CAPÍTULO XIV

La mujer andaba un poco dificultosamente debido a una lesión producida varios años atrás.

Con gestos algo imprecisos se dirigió a la ventanilla de pagos de la compañía de seguros y tendió una libretita. El empleado dijo con un gesto de mal humor perfectamente burocrático:

—Ya es tarde. Íbamos a cerrar.

La mujer sonrió. Sabía que todos los cajeros del mundo se desviven por cerrar las ventanillas y dejarle a uno con un palmo de narices. Por eso tenía paciencia.

—No he encontrado aparcamiento aquí cerca —dijo.

—Pues otra vez venga en el Metro. A ver…, ¿cuánto es?

—Quinientos francos, como siempre.

La mujer cobró y salió, hundiéndose en la niebla que aquella noche arrastraba el Sena. Ya no era tan bonita como antes, como cuando todos decían que era la dependienta más gentil de La Samaritaine, pero seguía teniendo una figura agraciada y atractiva, a pesar de haberse casado y tener ya un hijo de un año. Lástima de aquel pie tan terco que se negaba a obedecerla.

Por eso cobraba regularmente la indemnización.

Tiempo atrás, cuando los almacenes en que trabajaba se incendiaron, ella hubo de saltar desde un segundo piso y se rompió un pie por tres sitios. A pesar de todas las intervenciones, el accidente dejó en ella una secuela que la imposibilitaba para la vida normal.

Pero lo peor no había sido eso. Lo peor había sido lo de la pierna.

En fin, al menos eso ya estaba resuelto.

¿Para qué pensar más?

Atravesó la Place de la Nation y siguió por el Cours de Vicennes hacia la vieja puerta de París que lleva el mismo nombre. A la altura de la iglesia de la Concepción dobló en dirección a la Avenue de Saint Mande.

La niebla era más espesa cada vez.

Algunas noches de invierno, cuando el aire estaba quieto, había que reconocer que en los suburbios industriales la contaminación dejaba el aire convertido en una pasta pútrida.

Pero ya faltaba poco.

Ya estaba muy cerca de su casa.

Distinguía las luces del Hospital Trousseau, rodeado por una alta verja. Más allá estaba la vía férrea que cruza la rue du Docteur Metier, por la que ahora caminaba ella.

Aceleró el paso.

Todo estaba solitario y quieto.

Y además tenía la absurda sensación de que alguien la seguía.

«Tlac… Tlac… Tlac… Tlac…».

Eran unos pasos regulares y monótonos que iban detrás de los suyos.

La mujer intentó andar más aprisa, pero no pudo. El pie le fallaba; no podía apoyarlo bien. Mientras tanto, las pisadas se iban acercando más y más.

Ya estaba apenas a doscientos metros de su casa.

El hospital a la izquierda.

El callejón a la derecha.

¡Blam!

El golpe la hizo tambalearse. Fue tan fuerte que ni siquiera sintió dolor. Cayó de rodillas en el callejón mientras todo daba vueltas en torno suyo.

No entendía nada.

Pensaba que iban a robarla.

Miró hacia arriba.

Y entonces lo vio.

Aquella figura negra. Aquella máscara siniestra que cubría todo el rostro. Sólo tres orificios tenían vida en ella: los dos de los ojos que brillaban quietamente y el de la boca donde se movían unos labios ansiosos.

La mujer no se atrevió ni a chillar.

Estaba aterrorizada. Tenía tanto miedo, que no podía ni abrir la boca.

Una voz rechinante musitó:

—Estese quieta. No le va a ocurrir nada.

A ella le pareció reconocer aquella voz. A través del teléfono la había oído cinco a seis veces. Siempre le hacía unas proposiciones insultantes, unas ofertas que herían hasta el fondo su moral de mujer casada:

«Sólo le pido una hora. Le pagaré bien. No sea estúpida… Le aseguro que luego no se arrepentirá… Y su marido no tiene por qué saber nada».

Aquella voz, llamando regularmente, se había convertido en una auténtica pesadilla.

Hasta había pensado en llamar a la policía. Pero al fin lo dejó por inútil, ya que si su marido se enteraba aún iba a ser peor. Dios sabe las barbaridades que podía sospechar el muy cafre.

La mano la sujetó por los cabellos y le echó la cabeza hacia atrás. Así podía verla bien porque la mujer tenía la cara forzosamente alzada.

Pudo dominar un poco su miedo. Bisbiseó:

—¿Usted es el que… me llamaba?

