CAPÍTULO III

Parecía como si el coche negro de la policía volviese por el camino otra vez, para llevarse a Clemens hacia la prisión de la Santé. Avanzaba sin hacer ruido, con la sirena muda y los faros apagados. Más que un coche de la policía parecía el vehículo de un comando de atracadores. Era como una mancha siniestra entre las sombras del anochecer.

El comisario Grenier susurró:

—Bueno, ¿a cuántos centenares de metros está la casa?

—Apenas a un cuarto de kilómetro —dijo Marten—. Siguiendo por el camino la encontraríamos en seguida. Incluso desde aquí deberían verse las luces.

—¿Y por qué no se ven?

—No lo entiendo.

—¿Acaso no tienen luz eléctrica? —preguntó Grenier.

—¡Pues claro que la tienen! ¡Qué pregunta!

Pero de pronto a Marten le pareció que aquella pregunta no era tan extraña. Le pareció que él mismo, al fin y al cabo, tal vez habría acabado haciéndola.

Como si los dos pensaran lo mismo, el comisario Grenier murmuró:

—¡Vaya sitio! ¡Tan cerca del moderno y rabioso París y tan metido, sin embargo, en el siglo diecinueve! En cuanto uno atraviesa ese cartelito que dice «Camino particular», es como si volviera atrás en el túnel del tiempo.

Marten pestañeó.

Era casi lo mismo que había dicho Marta Louvier días antes, desde que casi aplastaron el esqueleto de un caballo. Y lo que él había estado pensando, sin poder evitarlo, desde que salieron de allí.

Susurró:

—No hace falta que nos acerquemos más. Iré a pie.

—De acuerdo —dijo Grenier—. Y óigalo una vez más, Marten: He hecho esto porque le debo a usted favores y porque me ha sacado de más de un lío cuando he tenido denuncias contra mí por negligencias en el cargo. Pero no quiero conflictos. Lo único que le facilitaré es que usted pueda pasar una noche en esa casa sin que Clemens sospeche. Aunque jamás he creído que sus temores estuvieran justificados.

—Yo sí —dijo Marten, con voz firme—. No le he pedido este favor por hacer deporte, comisario. Si Clemens ha empezado a perforar las paredes, sacaré a su hija de allí. No quiero que esa pobre muchacha, al fin y al cabo una débil mental, acabe volviéndose loca.

—Pero necesita usted asegurarse, ¿verdad? Quiere ver detalles que en una simple visita de cumplido no podría ver.

—Exacto.

—Está bien. Examinemos el juego… Primer punto: coche. Dentro de unos minutos lo tendrá cerca de la casa con una avería que no va a poder arreglar ni todo el taller de mecánicos de la casa Maseratti. Habrá que llevarlo en grúa al taller. Usted pedirá ayuda a Clemens y entre los dos no podrán reparar nada, de modo que tendrá la primera excusa para pasar la noche ahí. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Segundo punto: el tiempo. Según los meteorólogos, se acerca una tormenta como para chuparse los dedos. Los cálculos dicen que estará encima de la comarca de París dentro de media hora. Con esa tromba de agua y el coche averiado, no tendrá más remedio que pedirle a Clemens que le deje quedarse en su casa. ¿Es ése su plan?

—Sí, justo. Ése es mi plan —dijo Marten.

—Pues observe lo que quiera, pero no coarte para nada la libertad de ese hombre. No quiero denuncias ni jaleos, ¿eh? Y no olvide que yo no le conozco.

—No lo olvidaré, comisario. Gracias.

Y saltó del coche.

Al avanzar por el camino, tuvo de nuevo aquella brusca sensación de irrealidad: Era una sensación que no podía explicarse. Cuando se detenía a pensar exclamaba: «¡Qué tontería!». Pero cuando volvía a andar y se dejaba llevar por sus sentimientos, notaba otra vez en la espina dorsal aquel estremecimiento que le helaba la sangre.

Las tinieblas se iban espesando más cada vez.

Y lo que ocurría era absurdo.

¡No había ninguna luz!

¡Aquel camino a escasos centenares de metros de las grandes carreteras nacionales no estaba iluminado de ninguna manera!

La casa tampoco lo estaba.

