CAPÍTULO V

La brusca respiración a su espalda le hizo volverse. Alguien jadeaba como si fuera a saltar sobre él. El disco de luz buscó ansiosamente aquella presencia enemiga.

De pronto los labios de Marten se crisparon.

—Clemens…

Pero estaba claro que Clemens no iba a saltar, no iba a atacarle. Solamente jadeaba porque estaba muy nervioso. Clavó sus ojos en el abogado, mientras movía la cabeza de un lado a otro con gestos negativos.

—No debió hacerlo —susurró—. Nunca debió hacerlo.

Marten tragó saliva, queriendo disculparse.

—Verá… Es que… Bueno, yo… ¡Resulta muy difícil decirlo, Clemens, maldita sea! ¡Pero le juro que lo único que quiero es ayudarle!

Clemens seguía haciendo gestos negativos con la cabeza,

—¿Ha venido sólo por eso, señor Marten? —preguntó—. ¿Todo estaba preparado?

—¿De qué sirve negarlo? —dijo, tristemente, Marten—. Sí, sería innoble mentirle ahora, después de que usted me ha ofrecido hospitalidad. Todo esto es una cochina maniobra, Clemens, lo reconozco, pero insisto en que sólo quiero ayudarle. Sabía que empezaría a perforar los muros de la casa.

El ex presidiario se encogió de hombros. Su actitud era más bien pacífica. Hubiérase dicho que él también tenía miedo.

—Estoy en mi derecho, Marten —dijo—, y usted lo sabe mejor que nadie. La casa es mía porque la heredé de mis antepasados y puedo hacer en sus muros lo que me dé la gana.

—No, no creo que tenga derecho, Clemens. Mejor dicho, no lo tiene de ninguna manera.

—¿Y por qué no? ¿Pero qué dice?…

—Va a volver loca a una pobre chiquilla. El clima de horror y de pesadilla que va a imponer en esta casa no tiene nombre. Por ejemplo, ¿ha visto Danielle este cadáver?

—No, aún no.

—Pero podría verlo, ¿verdad?

—Procuraré que eso no ocurra.

—¿A quién pertenecía esta momia, Clemens? ¿De dónde ha salido?

—Usted sabe que dos pobres sirvientas de esta casa fueron perseguidas por brujería hace siglo y medio.

—Sí, recuerdo que me lo dijo.

—Claro… Y le dije también que esa época había significado un retorno de Francia a las más oscuras tradiciones de su pasado, cuando todos los sueños de gloria que habían nacido con la Gran Revolución se hundieron de golpe. Pues bien, aquellas dos pobres mujeres desaparecieron. Jamás se supo lo que había ocurrido con ellas. Al menos mi abuelo ni lo recordaba. Algo parecido a lo que está sucediendo con mi mujer, ¿comprende? Está bien, ya lo ve usted; al cabo de más de ciento cincuenta años se desvela el enigma. Hago unas perforaciones, basándome en la relativa juventud de un muro con relación a los otros, y aquí tiene la respuesta: una de esas pobres mujeres fue emparedada viva por sus perseguidores, por los fanáticos. Supongo que la otra no andará muy lejos.

A Marten le costaba respirar, como si todo aquel ambiente estuviera maldito.

Tenía centenares de preguntas en su cerebro, pero hizo una que le permitiera reflexionar, una que le permitiera calmarse un poco.

—¿Cómo entiende usted tanto de muros, Clemens? ¿Cómo sabe las partes que son más recientes que otras?

—Amigo mío, no me haga reír. He estado seis años en la Santé, una de las más viejas prisiones de Francia, un edificio con muros…, ¡con muros centenarios! En sitios así siempre hay auténticos expertos que preparan fugas, y una fuga casi siempre representa un túnel. Si usted supiera la de cosas que uno oye hablar en un sitio así, se llevaría las manos a la cabeza. Ni los ingenieros de minas entienden tanto.

—Comprendo… Ya me hago cargo de que mi pregunta le habrá parecido ridícula, pero no conocía ese ambiente por dentro.

—Mejor que no llegue a conocerlo jamás.

