CAPÍTULO VI

La mujer se miró las manos bajo la luz concentrada de la pantalla, mientras hacía un gesto de pesadumbre. Pensó lo que ya había pensado otras veces antes de ahora: que era una verdadera lástima. Se le estaban estropeando, y eso le resultaba difícilmente tolerable. No en vano sus manos habían figurado —y figuraban aún— entre las más bonitas de Francia.

De pronto, las retiró vivamente.

Había oído aquella voz a su espalda.

—Jacqueline…

Jacqueline se volvió. Estaba tan nerviosa, que poco le faltó para lanzar un débil grito. Sólo cuando vio a la luz de la pantalla la cara agradable de su compañera Rachel se calmó un poco.

—¿Pero qué te pasa? —musitó Rachel—. ¿Estás nerviosa? ¿Te he asustado?

—No, no… Perdona. ¡Qué tonta soy! Es que creí que estaba sola en el laboratorio.

—Pues vas a estarlo dentro de muy poco. Yo me marcho.

—¿Qué hora es?

—Las nueve.

—Parece mentira ¡Cómo se me ha pasado el tiempo!… En fin, vete. Yo quiero terminar el informe para mañana.

—¿Necesitas algo?

—No, nada, gracias.

—Eres la jefe de grupo más complaciente que he tenido, Jacqueline —dijo Rachel, riendo—. Y si trabajas tanto te van a ascender a director general. Pero, oye…, ¿qué te pasaba con tus manos?

—¿Con mis manos? Nada…

—Las mirabas de una forma extraña.

Jacqueline se alzó de hombros y se las volvió a mirar tristemente, ya sin disimulos.

—Es que se me están estropeando. Aunque una quiera tener cuidado, a veces se mancha con los productos químicos. Aquí manejamos cosas que lesionan la piel. Pero, en fin, ya tendré más cuidado.

—Vale la pena, Jacqueline. Tus manos son perfectas. Tienen la piel más bonita que he visto jamás.

—Sí… Reconozco que al menos la piel es perfecta. Por eso me sabe tan mal que se estropeen. Hala, Rachel, a terminar, que ya es tu hora. Buenas noches.

La otra se despidió y Jacqueline, al quedar sola, dejó que sus ojos pasearan por el laboratorio una mirada de cansancio.

Llevaba ya casi diez horas seguidas allí.

Era demasiado para una mujer y bonita como ella, una mujer que aún no llegaba a los treinta años.

Pero le gustaba su trabajo y además quería progresar en aquella empresa de cosméticos de la que ya era jefe de grupo. Tenía a sus órdenes un grupo de jóvenes licenciadas en Química, como la que acababa de marcharse unos minutos antes. Dentro de un año —decían— la harían jefe de sección. Todo eso podía ser una tontería, según como se mirase, porque en aquel trabajo estaba dejando lo mejor de su vida. Pero a ella le gustaba.

Muchas veces se lo habían preguntado: «¿Por qué no te has casado? ¿Por qué no tienes novio? ¿Por qué no sales al menos con hombres?».

Jacqueline nunca contestaba.

Ella tenía en su vida un secreto.

Un pequeño secreto, según como se mirase. Incluso sin ninguna importancia. Pero a ella no le hubiera gustado hablarle de él a un hombre.

Se quitó la bata blanca y apareció bajo ella su magnífica anatomía de mujer en plena sazón, de mujer potente, esbelta, hecha para el amor. Llevaba además ropas excitantes, ropas que hubieran gustado a los hombres, pero ella no lo sabía. No pensaba en los hombres apenas nunca.

Fue hacia los contiguos vestuarios, que estaban vacíos e iluminados por una especie de luz irreal. Ya no quedaba nadie en los laboratorios a aquella hora. Como allí no había dinero y no se temía ningún atraco, era ella misma la que por las noches cerraba la puerta.

Fue a vestirse.

No llevaba encima más que un par de prendas íntimas, los zapatos y las medias.

Abrió su armario.

