El coche atravesó el punto donde el letrero indicaba «Camino particular». Luego se detuvo al borde del antiguo Relais du Postilion, mientras otra vez, en el aire, volvía a flotar aquella sensación de misterio, aquella sensación de pasado que había vuelto.
Marten cerró un momento los ojos.
No lo entendía.
Cada vez que llegaba hasta allí le acometía la misma absurda sensación de que había vuelto atrás en el túnel del tiempo.
Descendió del vehículo y se dirigió hacia la casa. Una extraña sensación le oprimía. Hasta le costaba trabajo respirar aquel aire tan quieto.
Llamó con la aldaba.
Pero esta vez no le abrió Clemens. Esta vez le franqueó la entrada la joven Danielle.
Estaba muy bonita, aquella mañana.
Y tenía ya unas formas muy marcadas, la condenada. Lástima que tuviera aquella sonrisa perdida; lástima que su cerebro no diera para más.
Marten le estrechó la mano efusivamente.
—Hola —le dijo, con voz suave, como si hablara a una niña de seis años—. ¿No está tu padre?
—Ha salido a comprar unas cosas.
—¿A comprar qué?
—Cosas como éstas.
Indicó una pila de tubos que estaban amontonados a un lado de la casa. Era la primera vez que Marten se fijaba en ellos. Parecían tubos ligeros como los que se emplean en las instalaciones de aire acondicionado, aunque éstos tenían una longitud y una consistencia especiales.
—¿Para qué son?
—No lo sé —dijo Danielle—. Papá también me ha prometido que me traería un vestido.
Por lo visto, era eso lo único que importaba a la muchacha. Y podía decirse lo que se quisiera de Clemens, pero nunca que no adorara a su hija. Dentro de los modestos medios del ex presidiario, iba vestida como una reina.
Aunque en cambio Clemens gastaba dinero en… ¿en una instalación de refrigeración de aire? ¿Era posible?
Fingiendo que no reparaba en aquello, Marten siguió sonriendo.
—¿Puedo pasar, Danielle?
—Oh, claro que sí…
La luz del día le permitió al joven ver mucho mejor las cosas. Se dio cuenta entonces de que los hilos de la instalación eléctrica, que eran exteriores como todos los de las casas antiguas, habían sido arrancados. O sea, que él no sufrió una alucinación cuando llegó aquella noche y no estuvo seguro de si la casa contaba con instalación eléctrica o no. Sencillamente, Clemens la había desviado, así como los tubos del agua. ¿Pero por qué?…
—¿Me dejas que vea las otras habitaciones? —preguntó a Danielle.
—Oh, sí…
Pasó al interior de la vieja posada. Se dio cuenta entonces de que muchas cosas habían cambiado en ella desde la última vez que estuvo allí.
Por ejemplo, ya no había agujeros en las paredes. Ya no estaban las dos momias. Clemens lo había tapado todo otra vez y había dado al conjunto una capa de pintura. Después de todo, era un detalle de buen gusto.
Al menos, Danielle no sufriría pesadillas.
Y eso indicaba también que Clemens había renunciado a la absurda idea de encontrar el cadáver de su mujer emparedado en la casa.
¿Renunciado?
¿Pero qué era aquello?
Marten hizo un gesto de asombro que no pudo disimular. Uno de los huecos en la pared, al fondo de la casa, no estaba tapado. Al contrario, era muy amplio. Hacia él confluían toda la instalación eléctrica y todos los tubos de conducción de agua. También se estaba instalando allí una red de tuberías que daba la sensación de pertenecer a un sistema de refrigeración.
Sin duda todo aquello lo montaba el propio Clemens, que antes de entrar en la prisión de la Santé había sido un hábil mecánico.
¿Pero por qué?…
Marten se volvió hacia la muchacha.
—¿Qué hace aquí tu padre? —musitó.
—No lo sé.
—¿Trabaja él solo?
—Sí. Él solo.
El joven examinó con más interés las instalaciones. Sin duda, eran de un sistema de refrigeración que, al parecer, tendría gran potencia. Como para dejar a un hombre helado en una noche, vamos. Como Clemens necesitaba una buena cantidad de agua y toda la potencia de electricidad que daba la instalación de su casa, había desviado ambas cosas hacia aquel único recinto. No debía importarle que en el resto de la casa no hubiera luz ni agua corriente. Que no faltaran en aquel sitio donde trabajaba, era mucho más importante para él.
Pero otra vez flotaba la inquietante pregunta: ¿Por qué?
—¿Sabes qué ha ido a comprar tu padre? —preguntó a Danielle—. ¿No te lo ha dicho?
—Sí y no. Bueno, quiero decir que no me lo ha aclarado mucho. Creo que tenía encargada una puerta metálica.
—¿Para aquí?
—Sí.
Marten se mordió el labio inferior.
No cabía duda. Lo que tenía ante los ojos estaba destinado a ser una monumental nevera. Incluso se veía ya el tablero de mandos en el exterior, desde la cual podía conectarse o desconectarse la red de frío.
Quedaba trabajo sólo para dos o tres días.
Pero era un trabajo que no tenía sentido. Marten se pellizcó la mandíbula y salió al exterior de la casa.
Vio unas gruesas cortinas negras colgadas de las copas de los árboles.
Eso le hizo parpadear. Y eso le dio la clave de un fenómeno que en el primer momento le pareció inexplicable.
Aquella noche en que, desde la ventana, no vio las luces de la cercana autopista.
Sencillamente, las tapaban aquellas cortinas. Sin duda, Clemens las había colgado para que nadie pudiera fisgonearle a distancia. En especial la policía, si le vigilaba con prismáticos.
Con este casual descubrimiento quedaban aclarados para Marten los extraños fenómenos que aquella noche de pesadilla advirtió en la casa. En cuanto a la osamenta del caballo, podía haber sido abandonada allí por un grupo de gitanos. Era una cosa que sólo tenía relativa importancia.
¿Pero para qué quería Clemens todo aquello?
Siempre la misma e inquietante pregunta:
¿Había estado Clemens trabajando en las paredes sólo para encontrar el sitio que más conviniera a aquella extraña instalación? ¿Decía buscar el cadáver de su esposa cuando en realidad no buscaba nada, excepto un dato técnico, como, por ejemplo, la resistencia de los muros?
Marten, cada vez lo entendía menos.
Danielle le miraba sonriendo.
Maravillosa y dulce inocencia.
Unos ojos puros como los de aquella muchachita no descubrirían jamás los caminos tortuosos del mal.
—¿No tienes miedo de estar aquí sola? —preguntó.
—No, señor. ¿Por qué?
—Oh, por nada… ¿Sabes cuándo volverá tu padre?
—No, señor. No lo sé.
—Entonces ya volveré para verle. ¿De acuerdo? Pero no le digas que he estado aquí. Quiero darle una sorpresa.
—Está bien, señor.
Marten dio un cariñoso cachetito a Danielle en la mejilla, subió a su coche, pasó por encima de una zona pedregosa para no dejar las huellas de los neumáticos y se alejó velozmente.
Su cabeza zumbaba.
Estaba tan absorto que hasta había momentos en que se le nublaba la vista.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué sentido tenía? ¿Por qué?
Demasiado sabía él que ninguna de aquellas preguntas tenía respuesta.
Demasiado sabía él que seguía acechando la muerte.
¿Pero dónde?