CAPÍTULO VII

¡Cómo se movía la condenada! ¡Qué líneas tenía! ¡Qué curvas más audaces! ¡Y cómo las resaltaba a cada paso que daba la muy maldita! ¡Cómo sabía que gustaba a los hombres!

¡Lo que haría con ella!

Hummm…

Todos estos caritativos pensamientos pasaron en secreto por la mente del sargento Floriot, encargado de una sección de los archivos de la Sureté Nationale, mientras veía avanzar hacia él a aquella ninfa.

Pero en seguida, a estos entusiasmados pensamientos, se unió otro infinitamente triste: «Lástima. Viene con un pajarraco».

El pajarraco era un hombre alto y atlético, mucho más esbelto e interesante, desde luego, que el bajito, calvo y cachondete sargento Floriot. Pero Floriot no tenía la culpa de ser así, y si no, que se lo preguntaran a su madre.

La ninfa dijo:

—Buenos días, sargento Floriot. Soy Marta Louvier, del cuerpo de forenses.

—¿Usted se dedica a… a tratar con muertos?

—Oh, no… Quiero decir que no trato con ellos directamente. No soy médico forense. Llevo una especie de control administrativo, pero tengo título oficial.

—Comprendo.

—Éste es el abogado señor Marten, mi jefe. Porque también trabajo con él, ¿sabe? Tengo dos empleos, quizá porque los dos me gustan. Traigo una nota del señor Albert, el jefe general de los archivos, para que me permita ver unas cosas. Léala, por favor.

Floriot la leyó. Era una nota en regla. En seguida se puso a disposición de la damisela para todo lo que quisiese, incluso para lavarle la ropa.

—Hace seis años desapareció una mujer casada llamada Suzanne Clemens, vecina del municipio de Pantin —dijo el abogado—. Edad: treinta y cuatro años. No se ha sabido nada más de ella, e imagino que todos los cadáveres de personas no reclamadas habrán sido debidamente controlados. Pero, sin embargo, me gustaría ver los ficheros por si se diera el caso de que estuviera entre ellos.

—¿La conocía? ¿Recuerda usted su cara?

—Sí. Hace poco vi un retrato suyo.

—Deme más datos. Por ejemplo, la estatura.

—Si no me equivoco, era de un metro setenta.

Floriot fue hacia una sección determinada de sus monumentales archivos.

—Síganme. Si es una de las mujeres halladas muertas en los últimos seis años y que nadie ha identificado, la encontraremos en seguida. De esa edad y estatura no hay más allá de cincuenta.

Abrió un cajón metálico con más o menos cincuenta fichas. Les señaló una mesa para que pudieran trabajar, y él tomó posiciones para ver bien a la chica, rezando al diablo para que ella se sentara donde él quería.

Ni que la chica lo hubiera adivinado.

Le sonrió.

Y se sentó donde él quería, cruzando además las piernas.

Mientras Floriot se sumergía en una especie de yoga, donde no había más que docenas de piernas, todas iguales a las de Marta Louvier, ésta y Marten examinaron las fichas. Como el abogado había supuesto, la gestión resultó infructuosa.

—Había que hacerla, pero no confiaba en ella —suspiró—. En fin, ya está.

—No es ninguna de ésas, ¿verdad?

—Ninguna.

—Pero Jean…, ¿has podido llegar a pensar por un momento que aún estuviese viva?

—Si he venido aquí es porque pensaba que está muerta —dijo él, esquivando la respuesta.

—Sé sincero y háblame con claridad. ¿Piensas que puede estar viva?

—No sé… ¡Todo esto resulta tan increíble, tan extraño! Y yo diría que el mismo Clemens no rechazaba del todo la idea. En el fondo tiene esa ilusión secreta.

La muchacha entornó los párpados.

—La amaba mucho, ¿verdad?

—Yo creo que más que a su propia vida. Si tenían disputas era por celos, por rabiosos celos. Ésa fue la causa de que se separaran un tiempo y ella se fuese a vivir a un hotel.