Era como una masa compacta en las sombras.

Marten llegó ante la puerta.

Fue a pulsar el timbre.

Estaba seguro —o casi seguro— de que había un timbre la primera vez que vino allí.

Pero lo buscó inútilmente.

Nada.

Tenía que llamar a la puerta a aldabonazos, como seguramente ocurría ciento cincuenta años atrás.

Llamó y al cabo de unos instantes le abrió el propio Clemens. Marten observó con sorpresa que la casa estaba casi a oscuras. El gran vestíbulo de entrada sólo era iluminado por el resplandor de los leños en la chimenea y por un par de candiles de aceite.

Clemens susurró:

—Usted…

—Perdone —dijo Marten—, pero usted es la única persona conocida que tengo aquí cerca. Acabo de sufrir una avería en mi coche y me he acordado de que es un buen mecánico. ¿Podría ayudarme?

—Claro… ¿Qué es lo que yo no haría por usted, amigo Marten? ¿Dónde está su coche?

—Allí, a poca distancia del camino. Me he hecho un lío con el mapa de carreteras, ¿sabe? Tengo un cliente cerca del cementerio de Pantin y esta zona no la conozco.

—No se preocupe. Por fortuna, tengo aquí herramientas y una linterna. Vamos.

Tomó una pesada caja metálica de un armario cercano a la puerta y salieron. Marten susurró:

—¿Han tenido avería en la luz?

—¿Cómo?

—Avería en la luz.

—No —dijo tranquilamente Clemens—. Las luces funcionan.

Marten pestañeó.

Creía haber oído mal.

—Me refiero a la luz eléctrica —dijo—. Luz e-léc-tri-ca.

—No sé de qué me habla. Aquí nunca la ha habido.

—¿Que no la ha habido? Me parece que bromea, amigo Clemens. Esta zona está perfectamente urbanizada. Y yo juraría que vi las lámparas y los cordones cuando entré con usted.

—No pudo verlos porque no existen. Bueno, ¿dónde está el coche?

Marten sintió otra vez aquella cosa espesa en la garganta y por un instante lamentó haber venido. Aquellas sensaciones irreales a su edad eran una cosa que le afectaba profundamente. ¿A ver si acababa con los nervios deshechos? Tímidamente, señaló la masa negra que estaba junto a unos arbustos, al borde del camino de tierra.

—Hum… Pues es un buen coche —dijo Clemens—. El último modelo de la Peugeot… La avería no puede tener demasiada importancia. A ver, dé contacto.

Se oyó un runruneo y el motor no funcionó. Clemens movió la linterna por debajo del capó. Había allí una serie de ruidos que no le gustaban.

—Este coche es nuevo, ¿no?

—Comprado hace un mes.

—Pues es extraño… Ni que hubieran echado calderilla dentro de los cilindros. A ver, pruebe otra vez.

Al cabo de diez minutos, Clemens sudaba, tenía las manos llenas de grasa y se daba por vencido. No entendía la avería, pero en todo caso habría que remolcar el coche hasta un taller. Además, estaba empezando a amenazar tormenta y caían algunos goterones aislados, gruesos como salivazos.

—Haré auto-stop en la carretera para que alguien me devuelva a París —dijo Marten—. Porque usted, claro, no tendrá coche…

—¿Recién salido de presidio y voy a tenerlo? Claro que ahora vas a comprar cien gramos de jamón de York y te regalan un «Renault», pero yo no llego ni a eso. Tampoco voy a consentir que usted vaya a la carretera con el aguacero que se avecina, señor Marten. Duerma en mi casa.

—No quiero causarle molestias. Comprenda… Yo…

—¿Tal vez mi casa le parece demasiado humilde?

—¿Cómo puede pensar eso?

—Pues entonces venga, hombre de Dios. A ver si cree que voy a consentir en dejarle solo debajo de este diluvio.

Porque, en efecto, el aguacero estaba cayendo ya, y tuvieron que correr para no empaparse antes de llegar a la casa. Una vez allí, Marten suspiró con alivio.

—Bueno… —dijo—. Menos mal… ¡Menuda tromba!

—Esto inundará los campos y se atascarán las ruedas de los carros. Mal asunto.

