La señorita Bernier cruzó la calle y se introdujo en el sombrío edificio de la rue de Picpus. La vieja calle va desde el boulevard Voltaire a la rue Doumesnil y atraviesa una de las más históricas zonas de París, en el Barrio de la Bastilla. En ella se encuentra el vetusto edificio del Lycée Doumesnil, donde antaño recibieron educación algunos políticos ilustres. Hoy el colegio es exclusivamente femenino y lo pueblan unas doscientas muchachas internas cuya aspiración más urgente es acabar los estudios y largarse para siempre de allí.
La señorita Bernier enseñaba gimnasia. Procuraba hacer chicas esbeltas de las que seguramente dentro de unos años no serían más que tripudas matronas.
Ella no lo era.
Ella conservaba toda la gracia y toda la agilidad de una bailarina de ballet.
Como dormía en el mismo colegio, se dirigió como todas las noches al gimnasio, a fin de preparar las clases para la mañana siguiente. Era muy meticulosa y quería que todas las pesas, todas las barras, todas las cuerdas y aros, estuvieran en su sitio. A la luz de la luna que penetraba por los ventanales, fue siguiendo el silencioso rito de todas las noches, poniendo las cosas en orden para que al día siguiente nada se encontrara a faltar.
A lo lejos se oía un aparato de televisión. Venía del comedor de profesores, donde aún debía haber alguien. Había momentos en que la señorita Bernier distinguía incluso con precisión las palabras; otros momentos en que captaba apenas un murmullo.
Sabía que no dependía del aparato, sino que dependía de ella. La señorita Bernier, de bien aprovechados treinta años, oía muy bien con el oído izquierdo, pero apenas nada con el derecho. Y es que el oído derecho de la señorita Bernier tenía su historia.
Se lo acarició.
Fue un movimiento maquinal, suave, mientras su mano izquierda ponía bien una pequeña pesa.
Y de pronto aquella pesa cayó al suelo.
Los dedos de la hermosa mujer la habían soltado.
En el primer momento no supo por qué. Había sido una cosa maquinal, instintiva. Luego comprendió cuál era la razón.
Aquella especie de suspiro junto a ella.
Aquel aliento caliente que se aproximaba, tras su espalda, a la oreja derecha.
La señorita Bernier quedó quieta.
Espantosamente rígida.
Nunca hubiese imaginado que una cosa tan sencilla (y hasta en cierto modo tan sentimental) pudiera resultar tan siniestra.
Le faltaron fuerzas hasta para gritar.
Le estaba sucediendo una cosa increíble.
Unos dientes afilados y golosos le mordían la oreja derecha.
No hubiera sabido decir si era una caricia o una amenaza.
Si aquello terminaría en un beso, o en una dentellada mortal.
Lo cierto era que nunca había sentido nada semejante. Lo cierto era que el miedo llegaba en oleadas hasta el centro de sus nervios, inmovilizándola.
Los dientes hurgaban.
Penetraban en su piel.
El silencio la envolvía como un sudario.
Notaba también que unas manos ansiosas acariciaban su esbelto y turgente cuerpo.
Pero tuvo una extraña, una casi absurda sensación. Hay cosas que se adivinan y una no sabe bien por qué. Su instinto de mujer le dijo a Nadine Bernier que su cuerpo le importaba bien poco al increíble monstruo que tenía a su espalda. Le acariciaba un poco para desorientarla, para que ella creyese que buscaba un placer normal, cuando en realidad todas sus ansias, toda su voluntad secreta estaban en aquellos mordiscos leves, tenaces, golosos, con que se dedicaba a su oreja derecha.
Nadine se aferró a unas barras paralelas.
No podía más.
Sus piernas fallaban.
No se atrevía a volver la cabeza, pero al fin reunió sus energías y la giró un poco. Entonces vio la capucha negra. Vio aquel orificio por donde asomaba aquella boca ansiosa que la estaba mordiendo. Vio los ojos ardientes.
¿Qué le recordaban?
¿Dónde los había visto?
¿Qué era aquella mirada atroz? ¿Qué eran aquellos dientes?
¿Y por qué buscaban su… su oreja derecha?
¿Por qué tan sólo aquella parte insignificante de su cuerpo?
De pronto el estremecimiento de frío le llegó hasta los huesos.
De pronto lo recordó.
—¿Por qué hace esto? —musitó, con una extraña tranquilidad, procurando dominarse—. No hace falta que se cubra. Sé quién es. Si tenía ese capricho, ¿por qué no me lo ha pedido? Sabe que se lo hubiera dado. Ya cierta vez le concedí una cosa más importante.
Las manos se cerraron en torno a su cuello.
Pero fue con suavidad, casi con dulzura.
No había ningún peligro. Parecían simplemente acariciar su garganta.
La voz susurró a su espalda:
—¿Es cierto que vas a casarte?
—Sí.
—¿Y otra persona podrá hacer… lo que yo he hecho?
—Naturalmente. Será mi marido. ¿Pero qué tiene de extraño? Ahora yo soy una chica normal, ¿no? Y mi marido también será un hombre normal. ¿Cree usted que se dedicará a morderme una oreja?
Las manos la sujetaron con más fuerza.
Nadine Bernier se dio cuenta de que su ritmo había cambiado. De que ahora ya no acariciaban, sino que poseían. Bruscamente tuvo miedo, un miedo que le llegó hasta las entrañas.
—Pero…, pero haré lo que usted quiera —susurró—. Podrá morderme cuanto le plazca… Aquí…, aquí mismo si quiere. ¡Hágalo! No me opondré, se lo juro. Al fin y al cabo la oreja es suya… Pero no haga nada más… No me odie porque voy a casarme. No me odie… ¡No me odie!
Sus últimas palabras fueron ya casi un grito, pero un grito que no atravesó los espesos muros del colegio.
Las manos se cerraban en torno a su cuello con satánica fuerza.
Las rodillas de Nadine se doblaban.
Y no era sólo eso.
Una de las cuerdas por las que trepaban las alumnas se estaba arrollando en torno a su cuello. Las manos habían formado con ella un lazo implacable.
El lazo la ahogaba.
Se cerraba en torno a su garganta con una fuerza inhumana.
De la boca de Nadine escapó un gorgoteo.
Las manos siguieron apretando.
Y entonces Nadine Bernier, en los espasmos de la agonía, se dio cuenta de algo asombroso, de algo que no tenía sentido pero que fue la última sensación que ella se llevó de este mundo.
Los ojos situados tras ella… ¡lloraban!
¡Incluso de aquella boca había brotado un gemido!
Nadine quedó colgada de la cuerda.
Ya no se dio cuenta de nada más.
Su cuerpo, su hermoso cuerpo que tanto había gustado a los hombres, quedó colgando como un pobre despojo.
La figura encapuchada se alejó lentamente.
La luz de las estrellas, penetrando por las ventanas, daba en la cara de Nadine.
En su oreja derecha.
Aquella luz sideral envolvió también a la capucha negra.
Y luego se hizo un silencio espantoso, total, un silencio que estaba más allá de la muerte.