—Sí.

—¿Qué quiere hacer? Le juro que si me toca chillaré. El hospital está cerca. Vendrán a ayudarme…

Se oyó una risita silenciosa y lenta.

—Si chilla la mataré, señora —dijo la voz, que sin embargo, había pronunciado la palabra «señora» con tono respetuoso—. Sus voces serán la señal de su muerte. ¿Y cree que luego me encontrarán? ¿Piensa que alguien podrá perseguirme con esta niebla?

Ella comprendió que era verdad.

Estaba en manos de aquel monstruo. De aquel fantasma cuya visión le helaba la sangre.

—Sólo llevo encima quinientos francos… ¿Qué quiere de mí?

—¿Quinientos francos?… No es eso.

Unas manos ansiosas la palparon.

La mujer tuvo un miedo espantoso.

Pensó que iba a ser ultrajada.

¡Ella que ya no era guapa! ¡Ella que ya tenía un hijo de un año!

Bisbiseó:

—Por favor…

Pero en seguida notó una cosa anormal. Una cosa que no tenía apenas sentido.

Las manos elevaron su falda.

Ella llevaba medias panty.

Impacientes, frenéticas, las manos desgarraron un trozo. No le arrancaron las medias, como ella temía, para cometer un acto vandálico. Sólo le dejaron al descubierto un pedazo de muslo.

Un cierto pedazo de muslo.

Las manos ansiosas lo acariciaron.

Sólo aquello.

Unos labios glotones buscaron la suave piel.

La besaron dos veces.

Ella estaba lívida. Todo su cuerpo temblaba, mientras su cerebro nublado no enviaba a sus músculos ninguna reacción, ninguna orden. Estaba quieta como una muerta.

Pero cada uno de aquellos besos le producía como una descarga eléctrica.

La persona que la atacaba había perdido el dominio de sí misma. Acariciaba frenéticamente. Parecía hundida en una especie de nirvana misterioso y lleno de complejidades.

Y, de pronto, en el cerebro de la mujer se hizo la luz.

No sabía que a otras mujeres, en un instante trágico como aquél, les había ocurrido lo mismo. No sabía que tres mujeres, por esa sola y única razón, estaban ya muertas.

Cerró los ojos.

¡Era increíble!

¡Pero, sin embargo, estaba todo perfectamente claro! ¡Era la única explicación! ¡Tenía que ser aquello!

Susurró:

—Por favor… No me tenga aquí. Es ridículo lo que está sucediendo. Podemos llegar a un acuerdo.

—¿Un acuerdo?

La capucha se elevó. Los ojos brillantes parecieron atravesarla.

—Sí —dijo la mujer—. Pudo haberme aclarado que sólo quería eso… No es que lo comprenda, pero si no aspira a nada más… En fin, trataré de hacerme cargo. Pero, por Dios, no me tenga aquí de esta manera…

Una súbita sospecha brilló en aquellos ojos.

La boca se torció debajo de la capucha.

—¿Qué pasa? ¿Es que sabe quién soy?

—Claro que lo sé… Y le juro que no comprendo por qué lo hace. Pero trataré de ser complaciente. Al fin y al cabo, esto lo tengo porque usted quiso.

La luz de aquellos ojos se hizo más febril, más inquietante, más peligrosa.

De pronto, la mujer se dio cuenta de que se había equivocado.

¡De que acababa de decir justamente lo que no debió decir jamás!

Las manos dejaron su media desgarrada. Dejaron su pierna.

Entre los dedos brilló algo. Demasiado tarde se dio cuenta de que era un estilete. La pobre mujer nunca sabría que con aquel estilete había estado a punto de ser liquidado el abogado Marten.

Bisbiseó:

—Pero si casi podrían… o… oírme desde mi casa.

En su cerebro no penetraba la idea de que pudiera amenazarla un peligro tan cerca de su hogar. Tembló espasmódicamente.

Pero al menos, ella no sufrió.

El estilete se introdujo en su pecho con una precisión fría y científica. Llegó hasta el corazón en línea recta.

La víctima no pudo ni chillar.

Entre el silencio, entre la niebla, los dedos siguieron acariciando tristemente la piel, bordeando las líneas rotas de la media. Los ojos miraban fijamente hacia aquel sitio.

Pero ahora aquellos ojos eran distintos.

En ellos había tristeza.

En ellos flotaban las lágrimas.