CAPÍTULO XII

Todo eso ocurrió muy cerca de la rue Buffon, junto a la bifurcación en que están los museos botánicos y el Jardin des Plantes. Un diminuto «R-5» se hallaba estacionado allí. De pronto la puerta se abrió y volvió a cerrarse.

Pero fue un movimiento lento, pausado, como para que Marten se diera cuenta de la exhibición fascinante que se le hacía desde el asiento. Porque la mujer que estaba al volante lucía unas magníficas piernas ceñidas por medias grises y las cuales le mostraba generosamente hasta el liguero…, ¡un liguero azul con dos puntitos blancos y un pequeño pedazo roto!

¡El de Suzanne!

En primer lugar ya llamó la atención a Marten que la chica no usara esos siniestros panties que lo tapan todo, pero pronto esa sensación digamos placentera fue sustituida por otra tenebrosa e inquietante. Porque tenía delante las prendas íntimas de la muerta, las prendas que acababa de ver dibujadas en el despacho de Pascal.

Y hasta la muchacha se parecía a Suzanne, lo cual le produjo aquella primera reacción brutal, aquella sensación de que estaba ante la propia desaparecida.

El «R-5» se despegó de la acera. Fue delante suyo hasta perderse en el tráfico del puente de Austerlitz.

Daba la sensación de que la conductora ni siquiera le había visto.

Pero Marten la hubiera seguido hasta el mismo infierno. Ahora ya no podía despegarse de ella. Casi tocando su parachoques posterior, sin tratar de disimular, fueron por la Avenue Ledru hasta la iglesia de Saint Antoine. Allí la muchacha estacionó su vehículo y fue a pie por la derecha, a lo largo de la rue de Charenton.

En aquel barrio abundan las viejas casas y los nostálgicos museos donde yace enterrado el glorioso pasado de París. Abundan también los patios interiores y laberínticos, los pasadizos, los callejones sin salida y los tejados decrépitos donde se persiguen los gatos.

La muchacha penetró tranquilamente por uno de aquellos callejones.

Ahora Marten la seguía a más distancia. No podía exponerse a que ella notara demasiado que la vigilaban. Quería saber hacia dónde se encaminaba ella, para lo cual tenía que dejarla obrar con naturalidad.

Ella abrió una puerta.

La puerta produjo un gemido casi humano.

Desapareció.

Marten vaciló unos instantes. Luego pensó que tenía que hacerlo, aunque eso no fuera muy legal. Penetró él también.

Cerró la puerta a su espalda.

Otra vez aquel gemido que parecía humano.

Los ojos del joven pasearon por el recinto.

Una mesa ya muy vieja.

Un diván.

Una pantalla.

Y junto a la pantalla, bañada por una luz rosada e irreal, estaba la cama. Era una cama ancha y confortable, sobre la cual…, sobre la cual se encontraba la chica.

Estaba de espaldas.

Con sus piernas torneadas y mórbidas.

Con sus medias grises y su liguero azul.

Se había subido el vestido hasta arriba.

Su postura no podía ser más sugestiva, más turbadora y perfecta.

Pero ningún pensamiento turbio pasó ahora por la mente del joven. La inquietud y la sorpresa podían más que todo eso. Se acercó a la mujer tendida de espaldas.

Vaciló un momento.

Y luego la rozó en un hombro.

—Oiga…, ¡por favor! ¡Oiga!

No obtuvo respuesta.

Extrañado, la tomó por un hombro y la hizo girar.

Sus labios temblaron.

Sintió que se le helaba la sangre.

Balbució:

—¡Dios santo!

¡Porque la muchacha estaba muerta! ¡Tenía un fino estilete clavado a la altura del corazón!…

* * *

¿Qué fue lo que previno a Jean Marten? ¿Su sexto sentido? ¿Sus oídos agudos de hombre acostumbrado a luchar?

Sólo un segundo de retraso hubiera resultado ya fatal para él. La sombra negra avanzó, llevando por delante un estilete como el que tenía clavado la muerta.

Marten se desvió en el último instante. La silueta negra pasó junto a él. Patinó junto a la cama.

Marten contuvo la respiración. Otra vez tuvo la sensación de enfrentarse a un fantasma, como cuando se enfrentó con él en aquella extraña tintorería Letouche, el establecimiento que ya no existía.

Pero la luz era ahora más intensa y pudo verla bien. Pudo ver la alta silueta negra y sobre todo la máscara, aquella máscara espectral que sólo dejaba tres orificios para los ojos y la boca.

Marten apretó salvajemente los labios.

Ahora estaba seguro de que no era un fantasma.

Fue a disparar su puño derecho, y en efecto envió un gancho alucinante a través del aire. Pero nuevamente le acometió aquella sensación absurda de que se enfrentaba a algo irreal. ¡La sensación de que delante suyo no había nada!

¿Había esquivado el fantasma? ¿O quizá él hundió el puño sencillamente en el aire?

No tuvo tiempo para pensar.

El estilete volvía hacia él.

Marten saltó hacia atrás, chocó con la pared y resbaló junto a la cama. Recibió un golpe tan fuerte, que durante unas décimas de segundo su vista se nubló. Tuvo la sensación de que el fantasma aprovecharía ese momento para atravesarle.

Sin embargo, Marten estaba demasiado lejos de él. El monstruo tenía que bordear la cama antes de alcanzarle, lo cual significaba que el abogado tendría tiempo de recuperarse. Por eso se oyó un chasquido y la siniestra figura desapareció.

En cuestión de segundos había abierto y cerrado una puerta. Marten se incorporó pesadamente.

Aún estaba bajo los efectos de aquella sensación de pesadilla.

Abrió aquella puerta con precauciones, porque el estilete podía estar detrás, esperando a que él apareciera. Pero no fue así. Más allá de aquella puerta había un pasadizo sinuoso, uno de aquellos pasadizos vecinales del viejo barrio, que llegaban hasta la calle.

Comprendió que ya no alcanzaría nunca al monstruo.

Éste había elegido bien el sitio.

El joven avanzó como un borracho. Se dirigió hacia el «R-5», que estaba aparcado en el mismo sitio. Buscó con los ojos inútilmente, tratando de encontrar una pista.

Nada.

Lo único que sus ojos encontraron fue un bar con un mostrador agradable y con un dueño gordo y complaciente. Ya era algo.

Se atizó dos coñacs dobles, uno detrás de otro. Y eso que estaba bajo un cartel que decía: «Gracias, no bebo. Tengo que conducir».