Tintorería Letouche.
Bueno, al menos la dirección estaba clara: 8 del boulevard Lannes, cerca de la Plaza de Colombia. Todas las angustiosas dudas de Marten podían resolverse en un momento yendo hacia allí.
Fue a pie porque supuso que ganaría tiempo. Atravesó la plaza. Y vio en el número ocho un viejo edificio que estaba siendo derruido.
Marten se detuvo.
Otra vez la boca seca.
Otra vez aquella angustiosa sensación de que acababa de entrar en el túnel del tiempo.
Casi enfrente estaba la tienda de un anticuario. Marten entró sintiendo que cada vez pisaba terreno menos firme.
—Perdone, amigo —preguntó—. ¿Sabe si han trasladado la tintorería Letouche?
—¿Qué dice?
—Si han trasladado la tintorería Letouche. Si está, por ejemplo, en otro número de esta misma calle.
—Hace al menos cinco años que esa tintorería no existe —gruñó el anticuario—. Se ve que no conoce usted el barrio. Y no ha sido trasladada a ningún sitio porque cerraron del todo. El dueño murió.
Marten entornó los párpados.
De nuevo el túnel del tiempo, de nuevo aquella increíble sensación de que había vuelto atrás.
—Gracias —musitó—. Y perdone.
Atravesó la calle y se situó ante el viejo establecimiento. Tenía un aire modernista y démodée como el de las entradas de las estaciones del Metro de París. Los escaparates estaban rotos y unas cuantas tablas cerraban la entrada. En torno a la tienda, el edificio entero estaba siendo demolido, de manera que sólo el esqueleto del mismo quedaba en pie.
Pero Marten decidió seguir hasta el fin. Era muy posible que alguien hubiera empleado viejo papel de la tintorería para envolver el paquete; a continuación habría dado una propina al argelino para que se lo llevase. ¿Con qué objeto? Evidentemente, con el de atraerle allí, con el de hacerle entrar en el viejo caserón, lo cual indicaba que dentro de él le esperaba un peligro.
Sin embargo, el joven no vaciló. Quienquiera que fuese, sabía mucho acerca de la muerte de Suzanne Clemens, o sea que le interesaba encontrarle. Lo demás importaba muy poco.
Pasó a través de los tablones que obstruían la entrada, pero que no lograron cortar del todo el paso a un cuerpo ágil como el suyo. Se encontró sumido en las sombras de lo que había sido una vetusta tienda, la cual aún conservaba los mostradores y unos lúgubres percheros cubiertos por cortinas. En el interior, entre aquella penumbra, entre aquel silencio, se había detenido el tiempo.
Marten avanzó poco a poco.
Sólo oía el leve susurro de su respiración.
Más allá había un par de puertas sostenidas por puntales de madera, para que el edificio no acabara de derrumbarse. Y un viejo espejo ovalado, un espejo del pasado siglo. De una lámpara de mil cristalitos colgantes aún pendía una bombilla que parecía despedir una luz remota. Pero la luz no surgía de ella, sino del reflejo de un casi milagroso rayo del sol poniente, que llegaba hasta su superficie.
Marten se miró en el espejo.
Vio su propia silueta negra.
Y le pareció ver también el silencio.
Y las sombras quietas.
¡Y aquella masa negra que venía hacia él!
Fue todo tan repentino, tan violento que no tuvo tiempo de reaccionar. De pronto el cuchillo voló hacia él, en silencio, impecablemente lanzado. La puntería fue también tan perfecta, que le alcanzó de lleno.
Sólo a una especie de milagro debió Marten el seguir con vida.
Y aquel milagro consistió en el paquete con el vestido, que aún llevaba en las manos. El cuchillo que había de matarle se hundió en él y no llegó hasta su piel. No le causó la menor herida. La pieza de tela que seis años antes había pertenecido a Suzanne Clemens le salvó a él.
Marten entonces reaccionó.
No perdió un segundo.
Dejó caer el paquete y se lanzó hacia la figura encapuchada que había surgido de entre la penumbra. Ahora Marten se daba cuenta de que aquello era una trampa mortal, pero no sintió el menor miedo. El aspecto de pesadilla que tenía aquella figura encapuchada tampoco le impresionó. Disparó brutalmente su puño derecho pensando que un buen gancho haría más trabajo que todos sus pensamientos.
Pero tuvo la extraña sensación de haber atravesado una muralla de aire.
No supo si la figura negra le había esquivado. O era que tal vez no existía.
Lo cierto fue que el puñetazo se perdió en el vacío. Marten vaciló un momento, a causa de su propio impulso. Y entonces vio… ¡Vio la zarpa!
Por un momento aquello le pareció tan inhumano que tuvo la sensación de estar soñando. Era una especie de zarpa de oso terminada en unas uñas aceradas y firmes. Si le alcanzaban el cuello le destrozarían la garganta como si se la hubieran segado con un alfanje.
Logró girar sobre sus pies y estrellarse contra la pared. Todo el edificio pareció temblar a causa del impacto, pero él no sufrió daño alguno. O al menos no sufrió el daño peor, que era quedar con la garganta segada. Por lo demás hubo de reconocer que durante una semana le iban a doler todos los huesos.
Cayó de rodillas a causa del golpe, lanzó una maldición y se puso en pie. Pero cuando tendió la mirada hacia delante vio que la figura negra ya había desaparecido. Del siniestro encapuchado no quedaba ni una leve sombra.
Todo volvía a estar en silencio en torno suyo.
Todo tenía de nuevo aquel aire entre siniestro y melancólico de los edificios que ya no volverán a existir.
Marten respiró hondamente y buscó en torno suyo. No tardó en descubrir que detrás de lo que había sido la tienda comenzaba un solar lleno de cascotes que permitía la huida a cualquiera, y desde luego se la habría permitido al encapuchado. En el caso de que aquel encapuchado no fuera un fantasma auténtico al que le bastara con hundirse entre las sombras y ser tragado por ellas. Porque Marten había de reconocer que, pese a intentarlo, no había podido tocarle ni una sola vez.
Guardó el cuchillo con el que habían estado a punto de matarle, recogió el paquete con el vestido y salió de allí por el mismo sitio que había empleado para entrar.
El anticuario estaba quieto en la acera, mirándole fijamente. Llevaba un bonete que le daba un cierto y curioso aspecto de personaje de Dickens.
—¿Qué, amigo? —susurró—. ¿No me ha creído? ¿Ha querido asegurarse de que la tintorería estaba cerrada? ¿Pero por qué la gente ha de ser así? ¿Por qué nadie cree a nadie?
Y añadió:
—Habría que creer más en lo que las personas decimos. Habría que tener más confianza.
Marten se puso un cigarrillo en los labios con gestos inseguros mientras susurraba:
—Amigo mío, le ofrezco un jarrón lacado, auténtico, de la dinastía Ming por doscientos francos.
—No me lo creo —dijo rápidamente el anticuario.
—¿Lo ve? ¿Ve como en este mundo nadie puede hacer caso de nadie?
Y se marchó tan tranquilo. Bueno, tan tranquilo en algunos aspectos. En otros sentía que una duda terrible le corroía por dentro.