CAPÍTULO IX

La casa seguía estando tan oscura, tan silenciosa como en noches anteriores, cuando Marten se sorprendió de que de ella hubiera desaparecido la luz eléctrica. La puerta estaba cerrada sólidamente y Marten tuvo que llamar con varios aldabonazos. Cuando Clemens le abrió, otra vez apareció la luz difusa de los troncos en la chimenea, otra vez le recibió aquel ambiente casi irreal por el que parecían no haber pasado los años.

Clemens susurró:

—¿A qué viene, Marten? ¿Por qué no me deja buscar tranquilo?

—¿Es que sigue buscando?

—¿Y eso qué le importa?

—Perdone, pero quiero hablar con usted. Es necesario que lo haga.

—¿Qué pretende?

Marten se sentó junto al fuego porque empezaba a hacer frío. Además allí, junto a las brasas, desaparecía aquella sensación de irrealidad que le dominaba. Miró fijamente a Clemens y susurró:

—Necesito llevarme a su hija de aquí. Le ruego que la deje salir conmigo.

—¿Llevarse a Danielle? ¿Y por qué?

—Lo hago en su exclusivo interés. Temo que la pobre muchacha se vuelva loca.

—No diga tonterías, Marten. No sé a qué viene eso. ¿Con quién estará Danielle mejor que con su padre?

—Si su padre se dedica a buscar cadáveres por las paredes, Danielle no estará bien. Acabará lanzando chillidos de terror por las noches.

—¿Qué pretende decir?

—Pretendo decir que es usted un obsesionado, Clemens. Ya sé que es difícil olvidar lo que ocurrió, pero convendría que lo hiciese. Al fin y al cabo está ya en libertad provisional. Si se porta bien, nadie volverá a molestarle por aquel maldito asunto.

—¿Y usted, Marten? ¿Por qué no lo olvida usted? ¿Ha sido capaz de hacerlo?

—Bueno, mi caso… es distinto —dijo el abogado, mordiéndose los labios—. Fracasé profesionalmente con usted y eso me ha avergonzado durante seis años. Me gustaría rehabilitarle, lograr que usted fuese un hombre honrado a los ojos de todos. Pero no tendría inconveniente en olvidarme de este asunto si se olvidara usted. Creo que, en realidad, ganaríamos todos.

Marten meneó la cabeza con pesadumbre. Sus manos temblaban junto al fuego. Marten se dio cuenta de que su mirada era un poco como la de los drogados: lejana y perdida.

—No puedo —dijo lentamente el ex presidiario—. Le juro que no puedo. Amé demasiado a mi mujer para consentir que las cosas queden como están. No quiero tampoco que mi hija tenga motivos para creer que soy un asesino.

—Ella no lo cree —insistió Marten—. Al contrario, le aprecia más de lo que usted piensa.

—No insista, Marten… Quiero averiguar lo ocurrido y estoy seguro de que lo averiguaré en cuanto descubra el cadáver de Suzanne.

—¿Y si lo descubre… podrá soportarlo?

Las manos de Clemens temblaron.

Dijo con un soplo de voz:

—No lo sé, pero al menos estoy seguro de que descubriré a la persona que la mató.

—¿Sospecha de alguien?

—¿Y de quién voy a sospechar? —preguntó tristemente Clemens.

—Pero al menos debe imaginar algo… Seguro que hay cosas que desde el principio han rodado por su cabeza.

—Tal vez… Lo único que sé es que la noche en que discutí con Suzanne, la noche en que realmente ella desapareció, se apagaron todas las luces de esta casa.

—Pero entonces, ¿había luz eléctrica?

—Sí.

—¿Y ahora no la hay?

—No.

Marten cada vez lo entendía menos. Era como un caso de brujería. Era como si cada vez que entraba en aquella casa le transportaran ciento cincuenta años atrás.

¿Podía tratarse de un fenómeno de sugestión? ¿O de hipnotismo? ¿No se daba el caso de algunas personas que, al entrar en según qué ambientes, se sentían transportadas a otra época?

Pero decidió olvidarse de todo eso y de todas aquellas sensaciones de pesadilla para preguntar:

—¿Qué significado tiene eso de que se apagaron todas las luces? ¿Hubo un corte de fluido?

—No. Yo más bien imagino que fue… algo siniestro. Algo que no tiene sentido.

—¿Ha seguido buscando, Clemens? ¿Ha seguido hurgando en las paredes de esta condenada casa?

Él no contestó. Tomó una de las lámparas de aceite y le hizo una seña para que le acompañara. Entonces Marten se dio cuenta de que, fuera del vestíbulo y la habitación de Danielle, todas las paredes que podían ofrecer sospecha, habían sido removidas. Sencillamente, Clemens había estado trabajando como un loco. Y tal vez lo fuese. Dentro de uno de los muros había aparecido la segunda momia.

Su aspecto era estremecedor.

Mirándola, se dio cuenta Marten de que si Danielle veía aquello, quedaría marcada para siempre.

—Ocúltela —suplicó—. Ocúltela, por Dios, y no vuelva a pensar en ella.

—Iba a hacerlo. No quiero que Danielle la vea.

—¿Se da cuenta de que ya no encontrará jamás el cadáver de su mujer, Clemens? Lo ha removido ya todo: ha descubierto incluso dos momias que tienen siglo y medio. Pero de Suzanne ni rastro. En esta casa no está, Clemens. Pierda la esperanza.

El otro había hundido la cabeza.

Estaba tan nervioso que sufría una especie de tic en la mejilla izquierda. Sus dedos volvían a temblar.

—Pues entonces —bisbiseó—. ¿Dónde puede estar? ¿Dónde?

Marten tuvo otra vez aquella sensación de frío en la espina dorsal. Se sintió dominado otra vez por aquella sensación inextricable, increíble.

—¿Y si viviera, Clemens? —se atrevió a preguntar—. ¿Y si verdaderamente no estuviese muerta?