Y en aquel momento ocurrió. Fue tan rápido que no tuvo tiempo de darse cuenta. No pudo gritar siquiera. Dos manos poderosas sujetaron sus brazos y tiraron de ellos hacia atrás.

Las manos quedaron unidas a su espalda, sobre las torneadas nalgas.

Y entonces ocurrió aquella segunda cosa increíble. ¡Se las inmovilizaron! ¡Le pusieron unas esposas!

Jacqueline estaba tan asombrada, que ni siquiera gritó.

Además sabía que era inútil.

Estaba sola en el laboratorio. Por mucho que se desgañitase, por mucho que destrozara su garganta, los gritos no llegarían a ninguna parte en aquel sector deshabitado de Montrouge, donde se estaba instalando un sórdido suburbio industrial.

Pensó que la cosa estaba clara: iban a ultrajarla.

Iban a abusar de ella.

Por eso lo primero que habían hecho era inmovilizarle, cobardemente, las manos a la espalda.

Un sentimiento de ciego terror, de asco, de náuseas, la dominó. Pero sin embargo, al volver la cabeza, notó que aquel sentimiento era sustituido por otro mucho más inquietante: porque la dominaron el miedo y el pasmo.

El hombre que estaba tras ella llevaba una capucha negra. Él también vestía enteramente de negro, de modo que su aspecto era el de una auténtica visión de aquelarre. Sólo tres orificios daban una extraña e inquietante vida a sus ojos y a su boca.

Jacqueline sintió que todo daba vueltas en torno suyo.

En aquella posición, tal como estaba, era muy vulnerable. Su terror se desató y empezó a chillar, a chillar locamente, mientras sentía que las manos de aquel hombre se disponían a acariciar sus formas.

Pero pronto se dio cuenta de que…, de que no era así.

No iba a ultrajarla.

Estaba…, ¡estaba besando sus manos!

¡Las besaba ansiosamente!

¡Como si en ello le fuera la vida!

¡Y no hacía nada más!

Jacqueline tuvo un espasmo.

¿Por qué fue justamente aquello lo que la llenó de terror? ¿Por qué supo entonces y sólo entonces, que se enfrentaba a algo sobrenatural?

Balbució:

—Noooo…

Y en ese momento su cerebro dio con la clave. En el fondo… ¡era tan sencillo! ¿No le bastaba, para adivinarlo, hurgar simplemente en sus recuerdos?

Y aquellos recuerdos le trajeron el nombre.

—U… usted —balbució.

Nunca debió haberlo dicho.

Se dio entonces cuenta instintivamente de que aquello le costaría la vida. Se dio cuenta de que nunca debió haber demostrado que sabía el nombre de la persona que estaba a su espalda.

Los labios dejaron de besarle las manos.

Los ojos la miraron de una forma inquietante.

Viscosa.

Eran unos ojos profundos, abismales, en los que palpitaba el odio.

—No…, ¡no hablaré! —gimió Jacqueline—. ¡Se lo juro! ¡No hablaré! ¡Hágame lo que quiera! ¡Bese mis manos! ¡Mis manos al fin y al cabo son suyas! ¡Por Dios, no me mire así! ¡No se lo diré a nadie! ¡No! ¡Noooo…!

Fue su último grito.

El grito perdido inútilmente en los solares vacíos, en las paredes grises de aquel suburbio industrial de Montrouge.

Las tijeras, aquellas enormes tijeras de laboratorio, se clavaron dos veces entre sus riñones. Brotó un chorro de sangre.

Jacqueline cayó de rodillas.

Apenas pudo lanzar un gemido.

Estaba aterrorizada.

La ahogaba su propio miedo.

El dolor, además, era insoportable. Pensó que, por desgracia, iba a tardar demasiado en morir.

Pero no fue así.

Las puntas de las tijeras se hundieron entonces en su nuca. La apuntillaron como a una res. Jacqueline cayó de bruces sobre las frías baldosas mientras de entre sus labios escapaba un hilo de sangre.

Lo último que notó fue que, increíblemente, aún seguían acariciando sus manos.

Y lo último que pudo balbucir fue:

—Noooo…