CAPÍTULO XVI

La mujer sujetaba nerviosamente el teléfono. Sus cabellos teñidos estaban algo desvaídos aquella mañana. Se los acarició y ordenó con un gesto brusco.

—Está bien, está bien… —murmuró—. Lleva usted semanas llamándome y nunca le he hecho caso, pero ahora me coge en un mal momento. Quiero decir que un poco de dinero fresco no me perjudicaría, ¿entiende? ¿Me ha hablado usted de trescientos francos?

—Sí —dijo la voz—. Trescientos.

—Compréndalo… —dijo la mujer—. No me las doy de santa, pero tampoco estoy acostumbrada a eso… Confío, de todos modos, en que usted será un hombre discreto.

—Sé que usted es soltera —susurró la voz—. No tiene que rendir cuentas a nadie.

—¿Es que cree usted que todas las solteras van a ser unas zorras? —preguntó, bruscamente, la rubia teñida.

—Perdone. Le ruego que no me interprete mal.

La mujer sonrió complacida ante el tono cariñoso, casi servil, de la voz.

—Ya veo que es usted un caballero, ya veo… —murmuró—. Está bien, ya he anotado la dirección. ¿Dentro de media hora?

—Sí.

—Está lloviendo…

—Le pagaré aparte el taxi, no se preocupe.

—Hum…

Ella colgó.

Se miró en el espejo sus carnes ya no tan prietas como cinco años atrás, cuando hubiera podido ganar dinero largo enloqueciendo a los hombres. Pero ahora los hombres ya no la buscaban, si se exceptuaba a aquel chalado del teléfono, al que había estado dando calabazas durante un año porque no le gustaba salir con desconocidos. Pero, en fin, trescientos francos eran trescientos francos. Ya no le iban a quedar demasiadas oportunidades como ésa.

Se vistió y salió a la calle. Estaba lloviznando ligeramente, por lo que le costó encontrar un taxi. Ésa fue la causa de que llegara con algún retraso a la dirección que le habían dado, en el boulevard Bobillot, cerca de la rue Tolbiac y a un par de kilómetros del bonito parque de Montsouris.

Examinó la casa con ojo crítico, después de despedir al taxi.

Era de una sola planta.

Tenía facha de almacén.

Pero cualquier sitio es bueno durante media hora, cuando una ya va de capa caída y se ha propuesto ganarse trescientos francos.

Empujó la puerta y entró.

Vio una habitación oscura.

Era algo extraño.

Daba una gran sensación de profundidad y de misterio. No se sabía dónde estaban las paredes. Nadie hubiera podido decir dónde empezaba y dónde terminaba exactamente.

Ella avanzó.

—Eh… —llamó—. ¿Está usted aquí?

Silencio.

Su voz vibraba en las tinieblas. Al fondo parecieron titilar unos puntitos de luz.

Pero la mujer se dio cuenta de que eran sus ojos.

«Me estoy poniendo nerviosa… —pensó—. ¡Qué tontería! Me estoy poniendo nerviosa…».

Otra vez su voz le sonó rara entre las tinieblas.

—Eh… ¿Pero está usted ahí?

Al fin, la rubia teñida se encogió de hombros. Valiente cerdo el que la había llamado. Si era una broma o si quería jugar al escondite, se iba a quedar con un palmo de narices.

Giró hacia la puerta.

—¡Cabrito! —gritó—. ¡Me largo!

No era lo que se dice una chica fina.

Pero fue entonces, al girar hacia la puerta, cuando lo vio. Cuando vio la silueta alta y negra. Cuando distinguió aquella siniestra capucha por cuyos orificios la miraban aquellos ojos, y aquella boca parecía buscarla.

Sintió un espantoso frío que le iba desde la médula espinal hasta los pies.

Quiso gritar.

Y tampoco pudo. Vio aquella masa negra que avanzaba hacia ella. Sus rodillas temblaron.

Los ojos se fijaban en un solo punto de su anatomía. Se fijaban en su garganta. En el único punto de su cuerpo… ¡que no era enteramente suyo!

Los labios ávidos avanzaron hacia allí.

Brillaron unos dientes.

Y esos dientes se clavaron en aquella piel tersa, limpia, tan distinta de la que estaba a ambos lados del cuello, más oscura y más fláccida.

La mujer abrió la boca desesperadamente.

El horror había entrado hasta sus huesos.

Pero ahora el monstruo ya no perdió tiempo. Sabía que le acabarían reconociendo. Sabía que, de todos modos, aquello tenía que terminar con sangre. Hundió dos veces el estilete entre los riñones de la mujer mientras la abrazaba y volvía a besarla.

La sangre brotó.

Un gorgoteo gutural se extendió por el recinto.

Las tinieblas se tiñeron de rojo…