Marten no se dio cuenta de que en aquella frase había algo de raro hasta un momento después. La frase tuvo que ir y volver varias veces a su cerebro como una pelota, hasta que advirtió que allí había algo que no encajaba. Era una sola expresión: ruedas de carros. ¿Carros? ¿Cuáles?

—Amigo Clemens —dijo—, ahora ya no hay carros por aquí. Ahora solamente hay tractores.

—¿Quién le ha dicho que no los hay en esta comarca?

—¡Pero si estamos en París!…

—No sé qué decirle… Cuando amanezca los verá. Hay docenas.

Marten se encogió de hombros.

—Creo que me vendría bien una ducha caliente —dijo.

—¿Ducha?

—Sí. Du-cha.

—No la hay.

—Caramba, pues sí que está abandonada la casa… Perdone, he sido incorrecto. He querido decir que estaba abandonada porque usted no ha podido cuidar de ella. Pero ahora todo será distinto, ¿no?

—Claro. Ahora todo será distinto.

—¿Podemos lavarnos las manos?

—Sí. Hace poco he sacado agua del pozo.

—¿Pozo?

Clemens le miró fijamente, como si le extrañaran tantas preguntas.

—Sí, pozo —dijo—. ¿No ha visto nunca ninguno? ¿En qué época viven los abogados?

—Quería decir que… En fin, usted preferirá el agua corriente.

—No hay agua corriente.

—¿Cómo que no?…

—No, no la hay. En esta casa no la hay, aún.

Y dijo aún como si la casa se hubiera quedado anclada sin remedio en la oscuridad de principios del siglo diecinueve.

—Pues a mí me había parecido la primera vez que… Bueno, no me haga caso. Nos lavaremos con el agua del pozo.

—Venga aquí, por favor.

Había dos grandes barreños llenos junto al alegre fuego de la chimenea. El agua estaba tibia. Se lavaron bien los dos, y para desengrasarse emplearon tierra fina.

—Creí que tendría usted algún detergente —susurró Marten.

—¿Qué dice?

—Detergentes…

—Nunca los ha habido aquí —murmuró Clemens, encogiéndose de hombros—. Nunca.

Y terminó de lavarse como si aquello le pareciera era lo más natural del mundo.

Marten le miró con sorpresa.

La luz incierta los envolvía a los dos.

Aquel hombre, aquel ex presidiario llamado Clemens se había anclado en la época de la casa. Había vuelto a vivir como ciento cincuenta años atrás. ¿Pero hacía eso de un modo consciente? ¿O tal vez no se daba cuenta?

—El caso es que… —musitó Marten—. Yo estoy seguro de que había… de que había luz.

—¿Qué dice?

Marten no contestó.

Palpó a la derecha de la puerta, donde lógicamente hubiera debido estar el conmutador. Pero no había nada.

Le envolvía una cierta y confusa sensación de pesadilla.

Pero para luchar contra ella, se encogió de hombros. Trató de sonreír.

—¿No ha salido? —murmuró.

—Oh, no… He estado en la casa.

—¿Y su hija? ¿Cómo está su hija?

—Muy bien. Y muy animada.

—¿Duerme ya a esta hora?

—Sí, claro. Aquí se va uno a dormir con la luz del sol.

—¿No ven la telev…? Perdone, ahora recuerdo que me ha dicho que no hay luz eléctrica.

—¿Quiere cenar algo, señor Marten? Quizá tenga hambre.

—No, gracias. Precisamente he comido hace poco. Y como no quiero turbar sus costumbres, me iré a descansar si usted iba a hacerlo ahora.

—No se preocupe… Ya sé que usted no está habituado a acostarse tan temprano. ¿Y por París? ¿Qué hay por París? Las noticias aquí llegan tarde.

—Pero…, ¡amigo Clemens! ¡Si está usted a dos pasos de París! ¡Esto es el barrio de Pantin!

—Sí, pero los caminos son malos.

—Hay… hay unas magníficas calles, Y unos soberbios autobuses. Y un Metro. Y unos repartidores de periódicos, señor Clemens. Y hasta unas preciosas radios a pilas que dan las noticias cada treinta minutos. No hace falta ni luz eléctrica.