—¿Qué dijo Clemens en el juicio? ¿Que la fue a buscar a la fuerza al hotel, dejaron a la hija en la casa de Pantin, se fueron los dos solos a discutir y luego se separaron?

—Sí. Y Clemens juró que a partir de ese momento no la había visto más.

—¿Crees realmente que no acabó con ella?

—Yo creo en su inocencia —susurró Marten—; de lo contrario no estaría perdiendo el tiempo aquí, tratando de ayudarle, con el trabajo que tengo. Pero al mismo tiempo todo es tan extraño que necesito controlar hasta el último rincón de mis pensamientos para encontrar un resquicio que me permita dar con la clave. No niego que Clemens pudo matar a su esposa, pero insisto en que no lo creo. De lo contrario no haría lo que hace, tratando de encontrar el cadáver.

—¿Y si fuera una comedia? ¿Y si con eso tratara de desorientarte a ti o a la policía?

—¿Por qué? ¿Qué ganaría con ello? Ya está en libertad provisional. Si fuera el culpable, haría lo contrario de lo que está haciendo: procuraría no meter ruido sobre el asunto.

—Pues entonces, ¿qué pretende?

—No lo sé… En cierto modo la respuesta está clara: busca el cadáver de su esposa porque cree que alguien lo emparedó allí, y porque imagina que hallándolo, demostrará su inocencia. Pero al mismo tiempo ocurre algo extraño. Es… es incomprensible —y Marten se estremeció un momento, como si sus propios pensamientos le turbaran—. Uno va por París y sabe que vive en esta época, en el tumultuoso año de 1973, que ofrece grandes progresos, pero que es tan desagradable en muchos aspectos. Todo es normal. Llega en coche hasta el Relais du Postillon y todo sigue siendo normal.

Pero una vez allí el mundo se pone a girar al revés. Es como si uno hubiera entrado por una boca del túnel del tiempo, saliendo por la otra boca… ¡que le sitúa a uno al final de las guerras napoleónicas! No he visto los cordones de la luz que me parecía haber visto antes. Ni el pulsador del timbre. Ni las conducciones del agua corriente, que estoy seguro de que existían. De pronto, dentro de aquella casa, el tiempo ha retrocedido ciento cincuenta años por arte de magia. Y cuando yo noté todo eso, no estaba soñando; te juro que no. Me fijaba en todos los detalles. Para que no faltase nada…, apareció una momia en uno de los muros. Mi trabajo me costó convencer a Clemens para que no se complicara la vida y la emparedase otra vez. Todo aquello era tan asombroso, parecía incluso tan sobrenatural que todavía no he conseguido entenderlo.

Marten hablaba en voz muy baja mientras Marta Louvier, muy cerca de él, le escuchaba atentamente. Había llegado a olvidarse incluso de que el sargento Floriot estaba pendiente de sus piernas. Bueno, ¿y qué? Si aquella noche el sargento no podía dormir, tanto peor para él.

—Hay en nuestro mundo cosas que todavía no entendemos —añadió Marten pesarosamente—. Hay fuerzas que no controlamos. Por mi gusto no volvería más a aquella casa, y sin embargo…

—Sin embargo, ¿qué?

—El asunto me obsesiona tanto que sé que no podré dejarlo ya jamás. Por eso quiero saber si puedo encontrar el rastro del cadáver de Suzanne Clemens. Ése será el único modo de librarme de mis pesadillas.

