El doctor Zirgo encendió un cigarrillo y miró sin demasiado interés las piernas de Marta Louvier. Era uno de los poquísimos hombres de París que no ponía atención en ellas, lo cual resultaba de verdad sorprendente. Porque las piernas de Marta Louvier, esbeltas, largas, torneadas, más bien llenitas, eran casi lo mejor de su espléndida anatomía. Al doctor Zirgo, un hombre que al fin y al cabo sólo tenía unos cuarenta y ocho años, hubieran debido llamarle la atención por fuerza.
Pero sólo les dirigió una mirada superficial, como siempre.
Luego susurró:
—Es tarde, señorita Louvier. Más vale que se marche a casa.
—Aún queda trabajo por hacer…
—Oh, no se preocupe. Como jefe de esta sección de la Morgue la autorizo a que se vaya con su prometido y disfrute un poco de la vida. Era su prometido aquel joven con quien iba en el coche cuando me dejaron la plaza del aparcamiento, ¿verdad?
—Sí… Bueno, es decir… Se trata de un cabeza dura que no acaba de declararse nunca, pero yo pienso que caerá —dijo Marta, con una leve carcajada—. Es el abogado Jean Marten.
—Lo he oído nombrar. Hala, váyase.
—Doctor Zirgo… Tengo la sensación de que estos días he trabajado poco.
—¿Por qué piensa eso?
—He salido demasiado con Marten, me he distraído…
—No se preocupe. Usted ha cumplido bien. Además supongo que es que tiene otro trabajo.
—Ya lo sabe usted. Soy la secretaria de Marten.
—Desgraciadamente a todos nos gusta vivir bien y para eso vivimos mal —dijo el doctor Zirgo con una triste sonrisa—. Yo podría pasar con mi sueldo de jefe de esta sección de la Morgue, pero también necesito mis ingresos como cirujano. De todos modos, cada vez trabajo menos en eso. Mis manos no son las de antes.
Se las miró tristemente, como si pensara que en este mundo todo se acaba, y salió dejando en el cenicero los restos del cigarrillo.
Marta Louvier quedó sola.
En efecto, aún quedaba bastante trabajo por hacer.
La parte administrativa de un lugar como el depósito de cadáveres no es fácil de llevar, porque un error suele tener malas consecuencias. Y el trabajo abarca muchos aspectos, desde la sepultura que se da a los cadáveres hasta los nombres de las personas que los reclaman y su grado de parentesco, pasando por las ropas que llevaban los difuntos, objetos que son devueltos a los parientes, piezas que se archivan y piezas que son entregadas al juez. A veces es un lío.
La muchacha tuvo un momentáneo gesto de cansancio.
Se pasó una mano por los ojos, ahora que estaba sola. De repente, parecía haber envejecido un poco, pero eso dotaba a su figura de una especial delicadeza. Se puso en pie, atravesó la puerta y de pronto se encontró en un mundo siniestro y hostil, un mundo que llegaba a helar la sangre.
No era sólo por la temperatura.
Y eso que la temperatura resultaba gélida en aquel sitio.
Era por el ambiente, era por la serie de suaves olores difícilmente descifrables, era por el silencio lúgubre en el cual resonaba con mil ecos el taconeo de sus zapatos.
Se detuvo ante un gigantesco armario metálico, en el cual había docenas de enormes cajones. Al lado de cada uno de ellos había un timbre. Del armario se desprendía un suave zumbido como el que emiten los refrigeradores.
En aquel armario, un letrero luminoso proclamaba: «Provisionalmente no reclamados».
La muchacha pulsó uno de los timbres.
El cajón se abrió automáticamente.
Dentro apareció el cadáver desnudo y helado de una mujer. Había sido joven y bonita, pero sus facciones aún no habían ganado la serenidad de la muerte, a pesar de los días transcurridos. Su fin debió ser muy angustioso. Aún tenía en el cuello las marcas de las manos que la habían estrangulado.
Marta Louvier miró la ficha.
Correspondía a una obrera que se dirigía a trabajar cada mañana, antes del amanecer, a las cercanías del Stade Renault. La habían encontrado muerta cerca de la vía férrea, y con señales que indicaban que trataron de abusar de ella. Nadie le había reclamado hasta entonces, quizá porque la mujer vivía sola.
Marta anotó en la ficha: «Sigue en espera otro mes».
Fue a cerrar.
Y de pronto se fijó en la cicatriz de su mejilla izquierda.