Clemens pareció no prestar la menor atención a aquello. Incluso dio la extraña, la absurda sensación de que no creía a Marten.

Éste tuvo de nuevo aquella brusca sensación de pesadilla.

—Amigo Clemens… —musitó.

—¿Qué?

—¿No me cree?

—Naturalmente que le creo, Marten. Estaría mal que yo desconfiara de mi propio abogado. Pero si todos esos adelantos existen, ¿por qué está usted aquí y sin poder moverse?

—Ya lo ha visto: he tenido una avería en mi coche.

—Por una razón u otra está usted aquí como lo estuvieron los fundadores de esta casa en las noches de lluvia. Y ahora permita que le ofrezca un cigarro. Mire. Acabados de llegar.

Le dio una targarina retorcida y casi pétrea. Era tabaco de calidad, pero para tíos de pelo en pecho. Para postillones y gente de esa que cada vez que escupía llenaba una palangana. Tabaco del que debían fumar en la Armada de Su Majestad doscientos años antes, cuando se reclutaba a las tripulaciones a golpes de látigo en las tabernas y las casas de mala nota.

Marten susurró:

—No sabía que trabajaran aún esta clase de labores. ¿Qué marca es?

—Sólo lleva el nombre de los importadores.

Marten leyó en el anillo: «Compañía de los Aventureros Británicos».

Quedó petrificado.

La Compañía de Aventureros Británicos era una de las que más habían contribuido a colonizar las Indias. Pero, ¿existía aún? Era una compañía de la época de los grandes descubrimientos, de la época del capitán Cook. Y apegada a normas tan tradicionales que cuando el consejo de administración de la misma se reunía, el presidente se dirigía a los socios llamándoles señores aventureros. Pero todo aquello era cosa de otra época, era algo que difícilmente se concebía hoy. Marten incluso dudó de que la compañía siguiera existiendo realmente.

Otra vez le abrumó aquella oscura sensación de pesadilla.

Pero era absurdo.

Intentó animarse pensando que esas cosas raras solían ocurrir en los lugares aislados, por mucho que éste perteneciera al perímetro de París. Encendieron los cigarros y fumaron lentamente.

Apenas cambiaron unas pocas palabras.

Marten miraba los ojos de Clemens.

Eran unos ojos brillantes, duros. Eran penetrantes, pero, sin embargo, no miraban a ningún sitio. Daba la sensación de que solamente miraban hacia dentro.

Por fin, cuando hubieron terminado los espesos cigarros, Clemens murmuró:

—Sigue diluviando, amigo. Supongo que estará usted mejor en la cama que aquí. Venga, le enseñaré su habitación.

Le precedió empleando una lámpara de aceite, como las de la época de las diligencias en que fue construida la casa. La habitación que mostró al abogado era limpia y tenía una cama hecha, aunque esa cama pareciera un panteón. A través de la única ventana se veía caer la tromba de agua que casi aplastaba los campos y las casas.

Marten parpadeó.

Él conocía muy bien la comarca. Por la situación de la ventana y la altura a que estaba, se tenían que ver desde allí las luces de la autopista. Y, sin embargo, no se veía nada. Aun contando con que las luces de mercurio estuvieran estropeadas a causa de la lluvia (cosa rara), hubiesen tenido que verse los faros de los coches. Pero nada; no se veía nada. ¿Qué infiernos había ocurrido? ¿Era que la autopista, de pronto, había desaparecido?

Oyó la voz de Clemens a su espalda.

Quizá era ridículo, pero Marten se estremeció.

Aquella voz dijo junto a su nuca:

—¿Qué le pasa? ¿Está mirando la lluvia? ¿O quizá trata de mirar algo más?

El joven no pudo contestar.

La puerta se cerró a su espalda.

Sólo en aquella especie de pozo de tinieblas, convencido de que se había metido en un extraño mundo en el que nada tenía sentido, Marten aguardó pacientemente durante casi media hora, hasta convencerse de que todo el mundo dormía en la casa.

Entonces salió silenciosamente de la habitación. Para eso había llegado hasta allí. Para adentrarse hasta el fondo en aquel abismo donde aguardaba, más allá de las sombras, algo que no parecía de este mundo.