—Clemens… —el abogado suspiró como si sintiera un enorme cansancio—. Clemens, se lo ruego… Su hija es muy joven aún para enfrentarse a este insoportable ambiente de horror. ¿Cómo podrá vivir en una casa en que sabe que hay momias sepultadas? ¿Cómo lo tolerará su pobre cerebro? Usted quiere que aparezca el cadáver de su esposa para demostrar de algún modo que no la mató, y yo lo comprendo muy bien. ¿Quiere que le repita que siento lo mismo que usted? También quiero ayudarle. Quiero demostrar su inocencia porque me siento responsable de la condena que le impusieron injustamente. Pero no a este precio, Clemens. ¡No a este precio!

El dueño de la casa dijo sombríamente:

—Mi mujer tiene que estar aquí. Alguien la mató y ocultó aquí su cadáver. El hecho de que no haya aparecido aún, a lo largo de seis años, indica que tengo razón.

—Clemens… Óigame bien, amigo. ¡Hay personas que desaparecen y jamás se vuelve a saber de ellas! ¿Por qué Suzanne había de ser una excepción?

—A lo largo de seis años, si están muertas, aparece su cadáver por algún sitio.

—¿Y… si están vivas?

Marten hizo aquella pregunta sin darse cuenta. En realidad, pensó que no tenía importancia, pero de pronto la pregunta volvió a su cerebro y pareció rebotar en él. «¿Y si están vivas?». ¡Dios santo! ¿Pero había pensado alguien en eso? ¿Se le había ocurrido a alguien que Suzanne, después de todo, pudiera estar viva aún?

Clemens sacudió la cabeza. Aquellas palabras parecían haber producido también un efecto demoledor en él. Pero al fin se inclinó y dijo, suavemente:

—Si están vivas acaban dejando algún rastro. Pero ése no es el caso de Suzanne, amigo mío, de modo que seguiré buscando. Y ahora no investigue más, puesto que sabe que no tiene ningún derecho. Vuelva a su habitación. Yo procuraré que mi hija no vea esto. Ah… Y duerma tranquilo.

Marten dirigió una última mirada a la momia.

Pedazos de piel sobre el hueso. Algunos cabellos pegados al cráneo. Las órbitas espantosamente vacías, mirando desde el fondo de la Historia. Y sus ropas casi intactas, unas ropas que parecían haber sido estrenadas sólo unos meses antes.

Como si la momia fuera a moverse con ellas.

El joven susurró:

—¿Dormir tranquilo? ¿Sabe lo que ha dicho?…

—No corre ningún peligro, y supongo que usted no se impresiona por los muertos. Si la gente fuera así, los obispos no podrían entrar en sus catedrales. Todas las paredes están tapizadas de esqueletos.

—Lo comprendo. Y no es eso lo que me intranquiliza, Clemens. Es… el ambiente.

—No piense más en él. Por favor, váyase.

Él apretó los labios.

Fue a obedecer.

Y de pronto, se volvió con un gesto brusco.

—Señor Clemens…

—¿Qué?

—¿Sabe que pasa una cosa absurda?

—¿Una cosa absurda? ¿Cuál?

—Le defendí en el juicio y, sin embargo, aún no he visto ningún retrato de su mujer. Es posible que hubiera alguno en el sumario, pero no lo recuerdo.

—¿A qué viene eso ahora?

—Llámelo simple curiosidad si usted quiere. Pero ya que la estamos buscando, me gustaría saber qué cara tiene.

—¿Por qué ha dicho tiene, como si pensara que vive aún?

Marten se mordió el labio inferior.

¿Lo había pensado o simplemente había hablado así sin darse cuenta, de una forma puramente mecánica?

—Perdone —dijo—. He querido decir la cara que tenía.

—No hay inconveniente. Siempre llevo un retrato de Suzanne en mi cartera. Mire.

Y se lo mostró. Era una foto de seis por nueve, en primer plano, que resultaba casi perfecta. El rostro de Suzanne se apreciaba magníficamente bien. Había sido una mujer bellísima. Una mujer que sin duda, en su época, enloqueció a los hombres.

Incluso aquella pequeña cicatriz en la mejilla izquierda le daba personalidad.

Marten susurró:

—Es curioso. Nunca había visto una cicatriz que resultara tan graciosa. Casi diría que tan perfecta…