—Es curioso… —dijo—. Muy parecida a la que tenía Suzanne Clemens, la desaparecida. ¡También es casualidad!…
Cerró el cajón.
Anduvo unos pasos.
Abrió otro.
El cadáver que apareció ahora era el de una muchacha más joven y sin duda más bonita. Pero ésta aún tenía la boca crispada en una última mueca de horror, de incomprensión, como si hubiera muerto chillando.
No presentaba ninguna herida visible.
Pero Marta Louvier sabía que las verdaderas heridas estaban detrás. A aquella pobre muchacha, jefe de grupo en unos laboratorios, le habían clavado unas enormes tijeras en los riñones y después en la nuca. Cosa increíble, había aparecido además con las manos esposadas a la espalda.
Sus muñecas aún presentaban las erosiones que se produjo al tratar de liberarse. Debajo de aquellas erosiones mostraba quietas, yertas, unas manos de maravillosa piel.
La muchacha pensó maquinalmente: «¡Qué bonitas!».
Luego anotó en la ficha: «Identificada y reclamada. Pasar a sección de disponibles».
Cerró.
El tercer cadáver al que dedicó su atención bajo la luz irreal que llenaba el depósito, fue el de una mujer que debió ser una verdadera atleta. Sus líneas eran fuertes, pero tenían la gracia de las de una bailarina. Tenía el cuello lleno de erosiones y hematomas porque la habían ahorcado con la cuerda de trepar de un gimnasio.
La muchacha parpadeó.
Vio que el cadáver presentaba unas marcas de dientes en la oreja derecha. La habían mordido. En el primer momento, aquello le pareció tan irreal que le produjo como una sensación de vértigo, a pesar de que el dato figuraba en la ficha.
Anotó: «Identificada y reclamada. Pasar a sección de disponibles».
Fue al cerrar aquel tercer cajón cuando se volvió de pronto.
Había tenido la brusca sensación de que alguien estaba a su espalda.
De su garganta escapó un gemido.
Y de pronto bisbiseó:
—¡Dios mío! ¡Qué susto me ha dado!…
El doctor Zirgo estaba allí. La miraba fijamente. Sus ojos glacuos y enormes parecían los de un pez.
Pero no se encontraba solo.
Junto a él había una persona que calmó del todo a Marta. Se encontraba el abogado Marten. Zirgo se lo señaló con una suave sonrisa.
—Lo he encontrado fuera esperándola a usted —dijo—, y como he imaginado que estaba aquí lo he acompañado para que no se perdiera. ¿Qué hacía usted, señorita Louvier? ¿Por qué no se ha ido?
—Verá… Es que quería completar unas fichas.
—¿Alguien ha reclamado esos cadáveres?
—Dos de ellos, sí. El otro no.
—Ya se ocupará mañana de eso. Ahora váyase. No es justo que haga esperar al señor Marten.
El joven le sonrió.
—Gracias, doctor Zirgo. Ha sido usted muy amable al acompañarme hasta aquí. Creo que de otro modo me hubiese perdido.
—No se preocupe. Estos son mis siniestros dominios, al fin y al cabo. Pero lo que me duele es que una muchacha tan bonita como Marta esté enterrada en ellos.
Se puso un cigarrillo entre los labios y se despidió con un gesto. Marta puso las fichas en un pequeño cajón anexo al armario refrigerador y sonrió disculpándose.
—No sabía que fueras a venir, Jean. Lo siento.
—Oh, el culpable soy yo, por no avisarte… He terminado una gestión antes de lo que pensaba y se me ha ocurrido que sería una buena idea venir a recogerte aquí. He llegado a tiempo de ver el último cadáver. Impresionante, ¿no?
—Mucho.
—¿Cómo es posible que ahorcaran a una mujer de esa manera? ¿Y que le mordieran la oreja derecha? ¿Qué fantasmal mundo es éste?
—No lo sé, Jean. Hay momentos en que pienso que voy a volverme loca.
—Debes dejar este oficio, Marta. Debes dedicarte exclusivamente a mí. Ahora ya gano bastante dinero y puedo permitirme el lujo de tener una secretaria a jornada completa. Y eso como preparación antes de… de…
Ella contuvo la respiración. Pensó: «Ahora se declara. Ahora me dirá que como preparación antes de que sea su esposa».
Pero el tío se escabulló.
Dijo sin comprometerse:
—En fin, que me gustaría que aceptases. Y ahora vamos si no te importa, a ver al comisario Pascal.
