el lúgubre patio de la Morgue y tomaba su coche, estacionado allí. La muchacha se ocultó inmediatamente. De pronto, su corazón se había puesto a palpitar de una forma desacompasada, como una máquina loca.

Cerró.

Hubo de apoyarse en la pared.

Se sujetó el pecho porque el corazón le hacía daño. Sólo al cabo de unos minutos pudo serenarse.

Comprendió que necesitaba aprovechar la ocasión. Ahora el doctor Zirgo estaba fuera. Antes de que volviese, tenía que adentrarse en aquel mundo de horror. Tenía que descubrir lo que había en él. Penetrar en su secreto.

Sus nervios vibraban.

Caminó apoyándose en las paredes para no caer. La sensación de que el doctor Zirgo podía volver y sorprenderla la ahogaba. Para entrar en su sección empleó la llave que ella tenía, como la de todas las dependencias de aquel sector.

Captó el silencio.

Y respiró el aire quieto.

Sólo el levísimo runruneo del armario frigorífico rompía aquel marasmo.

La muchacha volvió a pulsar el botón de antes, pero seguía estropeado. Aunque ella estaba convencida ahora de que no estaba estropeado del todo. De que el doctor Zirgo podía hacerlo funcionar. Basándose en los conocimientos que ella tenía de aquel mecanismo, estuvo trabajando durante más de media hora.

Cada vez que oía pasos, parecía como si el corazón fuera a detenérsele.

La horrible tensión hacía que le doliese el pecho.

Al fin, el mecanismo funcionó.

Se abrió el cajón.

Y Marta Louvier tuvo que llevarse las manos a los ojos, con un violento espasmo, mientras ahogaba un chillido de horror.

Porque allí estaba, todavía conservado por el frío, el antiquísimo cadáver de una mujer.

Una mujer a la que le faltaba casi toda la piel. A la que le faltaban parte de las manos…, ¡a la que le faltaba la oreja derecha!

La muchacha cayó blandamente a tierra. No pudo resistirlo. En sus ojos vidriosos quedó, flotando como una nube, aquella primera visión del infierno.