—Tiene que estar en alguna parte…

—Sí, por supuesto, porque hacer que un cadáver desaparezca totalmente es más difícil de lo que la gente cree. Por lo menos es difícil en la zona de París. No se puede arrojarlo al río, aunque sea atado a una piedra, porque los ríos son dragados regularmente y hubiera aparecido en estos seis años. No se le puede descuartizar, porque los cuerpos descuartizados siempre aparecen también, sea en una alcantarilla o sea en una maleta. No se le puede enterrar en un lugar oculto porque todas las propiedades están muy repartidas por aquí y no hay lo que se dice, campos abandonados. En cuanto sacas un pie del camino, o te rodean los obreros de una fábrica o te sale un perro que te ladra. La posibilidad para ocultar el cadáver estaba en emparedarlo en uno de los enormes muros de la casa de Clemens, pero éste los está perforando, de modo que tiene que aparecer… a menos que Suzanne esté viva.

La muchacha se estremeció.

No supo por qué le daba tanto miedo aquello.

Era absurdo.

Pero lo sentía.

«A menos que Suzanne esté viva».

Era un pensamiento que le helaba la sangre en las venas.

—¿De veras crees que puede estarlo? —musitó.

—Ya no sé qué pensar.

—¿Cómo era Suzanne? Tú dices que viste su retrato…

Marten no contestó. Tomó un papel de los que había sobre la mesa y se puso a dibujar. Era un buen fisonomista y un buen dibujante que, además, en los años difíciles, se había ganado la vida haciendo retratos para los turistas en la cima de Montmartre. Por lo tanto, pudo trazar de memoria una semblanza muy aproximada de Suzanne. Conforme los trazos iban tomando naturalidad, un cierto rictus de asombro iba apareciendo en los labios de Marta Louvier.

—¿Era tan bonita? —susurró—. ¿O es que la has sacado favorecida?

—Me he limitado a reproducir lo que recuerdo de ella. En la foto que Clemens me enseñó era muy bonita.

—Es curioso… Incluso la favorece esa pequeña cicatriz en la mejilla izquierda.

—Sí. Es un detalle que le da personalidad.

—También me contaron algo más de ella… —dijo Marta, pensativamente—. Ah, sí, ya recuerdo. Hubo un momento en que sus manos fueron consideradas como las más bonitas de Francia por su maravillosa piel. Lo leí en una vieja revista. Una casa de cosméticos organizó un concurso y ella se presentó. Ganó ampliamente a las dos docenas largas de concursantes. Pero, en fin, todo eso es historia…

Y se puso en pie.

Para el sargento Floriot fue como si se cortara la cinta de una película que le estaba obsesionando desde el principio. Ahogó una maldición y cambió de postura pesarosamente.

Marten le sonrió.

—Lo siento, pero no hemos encontrado nada. Lamento las molestias, sargento Floriot, y muchas gracias por su colaboración.

—De nada… Ha sido un placer. No sabe usted bien lo que disfruto yo con estas visitas, amigo.

Y miró con envidia cómo la chica se alejaba, hundiéndose con su acompañante en los embotellamientos de tráfico de la Rué des Archives.

Allí fue donde encontraron al doctor Zirgo. El doctor Zirgo era uno de los jefes de Marta Louvier, y desde su coche le hizo un amable gesto preguntándole si iban a salir y desaparcar su vehículo. Ella asintió sonriendo para indicarle que la plaza quedaría libre.

Mientras maniobraban, Zirgo preguntó desde la ventanilla:

—¿Podrá ser puntual esta tarde, Marta? Tenemos mucho trabajo.

—Oh, sí, doctor… Perdone, no sé si conoce a Jean Marten, abogado. Por las mañanas trabajo para él.

Los dos hombres se hicieron un amable saludo desde las ventanillas. Luego los coches se separaron.

—Es un buen hombre —dijo Marta Louvier, pensativamente—; no sé cómo tiene tanta paciencia conmigo. Confieso que desde que este maldito asunto empezó, ando desorientada y no rindo en el trabajo.

Marten rió.

—Quizá tiene paciencia porque se ha enamorado de ti —dijo.

—Oh, no lo creo. Al doctor Zirgo no le he sorprendido jamás poniendo los ojos en una mujer.

—¿Ni en ti?

—Ni en mí.

—¿Ni en tus piernas?

—¡Descarado!