Había subido a su coche, que por fin estaba reparado. Ella se sentó descuidadamente, con una audaz exhibición de muslos y susurró:
—¿Al comisario Pascal? ¿Para qué?
—Él fue uno de los primeros en ocuparse del caso de Suzanne Clemens. Se me ha ocurrido una cosa que quizá pueda ayudarnos. Ya verás de qué se trata.
Circularon por entre miles de coches hasta la rue des Francs Bourgeois donde Pascal tenía su estado mayor. Era un sitio relativamente tranquilo a aquella hora, cerca de los Archivos Nacionales y de la iglesia de Saint Denis du Saint Esprit. Pascal, un tipo tripudo, calvo y tan cachondete como el sargento Floriot, se quedó también boqueando al ver las líneas de la infrascrita, o sea la susodicha, o la interfecta si ustedes quieren. Es decir, la monumental señorita Louvier.
—¿Qué pasa? —musitó—. ¿Me la viene a traer como prueba de algún delito? ¡Me la quedo, me la quedo!
—Quisiera ver algo mientras usted mira a la señorita Louvier —dijo Marten—. Vaya una cosa por la otra, comisario. Sé que ustedes lo conservan todo, aunque los casos ya estén cerrados por sentencia firme.
—¿Qué caso quiere revisar?
—El de Suzanne Clemens.
—Ya está cerrado del todo. Y su marido, el culpable, salió en libertad provisional hace días.
—Sé que ustedes hicieron unos dibujos-robot a color, comisario. Sobre todo cuando un cuerpo no aparece ponen un especial interés en eso. ¿Puede mostrármelos?
Pascal se encogió de hombros. Buscó en un fichero y al fin acabó sacando una carpeta en la cual se guardaban unos dibujos a color y a gran plano que parecían los de una colección de modas. Marten no pudo evitar un estremecimiento al ver el primero de aquellos dibujos.
Era como si viese a Suzanne Clemens viva, tal como debía estar el día en que desapareció.
El dibujo era perfecto.
—Las líneas de la cara han sido obtenidas de un retrato —explicó Pascal—, y la descripción del vestido la dio su marido, que fue el último que la vio. De este dibujo hicimos copias que repartimos a todos los gendarmes de Francia, pero sin resultado alguno. Pero vea, vea…
Mostró otra cartulina.
Marten pestañeó:
Tuvo que pensar: «¡Menuda mujer!».
Era un pensamiento poco caritativo, puesto que seguramente Suzanne ya estaba muerta. Pero uno no podía evitar un sentimiento turbio al verla dibujada así, tan perfecta y a todo color, con sólo unas mínimas prendas y el liguero, zapatos y medias.
—Seguimos con la descripción del marido —dijo Pascal—. Él conocía muy bien la ropa interior que llevaba Suzanne en el momento de desaparecer. Nos dio detalles completos. Este dibujo-robot también lo hacemos, porque a veces los cadáveres aparecen sin vestido, con sólo las prendas íntimas. Especialmente ello ocurre en el caso de mujeres bonitas que son asaltadas por maníacos. Nos temimos que con Suzanne pudiera haber pasado eso.
Señaló el liguero.
—Por ejemplo, el portaligas —murmuró—. Era azul, pero con dos puntitos blancos y un pequeño roto, aquí. ¿Lo ves? Nos hubiera servido para identificarla muy bien. Desgraciadamente, ni ella ni el portaligas ni la madre que las crió han aparecido nunca.
Cerró la carpeta de golpe.
—¿Satisfecho, Marten?
—Más o menos.
—Pues al diablo.
Marten sabía que no iba a sacarle nada más. La condenada de Marta Louvier se había sentado muy modosita. Parecía mentira de que la tonta no se hubiera dado cuenta de que convenía distraer a Pascal hasta poder birlarle la carpeta.
Pero de todos modos ya había visto bastante.
Susurró:
—Gracias, comisario. Ojalá algún día pueda darle más noticias sobre este asunto.
—Usted lo que tiene que hacer es traer a su secretaria más por aquí. Hala, fuera.
Marten y la muchacha se separaron en el boulevard de L’Hopital, cerca de la Porte d’Italie. Marten no podía negar que estaba preocupado, obsesionado acaso. Circuló a poca velocidad hacia el Quai d’Austerlitz.
Y entonces, de pronto, fue cuando vio aquello.
Tuvo la sensación de que todo daba vueltas en torno suyo.
De que el tiempo había dejado de existir.
Porque entonces la vio a ella. Vio a Suzanne Clemens… ¡Vio a la muerta!