CAPÍTULO XIII

—La muchacha ejercía la profesión más antigua del mundo —dijo el comisario Pascal, que era quien se había hecho cargo accidentalmente del caso—. Hacía la carrera por la zona del boulevard Saint Antoine, el boulevard Richard y la plaza de la Bastilla. En todos aquellos bares se la conocía bien. El «R-5» era suyo. Hemos comprobado que se lo regaló un amiguito.

Marten seguía teniendo la sensación de que flotaba entre las nubes de otro planeta.

Balbució:

—¿Un amiguito?…

—Oh, sí… Madeleine era una chica agradable y que se las sabía todas. ¿Que a un fulano le gustaba verla vestida de danzarina clásica? Pues ella se vestía de danzarina clásica. ¿Que le gustaba verla vestida de árbitro? Pues ella se vestía de árbitro. Tenía muchos amigos que la llamaban por teléfono. Era complaciente. El que la contrató debió decirle: «Ponte este portaligas y haz esto y esto»… Y ella se lo puso e hizo eso y eso.

—Aquella casa… ¿era suya?

—Sí. Era uno de los dos sitios que tenía para recibir a sus amistades. Por lo que me ha explicado, Marten, pensó sin duda atraerle a usted, pero no imaginaba que encontraría allí a la persona que la había contratado. Esa persona la liquidó en menos de diez segundos. Fue un golpe certero y exacto.

Marten seguía sintiendo una especie de náusea.

Susurró:

—Pero eso no acaba de tener sentido… ¿Por qué razón había de matarla?

—¡Qué pregunta! Está más claro que el agua, amigo mío. Por dos razones. Una: Necesitaba las manos libres para asesinarle a usted. La chica hubiera sido un estorbo total. En realidad todo eso estuvo maquinado para llevarle a usted a un sitio donde pudiera matarle.

Marten tragó saliva. La verdad era que aquellas palabras no contribuían precisamente a darle optimismo. Era peor que decirle que le habían subido los impuestos un cien por ciento.

—¿Y cuál es la otra razón? —musitó.

Pascal hizo crujir sus dedos.

—Razón dos: La chica reconocería al que le había contratado. No pudieron contratarla con la capucha puesta, claro. Tuvieron que darle una razón más o menos plausible: por ejemplo, que usted era un cliente que la cubriría de oro. El caso es que, después del crimen, Madeleine hubiera ligado las cosas, convirtiéndose en un testigo demasiado molesto. Ella era la única que sabía si la persona que la contrató era hombre o mujer.

Marten tuvo un estremecimiento.

—¿Mujer…? —balbució.

—¿Y por qué no? ¿No podría ser una mujer ese misterioso encapuchado?

El abogado se mordió el labio inferior.

—Por la estatura —dijo—, más bien parece un hombre.

—Hay mujeres muy altas —suspiró Pascal—. Y además, ¿ha visto usted sus suelas? ¿No podía llevarlas dobles?

—Es… es cierto. Pero sus hombros eran cuadrados y fuertes.

—¿No podía llevar hombreras falsas?

Otra vez aquel estremecimiento.

—Claro que sí —dijo—. Claro que sí…

—Parece que está usted más intranquilo cada vez, Marten —dijo Pascal, mirándole fijamente—. ¿Qué le ocurre? Algo de lo que hemos hablado le está sacando de quicio.

—Sí, comisario. Una cosa.

—¿Cuál?

—La posibilidad de que ese monstruo sea una mujer. No había querido pensarlo hasta ahora.

Y Marten cerró los ojos un momento.

No quería que nadie viera el brillo febril que había aparecido en ellos.

No quería que se notara su recóndito pálpito de miedo. Porque había algo más. Su pensamiento había ido más lejos. Y era el siguiente: aquella fantasmal mujer, ¿no podía ser Suzanne Clemens, la desaparecida?…