Los dos rieron de nuevo mientras Marta, que era la que conducía, rodaba a buena velocidad hacia los Campos Elíseos. Conducía ella por dos motivos: porque el coche de Marten aún estaba en el taller (después del entusiasmo puesto por la policía en estropearlo) y porque Marten no podía conducir estando junto a ella. El muy maldito, en lugar de mirar los semáforos, siempre le miraba las rodillas.

—Se ha hecho tarde —dijo él—. ¿Puedo invitarte a comer antes de que vuelvas a tu trabajo?

—¡Pues claro que sí! Sobre todo si tú pagas.

Los dos ocuparon una mesa en un restaurante de la Avenue Hoche y trataron de explicarse chistes mientras comían. Todo en torno suyo era normal, animado, moderno. Ya no estaban metidos en el maldito túnel del tiempo, ya no les rodeaba ninguna sensación de magia.

Pero, sin embargo, los pensamientos zumbaban en la mente de Marten. No le dejaban vivir. Eran como moscardones locos que a ratos descansaban, pero que luego, de pronto, se ponían a volar furiosamente.

Extrajo una libretita de notas.

—He copiado algunos datos del sumario —susurró—. Suzanne Clemens llevaba en el momento de desaparecer, un vestido de punto gris que era una de las primeras creaciones de la casa Rodier. Una combinación azul. Un portaligas del mismo color. Medias grises y zapatos negros.

—¿Por qué has apuntado todo eso?

—No sé… Quizá las ropas me den alguna pista.

Marta buscó su mano a través de la mesa. Tenía los ojos nublados. Estaba inquieta y no trataba de disimularlo. Temblaban sus dedos.

—Por favor, Jean… Olvídalo. Te lo suplico.

—Yo bien quisiera olvidarlo, pero no puedo. Durante seis años ese crimen ha sido una obsesión para mí. ¡Y si al menos ahora la actitud de Clemens fuese normal!… Pero no lo es. Parece un caso de brujería.

Dejó sobre la mesa el importe de la nota y se puso en pie. Ella le imitó. Salieron para encontrarse envueltos de nuevo en el intenso tráfico que iba hacia L’Etoile.

En la Avenue Kleber se separaron. Marta fue a su trabajo en los laboratorios forenses y Marten se dirigió a su apartamento de la pequeña rue Paul Valery, antes de volver al despacho. Tenía que recoger allí una serie de documentos que le interesaban para aquella tarde.

Los estaba reuniendo cuando el timbre sonó.

El joven hizo un leve gesto de sorpresa al abrir la puerta.

Apenas nadie le visitaba en su domicilio privado. ¿Quién podía ser ahora?

Vio en el umbral a un argelino inexpresivo, un tipo mostachudo y de mirada algo perdida que parecía haberse pasado la vida fumando grifa en la Kasbah. Llevaba un paquete cuidadosamente envuelto.

—Tintorería Letouche —dijo, mientras tendía el paquete con una mano y con la otra buscaba la propina.

—¿Tintorería Letouche?… Yo no soy cliente de esa casa. Debe haber un error —dijo Marten.

—Pues aquí está el nombre de usted, bien claro. Yo me limito a traer lo que me mandan. Puede que sea un objeto de propaganda.

Marten se encogió de hombros, dio una propina y aceptó el paquete. Sí, podía ser propaganda, aunque era raro que las tintorerías la hiciesen. Dejó el paquete sobre una butaca, siguió trabajando y sólo cuando iba a salir se acordó nuevamente de él.

Lo deshizo con desgana.

Y de pronto sus dedos temblaron.

Igual que sus labios.

Igual que sus párpados.

Porque lo que tenía entre sus manos era un vestido femenino de punto gris. Un vestido que llevaba bien clara la etiqueta: «Rodier».

Marten sintió que se quedaba sin saliva en la boca.

¿Era posible?…

¿Podía ser que en sus manos tuviera… el vestido que Suzanne llevaba el día que desapareció?